La música: “Kalimanku Denku” de El Misterio de las Voces Búlgaras
Uno de mis héroes juveniles fue el Dr. Jiménez del Oso. Lo descubrí en un programa que presentaba y dirigía en Televisión Española, Más allá, sobre asuntos extraños e inexplicables: fantasmas, extraterrestres, psicofonías, ese tipo de cosas.
Al contrario que el cantamañanas de Íker Jiménez, absurdamente considerado por muchos como su sucesor, Jiménez del Oso era un comunicador como la copa de un pino. Psiquiatra de profesión, con su calvicie, espesa barba, voz ronca y tremendas ojeras aparentaba muchos más de los treinta y tantos años que realmente tenía. Hablaba pausadamente, con distanciamento, como un científico, como si ni creyera ni dejara de creer las historias que contaba. Por supuesto a mí, arrebujado bajo los faldones de la mesa de camilla con el mismo terrorcillo picante con el que se saborea un buen cuento de miedo, no me engañaba: era obvio que sabía mucho más de lo que se dignaba contar.
Las intrigantes civilizaciones mesopotámicas y precolombinas se contaban entre sus temas favoritos pero no recuerdo que hablara nunca de la Grecia Clásica. Es curioso, porque sus descomunales logros intelectuales, en matemáticas sobre todo, pero también en filosofía, literatura y hasta música, carecen de toda explicación lógica. Y eso que en esta última disciplina inclinaban la cabeza ante los tracios. Cuentan las crónicas que de esta región, que comprendía lo que hoy es el extremo nordeste de Grecia, la Turquía europea y el sur de Bulgaria, provenían los más afamados cantantes. De allí era oriundo el legendario Orfeo, hijo de la musa Calíope y puede que del mismísimo Apolo, capaz de mover árboles y piedras y hasta aplacar a los oscuros dioses del inframundo con su voz.
Antes que en el acervo musical de Occidente, la canción tradicional búlgara hunde sus raíces en ese limo primordial. Se explica así que viole un montón de tabúes armónicos, muy notablemente el que estipula que no deben usarse paralelas segundas (dos voces interpretando la misma melodía pero con una nota de diferencia, es decir, cuando una canta “re” o “la” la otra canta “do” o “sol”, respectivamente) ya que el efecto es, en teoría, discordante y desagradable. En teoría. Escuchad “Kalimanku Denku” y ya me diréis.
La canción tiene el interés añadido de contar con la letra idónea, aunque necesitáis información adicional para entenderla (gracias, por cierto, a mi colega Stanimir por su impagable ayuda con la traducción). “Denka” es la abreviatura en búlgaro de Dioniso, el dios griego del vino, la agricultura y la tierra. Como Orfeo, parece ser de origen tracio y es bastante más serio y solemne que el borrachín Baco que acostumbra a presentarnos la iconografía moderna; los indisolubles ciclos de la vida y la muerte lo emparentan con el sombrío Hades, hasta el punto de que Heráclito consideraba a ambos como un único dios. Añadid a eso que el sexo de Dioniso fue siempre ambiguo y que en la tradición polifónica búlgara son las mujeres quienes llevan la voz cantante, y ya tenéis identificada a la misteriosa “madrina Denka” de la canción.
Con esto ya es fácil deducir lo principal. Jiménez del Oso lo soltaría como si nada, sin mover un músculo de la cara, maximizando así el efecto: es una canción de duelo, entonada por una mujer rota que vela a su esposo muerto.
P.S. Dando tumbos por Internet he tropezado con una versión instrumental de “Kalimanku Denku” —o “Kalimankou Denkou”, como allí se escribe— que no deberíais pasar por alto. La firma Philip Catherine, un versátil guitarrista de jazz belga que a lo largo de los años ha colaborado con músicos tan prestigiosos como Chet Baker, Charles Mingus, Dexter Gordon o Stéphane Grappelli, entre muchos otros. Catherine esquiva el desgarro del original y enfatiza su soberbio potencial melódico; sería algo así como la Luz al Final del Tunel, si veis por donde voy.
Kalimanku Denku / El Misterio de las Voces Búlgaras
Kalimanku Denku / El Misterio de las Voces Búlgaras letra y traducción
Kalimankou Denkou / Philip Catherine
Kalimankou Denkou / Philip Catherine
“Kalimanku Denku” es una de las canciones del álbum Le mystère des voix bulgares, interpretado por el Coro Femenino de la Radiotelevisión Búlgara y publicado por el musicólogo suizo Marcel Cellier en 1975 (aunque yo he usado una grabación más moderna porque el sonido de la original me ataca los nervios). El coro se haría mundialmente famoso a raíz de la aparición de un segundo volumen en 1987, que le valió un premio Grammy. Permutaron entonces su nombre por el del disco, y aún volverían a cambiárselo años después, conociéndoselas ahora como “Las Grandes Voces de Bulgaria”.
Tanto uno como otro disco tienen varias canciones destacables, pero no nos volvamos locos. A la postre estamos hablando de folclore búlgaro, ni más ni menos, que, como la lógica dicta, es en su mayor parte un tostón. Algunas excepciones son:
- Zablyalo e mi agantse que, traducido, viene a ser “Bala el corderito”. La letra habla de un borreguín que busca a su madre perdida, pero en vista de la música, incluso más luctuosa que la de “Kalimanku Denku”, todo hace pensar que pronto se la encontrará hecha filetes.
- Puede que Stani mi, maycho, no tan dramática que las anteriores, sea más del gusto de algunos de vosotros, sobre todo porque sus armonías son menos radicales. Conviene en este punto aclarar que Le mystère des voix bulgares consiste en realidad en arreglos de las melodías originales por parte de compositores contemporáneos búlgaros, sobre todo Krasimir Kyurkchiyski (responsable de las mencionadas hasta ahora) y Philip Koutev, creador del coro allá por 1951 y su primer director.
- Precisamente es este segundo el arreglista de mi recomendación final, Polegnala e Todora. Nos vendrá bien descorrer las cortinas y oxigenarnos con esta soleada balada aunque, si es posible, no despertemos a la dulce Todora mientras sueña apaciblemente con su amado.
El caso de László Lindner (1916-2004) es uno de esos en los que, como suele decirse, la realidad supera a la ficción. Porque el ajedrez le salvó la vida, y no una, sino dos veces.
Húngaro, de origen judío, en la Segunda Guerra Mundial fue deportado al campo de concentración de Bor (en la actual Serbia) a trabajar en las minas de cobre de esa ciudad. Allí coincidió con un antiguo compañero de colegio, Tibor Flórián, maestro internacional y destacado problemista, que de algún modo se las ingenió para colar en los barracones un ajedrez de bolsillo con el que jugaban a escondidas de los guardas.
En agosto de 1944, ante el avance de los partisanos yugoslavos, los alemanes se vieron obligados a desmantelar el campo e informaron a todos los prisioneros de que serían repatriados a Hungría por tren. El día señalado Lindner y Flórián decidieron echar una última partida y estaban tan ensimismados que, cuando se quisieron dar cuenta, el tren ya había salido. Se habían quedado solos.
Al principio pensaron que estaban sentenciados pero fue justo lo contrario. A unos cuantos kilómetros de allí, los nazis detuvieron el tren y forzaron a los prisioneros a emprender una brutal travesía a pie que acabó en semanas con la vida de casi todos ellos. Lindner y Flórián, por su parte, fueron cobijados por unos campesinos locales y consiguieron sobrevivir.
Pero esto no es todo. Cuando acabó la guerra y Lindner volvió a casa, consiguió trabajo en una revista de ajedrez. Lindner era una persona muy bien formada (tenía un doctorado en Derecho) y enseguida le ofrecieron un cargo relevante en la administración local, que rechazó para dedicarse en cuerpo y alma al juego que le apasionaba. Cuando los comunistas llegaron al poder pasaron por las armas a una serie de funcionarios que ocupaban puestos clave, entre ellos al infeliz que se hizo cargo del trabajo que Lindner había desdeñado.
Durante su ordalía en Bor Lindner también distraía de tanto en tanto sus pensamientos con un problema que le obsesionaba, la rueda del caballo. El reto era construir un mate en 2 en el que la clave inicial es un movimiento de caballo; este debe estar situado en el centro del tablero y sus ocho posibles saltos han de estar disponibles, es decir, ninguna pieza adversaria puede clavarlo ni ninguna propia ocupar alguna de sus casillas de llegada. Dicho así parece poca cosa, pero aún no hemos terminado: cada uno de los siete saltos erróneos debe plantear, al menos, dos amenazas inmediatas de mate distintas, que el negro ha de poder defender de una única manera. Tenemos pues siete intentos fallidos y las correspondientes siete defensas; la última condición que todas estas estas defensas sean diferentes.
Si queréis conocer la solución que encontró Lindner pinchad abajo. Pone la carne de gallina pensar que esta preciosidad se concibiera sobre un jergón de un campo de concentración nazi.