Donde nos planteamos un complejo asunto de estrategia militar: ¿cómo hacer frente a un enemigo que vigila nuestra posición hace años, pero no se decide a atacar? Relajar la guardia está descartado, tampoco los vamos a dejar entrar hasta la cocina. O a lo peor da lo mismo: artistas del trapecio como son, podrían invadirnos de formas que ni siquiera imaginamos.
Es de cajón que todos los libros que reseño, y reseñaré en el blog, tienen una buena razón (desde mi perspectiva, claro) para figurar en él. La de El desierto de los tártaros, novela del periodista y narrador italiano Dino Buzzati (1904-1972), es de lo más paradójica: su único, y dudosísimo aval, es que no me gustó cuando la leí.
Remontémonos a los primeros ochenta. Yo compraba una enciclopedia por fascículos titulada Lo inexplicado, donde se estudiaban todos esos asuntos paranormales y desorbitados que tanto me fascinaban de chaval. Un genial invento de los que la redactaron fue que la última hoja de los fascículos (120 en total) se coleccionaba aparte y estaba dedicada a un “maestro de lo insólito”, es decir, a un escritor cuya obra tomaba un descarado partido por lo imaginario o lo sobrenatural. Casi todos los grandes estaban allí, desde Bradbury hasta Brown, de García Márquez a Borges, de Dunsany al propio Buzzati; y esas ciento y pico hojitas han definido mis gustos literarios más que ninguna otra cosa que pueda recordar. Había un problema no menor: la enciclopedia adaptaba material publicado en el Reino Unido, lo que muchas veces implicaba que el “maestro” en cuestión apenas tuviera alguna (o ninguna) obra disponible en español; como corolario, todo lo que se mencionaba allí, estaba traducido y no agotado (porque esa era otra) me lo zampaba sí o sí.
Con planteamientos tan talibanes se suele meter bastante la pata y con El desierto de los tártaros, lamentablemente, pinché en hueso. El libro narra(ba) la historia de un joven oficial, Giovanni Drogo, al que destinan a una fortaleza en el borde del desierto. Construida en otros tiempos como baluarte de defensa ante las acometidas de los tártaros, es ya una guarnición anticuada e inútil, mantenida con lo mínimo por si al enemigo se le ocurriera volver a atacar… lo que a estas alturas se antoja francamente improbable. Giovanni llega animoso, henchido de sueños de grandeza, pero las rutinas inamovibles de la vida cuartelaria empiezan a mellar su espíritu. Extinguidos sus lazos con el mundo que dejó atrás, el desangelado fortín se convierte a la vez en su refugio y su prisión; mientras otros compañeros se trasladan en busca de mejores oportunidades, él apuesta su vida a la insensata carta del ataque de los tártaros. Y así transcurren los días del teniente Drogo, avanzan las páginas de la novela… y se iba agotando mi paciencia. De qué va esto, Dios santo, que pase algo… ¿atacan ya esos puñeteros mongoles, o qué? Logré acabármelo a trompicones, saltándome hojas, por puro pundonor; y escopeteado lo largé hacia el limbo de los libros leídos, donde, como yo, ha amarilleado de casa en casa porque no tiro un libro así me maten.
Hasta que hace unas semanas, no sé si por un sentimiento como de cuenta pendiente, o simplemente porque me picaba la curiosidad (no lograba acordarme, de ninguna de las maneras, si los dichosos tártaros aparecían al final), lo descongelé. Ahora entiendo la perplejidad de mi yo adolescente: ¿cómo prever que en esa novela púmblea, donde nada se contaba, estaba dicho tanto de lo me quedaba por vivir? En 1940, cuando la redactó, Dino Buzzati necesitaba respuestas. Tenía un trabajo nocturno, repetitivo, en el Corriere della Sera, consistente en clasificar y retocar las noticias que aparecerían el día siguiente. “Tenía constantemente la impresión de que los años pasaban sin que yo hubiera hecho nada”, diría. Si las halló me falta la perspicacia necesaria para intuirlas en el texto. Lo que sí están son todas las preguntas que cuentan, las que tarde o temprano, para bien o para mal, el tictac del reloj nos va obligando a hacernos. ¿Qué porcentaje de libertad cabe sacrificar en pos de la seguridad? ¿Cómo gestionamos el progresivo estrechamiento de nuestras posibilidades de realización? ¿Cómo detectar el momento exacto, la encrucijada clave, en que el camino se puso tan cuesta abajo que se hizo imposible volver atrás? Y así, según navego por la peripecia del oficial Drogo, la prosa que antaño se me hiciera tan pesada me seduce con su árido resplandor lunar; en esas páginas que recorrí a salto a mata me demoro, y aun me miro, como espejos donde mi rostro se refleja; se me esfumaron las ganas de conocer el final que antes me apremiaba descubrir. ¿Llegan los tártaros, o no llegan? Creedme, no sé qué me da más miedo.
Los comentaristas tienden a concluir que El desierto de los tártaros es una suerte de alarma, una llamada a la acción: ¡No seamos como Drogo! ¡No dejemos que, por inercia, la vida se nos escurra de las manos! No lo niego del todo, pero el impresionante capítulo final (¡no os lo espoilearé aquí!) previene, a mi parecer, de análisis tan reduccionistas. Veréis, hay una cierta ética, incluso una heroica, en la inacción y hasta en el fracaso. Pongámonos en lo peor y asumamos que la mala toma de decisiones (o la simple ausencia de estas) ha abocado nuestra existencia a un desierto vacío de perspectivas. E hipoteticemos que, por un milagro o un capricho del azar, topamos con una oportunidad de revertir la situación, de salir al encuentro de los tártaros y presentarles batalla. Ahora bien: ¿y si ese glorioso destino que tanto anhelamos, y que de repente parece al alcance de la mano, implica el sacrificio del resto de la guarnición? ¿Tenemos derecho a soñar, cuando esos sueños provocarán pesadillas en quienes tanto tiempo nos acompañaron en nuestro viaje a ninguna parte? En la ultimísima línea de la novela, en la oscuridad y a salvo de miradas, Giovanni Drogo sonríe. ¿Qué decisión corresponde para que igual nosotros, el día que nos toque escribir el renglón final de nuestra vida, podamos esbozar una sonrisa?
El desierto de los tártaros
Il deserto dei tartari (original en italiano)
Esta es para Gema (¡que no Gemma!), por muy improbable que sea que la leas alguna vez. Bruja pirada, viento y fuego, kamikaze del corazón: tú y yo sabemos por qué.
El hálito surreal y de pesadilla del texto de Buzzati deriva, en no pequeña medida, de esos apenas entrevistos, y sin embargo omnipresentes, tártaros. ¿Quiénes son y qué pretenden? Las referencias geográficas y temporales de la novela son intencionadamente vagas: los nombres de los personajes y de la propia fortaleza, algunos anacronismos sutilmente deslizados (carrozas, monóculos, lacayos…) parecen remitirnos a una Italia decimonónica y colonial. Y no obstante, nada conecta el pasado bélico del país transalpino con la Tartaria, esa formidable franja de terreno en el centro y el noroeste de Asia que se extiende desde el Caspio y los Urales hasta el océano Pacífico, y que pobló por espacio de siglos una mezcolanza de pueblos túrquicos y mongoles a los que, a falta de mejor nombre, se dio en llamar “tártaros”. En su ensayo Lo bello y lo sublime Kant dejó escrito: “De ahí que los grandes, vastos desiertos, como el inmenso Chamo en la Tartaria, hayan sido siempre el escenario en que la imaginación ha visto terribles sombras, duendes y fantasmas”. Quién sabe si será ese Chamo, que ahora llamamos Gobi, el abismo interminable que se cierne sobre la fortaleza Bastiani.
En la actualidad la mayor parte de la técnicamente conocida como etnia tártara se asienta en las anchas estepas de Rusia, en especial en la república de Tartaristán, un enclave bañado por el Volga a unos ochocientos kilómetros al sureste de Moscú. Allí viajaremos de la mano de Bern Herbolsheimer, un muy interesante artista norteamericano, recientemente fallecido, que dominó con singular maestría los entresijos de la composición coral. Para su ciclo Love letters (2005) adaptó cuatro canciones de amor de la tradición tártara, estructuradas como rubaiyat (el equivalente a los cuartetos en la poesía persa) y ligadas por la mención a diversos colores: “Dorado y plata”, “Rojo o coral”, “Blanco” y “Rosado”. La primera es una muestra felicísima de su liricidad exquisita, sin más inconveniente que lo breve que resulta, por lo que para darle más cuerpo a la entrada os propongo otra de sus piezas, “Blessed”, de 1992. Herbolsheimer adoraba la música francesa, y ello se aprecia en su elección de los textos, la limpieza de sus texturas y sobre todo en lo suntuoso de sus armonías. Las pianísticas ondulaciones de “Blessed”, por ejemplo, rinden obvio tributo a las Gymnopédies de Erik Satie, y brindan un soporte inmejorable al fragmento del Sermón de la Montaña que desgranan, casi siempre al unísono, las cálidas voces femeninas.
Love letters – Gold and silver / Bern Herbolsheimer
Love letters – Gold and silver / Bern Herbolsheimer letra y traducción
Coro: Aedonis; dirección: Eric Banks
Blessed / Bern Herbolsheimer
Blessed / Bern Herbolsheimer letra y traducción
Coro: Opus 7 Vocal Ensemble; dirección: Loren W. Pontén
Se trata, dicho sea de paso, de la segunda vez que las Bienaventuranzas hacen acto de presencia en el blog, como también la segunda vez que menciono la milagrosa composición de Satie. Es bastante conocida pero ya va siendo hora de que la escuchéis, por si acaso. La vida de este músico, un disparatado iconoclasta que influyó muchísimo a Debussy, se reventó el hígado a beber, y en cuyo tiñoso apartamento encontraron a su muerte paraguas a docenas, dos pianos de cola (uno encima del otro) y multitud de partituras desconocidas o que se creían extraviadas, es demasiado densa como para hacerle justicia con unos comentarios de última hora. Por lo menos he de referirme a su affair con Suzanne Valadon. También tremenda, esta mujer: acróbata, modelo (y amante) de media bohéme, por fin excelente pintora ella misma. Satie tenía veintinueve años cuando la conoció, y se enamoró tan locamente que esa misma noche le propuso matrimonio. Ella lo rechazó, aunque curiosamente se trasladó a un piso anexo al suyo y prolongaron su relación durante seis meses, hasta que Suzanne se marchó para casarse con un corredor de bolsa. Satie se quedó completamente deshecho, sintiendo “tan solo una helada soledad que inunda la cabeza de vacío y el corazón de tristeza”. Nunca volvió a intimar con una mujer. Junto a los paraguas, los pianos y las partituras, en su apartamento colgaban unidos dos retratos: uno que Suzanne le pintó cuando estaban juntos, otro que él le hizo, quizá secretamente, y guardó para sí. Si no encaja esto en la descripción de “inacción heroica”, vosotros me diréis.
Trois gymnopédies / Erik Satie
Trois gymnopédies / Erik Satie
Piano: Jean-Yves Thibaudet
La dulce debacle del húngaro Péter Lékó (Subotica, 1979) es el más intrigante de los misterios del ajedrez contemporáneo. Que el chico iba para figura, para figuraza, quedó meridianamente claro cuando se doctoró como ajedrecista a los 14 años y 4 meses; nadie, hasta ese momento, había conseguido el título de gran maestro tan joven. Más relevante incluso que la brutal efemérides era el modo en que consiguió la marca; ya que el adolescente desplegaba el temple y la pericia posicional de todo un veterano.
La progresión del joven magiar fue tranquila pero constante. Su primera victoria en un gran torneo se produce en Dortmund 1999, y en la emblemática fecha de enero de 2000 se incorpora al top-10 del ranking ELO. Pero el gran salto de calidad lo dio de nuevo en Dortmund, esta vez en 2002. En aquella ocasión el evento servía como torneo de Candidatos al título de Kramnik y Lékó se impuso convincentemente, bien es cierto que con las notabilísimas ausencias de Kasparov y Anand (eran los turbulentos tiempos del cisma, con dos campeonatos en paralelo). Del dramático desenlace del Mundial de Brissago de 2004 ya hablé en mi entrada sobre Kramnik; una pena para Lékó, desde luego, pero igualarle un match a quien había destronado al todopoderoso Kasparov fue objetivamente toda una hazaña. Y con apenas veinticinco años de edad tenía toda una carrera para volver a intentarlo; carrera que, de hecho, continuó por un lustro viento en popa. Así, entre 2005 y 2008 completó el entonces considerado como Grand Slam del ajedrez ganando los cuatro torneos más importantes del circuito: Wijk aan Zee (2005), Linares (2006; también había triunfado en 2003), el Memorial Tal (2006) y una tercera victoria (2008) en Dortmund; a lo que hay que sumar su clasificación para el Mundial de Ciudad de México de 2007 (organizado como un torneo de ocho jugadores), donde quedó cuarto, y la medalla de oro individual como primer tablero en la Olimpiada de Dresde de 2008. Y… punto y final.
No ha vuelto a ganar nada relevante desde entonces. En el primer semestre de 2011 se tomó un respiro y dejó de jugar para recuperar fuerzas, pero el remedio fue peor que la enfermedad. En la actualidad, con los mismos años que Anand cuando unificó el título frente a Kramnik en Bonn, dormita en el puesto 50 del escalafón satisfecho, al parecer, con entrenar al nuevo prodigio alemán Vincent Keymer. ¿Qué explica tan súbito y ostensible declive? Absolutamente nada, ahí radica el misterio. Entrena con tanto tesón como siempre, su vida familiar es estable, se cuida muchísimo (es vegetariano, por ejemplo), es el mismo impecable caballero en el tablero que ha sido toda su vida. Se excusa en que ya no le invitan a los grandes torneos, lo que le dificulta mantener el pulso competitivo; y, ciertamente, su estilo ultraconservador nunca ha tenido demasiados adeptos (Korchnoi llegó a decir una vez: “Lékó juega como un cobarde”). Pero es el mismo estilo, fundamentado en una fenomenal preparación teórica y una comprensión técnica del ajedrez a la altura de los mejores de su generación, y absolutamente honesto (“creo mucho más en la lógica de nuestro juego que en especular con los nervios de mi oponente”), que le propició todos y cada uno de sus grandes triunfos.
Dos hechos, ambos acontecidos en 2008, podrían arrojar alguna luz sobre el enigma. Magnus Carlsen (que aunque todavía menor de edad era ya un jugador descomunal) lo derrotó en un match amistoso a partidas rápidas; y unos meses después aceptó trabajar como ayudante en el Mundial de Bonn ¡para su némesis Kramnik! Aunque los estilos de Carlsen y Kramnik tienen un sesgo posicional muy marcado, en su juventud fueron atacantes consumados. Esto les ha dotado de un feeling de la dinámica que es crucial en el ajedrez moderno; un feeling que Lékó, que como dije ya jugaba de niño como si fuera un viejo, ha sido incapaz de desarrollar. Quizá haya comprendido gradualmente que está atrapado en una especie de fortaleza Bastiani; un olvidado y obsoleto bastión por cuyos polvorientos corredores tan solo caminan ya los fantasmas de los antiguos mariscales: Botvinnik, Smyslov, Petrosian. Y allí sigue, al pie del cañón, a la espera de un milagro que a buen seguro no se producirá, asumiendo su decadencia con la dignidad y la gracia del excelente y disciplinado soldado que es.
Aunque baldía en última instancia, la victoria más resonante que Péter Lékó se ha anotado en su carrera fue la de la quinta partida de Brissago. Esta vez se intercambiarán los roles: será Kramnik el que haga el papel de Giovanni Drogo. Acuciado por el marcador, Lékó asumió un riesgo insólito en él y jugó con blancas, por primera vez en su vida, el gambito de dama. Un riesgo más que controlado, cabe puntualizar: la línea elegida derivaba hacia un final objetivamente de tablas, pero que se podía exprimir a coste cero por si sonaba la flauta. Kramnik, que se consideraba (con razón) el mejor jugador defensivo del mundo, entró en la variante sin titubear pero, como el teniente, cometió un error: acomodado en su fortaleza, y confiado en la robustez de sus muros, se dejó arrullar por el transcurrir monótono del tiempo. Y cuando despertó los tártaros habían entrado hasta la cocina.
Lékó-Kramnik, Campeonato del Mundo (partida 5), Brissago 2004
Saludos
Te agradezco por continuar con tus aportes ajedrecisticos,la música y el saber estar.
Sigo siempre tu página
Un abrazo
Muchísimas gracias, Jose, contar con lectores tan fieles como tú es un estímulo maravilloso para seguir al pie del cañón.
¡Un abrazo y feliz verano!