Para qué disimularlo, si os vais a enterar en un instante: en esta peli salen asesinos, y de lo peorcito (¿lo mejorcito?) de la profesión. Uno está especializado en viudas sin recursos, otro se disfraza de payaso en su tiempo libre, un tercero imita el modus operandi de un famoso carnicero del dieciocho. Os recomendaría rezar todo lo que sabéis, pero en algún caso resultaría hasta contraproducente. Al menos la fotografía es en blanco y negro, así la sangre no canta tanto.
Esto a lo mejor no os lo habíais planteado nunca: ¿soñamos en color o en blanco y negro? La sorprendente respuesta es que, esencialmente, depende de nuestra partida de nacimiento: los que rondan los sesenta-setenta años tienden a hacerlo en escalas de grises; si eres un veinteañero, soñarás casi seguro a todo color. La todavía más sorprendente explicación, según las investigaciones de Eva Murzyn, una psicóloga de la Universidad de Dundee, es que los primeros crecieron en los tiempos de la televisión en blanco y negro; tal fue la impronta que el revolucionario aparato dejó en el subconsciente de aquella generación. Bien pensado tiene su sentido, visto como el tsunami de lo audiovisual ha sesgado nuestra percepción del mundo. Intentad imaginar la España franquista o el Chicago de Al Capone y vuestra mente se inundará de grises; por el contrario, una carrera de cuadrigas o los aposentos de Cleopatra parecen inconcebibles salvo en glorioso tecnicolor.
Como si, de algún modo, los ojos se entrenaran para un eventual claroscuro onírico, en la penumbra nos volvemos incapaces de percibir los colores. Ello se debe a que en la retina hay dos tipos de células fotorreceptoras, los bastones y los conos. Solo los primeros funcionan en condiciones de baja luminosidad; solo los segundos tienen la capacidad de identificar los colores. El mal funcionamiento de los conos provoca una alteración visual denominada genéricamente ceguera de color, que en su versión más corriente, el daltonismo, impide distinguir el rojo del verde, y en la más extrema, la acromatopsia, reduce la paleta cromática a meros tonos de gris. De joven, Davis Grubb aspiraba a ganarse la vida como artista visual pero, aquejado precisamente de esta dolencia, hubo de renunciar; en vez de ello, se hizo escritor. No he podido averiguar el grado exacto de su ceguera, pero si nos guiamos por su primera y más famosa novela, La noche del cazador, debió de ser de las peores. Porque desde todos y cada uno de los puntos de vista que se la mire, La noche del cazador es una obra absolutamente en blanco y negro.
Empezando por la adaptación cinematográfica que Charles Laughton rodó en 1955, dos años después de la publicación de la novela. La regla “el libro siempre es mejor que la película” sigue vigente en este caso, pero cero bromas porque la influyente Cahiers du Cinéma la proclamó en 2008 la segunda mejor película de todos los tiempos, solo por detrás de Ciudadano Kane. El guion de James Agee es fidelísimo al original y la escenografía se inspira en parte en cien bocetos que Grubb preparó para Laughton. La fotografía, en la mejor tradición del expresionismo alemán, corrió a cargo de Stanley Cortez, más que doctorado tras trabajar para Welles en El cuarto mandamiento; su fantasmagórico tratamiento de la secuencia del río y el granero, muy en especial, debería ser de estudio obligado en todas las escuelas de cinematografía. Al contrario que el libro, en su día un gran éxito de ventas, la película se estrelló en taquilla: fue la primera y la última vez que Laughton, que debía su prestigio en Hollywood a su carrera como actor, se puso detrás de las cámaras. Prueba fehaciente de la escasa intersección entre los tragapalomitas (que no cinéfilos) y los biblioadictos de este mundo.
Como blanquinegros son los personajes y la propia historia, ambientada en la ultragrisácea América rural de la Gran Depresión. De un lado, la inocencia de John Harper, nueve años, y su hermana Pearl, que aún no cumplió los cinco. Viven abrumados por el peso del terrible secreto que su padre Ben les confió poco antes de ser detenido: el lugar donde se ocultan los diez mil dólares que robó de un banco. Enfrente, Harry Powers, que se autodescribe como predicador, y lleva tatuada la palabra “amor” en los dedos de una mano, y “odio” en los de la otra. Powers conoce a Ben en la cárcel e intenta en vano sonsacarle la información, pero no hay prisa porque Willa, la esposa de Ben, no tardará en enviudar (Harper ha sido condenado a muerte porque mató a dos empleados durante el asalto y no ha dicho una palabra del dinero, ni siquiera a Willa) y las viudas sin recursos son justo su especialidad. Todo un carácter este reverendo letal, inspirado en un tipo llamado Harry Powers al que ahorcaron en 1932 por el asesinato de dos viudas y tres niños in Quiet Dell, Virginia Occidental. Encarnado en el celuloide por un inmenso Robert Mitchum, aquí la película sí enriquece al libro, porque al villano de Grubb, cruce de ángel caído y engatusador verborrágico, Mitchum añade unas gotas de histrionismo animal auténticamente pavorosas. Y entre la pureza de los críos y la tiniebla absoluta de Powers, pero no equidistantes, todos esos sombríos pueblerinos: la señorita Cunningham, los Spoon, inclusive Willa, que, incapaces de aplacar su codicia de otro modo, jalean con gusto las monsergas apocalípticas del Predicador.
Un blanco y negro por fin, el de la prosa de Grubb, que rebasa con mucho el del papel y la tinta. Os dejo esta perlita para abrir boca:
Grubb, en efecto, nos reserva las emociones fuertes para cuando nuestros conos oculares están fuera de servicio: en el campo bajo el resplandor lunar, en un sótano a la luz de una vela, un dormitorio iluminado de refilón por un farol. Y recurre a un truco técnico, caprichoso en apariencia, que funciona muy bien: los diálogos no están señalados con guiones. La idea es que el relato, narrado a menudo desde el punto de vista del pequeño John, se difumine, y los mundos interior e exterior del niño se amasen en una pasta que es alucinatoria y roñosa a partes iguales. El suspense es de los de morderse las uñas, y sin embargo, como en esas pesadillas donde caminas sobre barro, el tiempo parece transcurrir a cámara lenta; y no acabas de darte cuenta de lo mal que andan las cosas hasta que de súbito todo se viene abajo.
Sobran las razones: leed La noche del cazador, e incluso vedla, sobre todo ahora que el blanco y negro vuelve a estar de moda en la gran pantalla. Estoy pensando en el montón de nominaciones al Oscar, incluyendo la de mejor película, que acaba de recibir Roma, de Alfonso Cuarón. Los criterios que siguen los responsables de estos tinglados son un tanto confusos (recordemos el reciente y demencial Globo de Oro de Bohemian rhapsody), y supongo que algo habrán tenido que ver sus ganas de pisarle los callos a Trump por lo del muro. Da igual: mexicana o no, con más o menos colores, es de lejísimos la mejor del año. Eso sí, no es un filme para tragapalomitas, yo apostaría a que la mitad de los hablan maravillas de ella visitaron la sala del cloroformo antes de la hora de metraje. Os garantizo que ni una célula de vuestro cuerpo, conos oculares aparte, dormirá tranquila con el thriller noctámbulo, tierno y temible de Davis Grubb.
La noche del cazador
The night of the hunter (original en inglés)
El mejor modo que se me ocurre de conectar musicalmente infancia y religión es Sufjan Stevens. Más que nada porque así puedo conectar infancia, religión y asesinos en serie. Tres álbumes, Seven swans (2004), Illinois (2005) y Carrie & Lowell (2015), uno para cada cosa: pero vayamos por partes.
El tercero es el más intenso emocionalmente. Lo escribió a raíz de la muerte de su madre Carrie, una esquizofrénica y drogadicta que se marchó de casa cuando Sufjan solo tenía un año. El título hace referencia a tres veranos, un lustro después de aquello, que él y su hermano pasaron en Oregón con Carrie y su segundo esposo, Lowell Brams. Con una franqueza desarmante, Stevens explora su niñez y sus relaciones familiares, marcadas por la soledad, la depresión y la pérdida. Curiosamente, no hay rastro de rencor en sus recuerdos; Carrie es más bien como un fantasma, intangible y no obstante presente en cada encrucijada de su vida. La producción, espartana pero muy astuta, enfatiza la sensación de ingravidez arropando los arpegios de la guitarra con destellos de sintetizadores, voces solapadas y una percusión heterodoxa. Un discazo en toda regla.
Seven swans no raya a la misma altura, pero me interesa destacarlo porque, preñado de espiritualidad y alusiones bíblicas, pone el acento en el vértice de su visión artística: su profunda fe. Stevens ha llegado a comparar la creación musical con la eucaristía, en cuanto que una canción es un acto de generosidad donde el artista transforma su esencia en algo tangible. Si no sois muy religiosos puede que esta jerga os espante un poco, pero no hay motivo, porque el cristianismo de Sufjan es flexible y abierto, mucho más rico en preguntas que en respuestas; quizá tenga que ver con ello su nunca explícitamente declarada pero más que probable homosexualidad.
Illinois no es solo el mejor disco de Sufjan Stevens, es en mi opinión uno de los mejores de lo que llevamos de siglo. Se trata de una especie de mural histórico-musical de este estado norteamericano, donde no faltan referencias a la Exposición Universal de Chicago, Abraham Lincoln, el ovni triangular de Highland o John Wayne Gacy, alias “Pogo el Payaso”, un tarado que entre 1972 y 1978 asesinó al menos a 33 muchachos y que también disfrutaba actuando como clown en actos benéficos infantiles. Sufjan se sirve de toda esta parafernalia folclórica para seguir poniendo en orden sus asuntos personales: en “Casimir Pulanski day”, por ejemplo, el fallecimiento por cáncer de una amiga durante una festividad local le obliga a cuestionarse qué clase de Dios toleraría una injusticia así. Y “The predatory wasp of the Palisades is out to get us!” está inspirada, casi seguro, en un campo de verano metodista donde tuvo una de “sus más profundas experiencias espirituales y sexuales” con alguien —así parece sugerirlo la letra— de su mismo sexo.
Hay varias canciones de título todavía más largo (uno incluso de 54 (!!!) palabras), pero es que todo en el álbum es a lo grande, desde la enormidad de la hora y cuarto que dura (y ojo porque un año después publicó una prolongación de similar minutaje, The Avalanche, con descartes y versiones adicionales) a la barbaridad de instrumentos distintos, así como veinte, tocados por Sufjan. Y melodías brillantes al por mayor (la de “John Wayne Gacy, Jr.”, en particular, es escalofriantemente hermosa), aunque fuera de contexto no lucen igual, del mismo modo que es imposible hacerse una idea de “El jardín de las delicias” si solo te muestran un trocito del retablo. (El problema, si queréis llamarlo así, es que Stevens las va explorando de una en una, sin combinarlas: con lo bueno que es el disco ya así, pasma pensar de lo que estaríamos hablando si las hubiera condensado en la mitad de espacio). “Should have known better”, por el contrario, es la perfecta sinopsis de Carrie & Lowell. Leed la letra con cuidado porque dice cosas muy potentes, algunas explícitas como lo del videoclub, y otras no tanto (el episodio con el marinero en el puente, la rosa de San Juan —metáfora de los antidepresivos…). La música avanza a la par que la narrativa, proponiendo un cambio de perspectiva, para mejor, a mitad de camino. El pasado no puede cambiarse pero el presente siempre da oportunidades de redención, sería la conclusión. Sea verdad o no, vale la pena rezar por ello.
Should have known better / Sufjan Stevens
Should have known better / Sufjan Stevens letra y traducción
Esto pasó en 1971, pero su afición por los himnos resultó tener fecha de caducidad. Por los cristianos, al menos: en 1977 Cat Stevens se convirtió al islamismo, adoptó el nombre “Yusuf Islam” y abandonó la música durante casi tres décadas para dedicarse a actividades pedagógicas y filantrópicas entre la comunidad musulmana. Entre medias, su insoportable respaldo a la fatwa que Jomeini dictó contra Salman Rushdie por lo de Los versos satánicos, medio desmentido después aunque con la boca pequeña. Pondremos la otra mejilla, Yusuf, pero no lo repitas.
Morning has broken / Cat Stevens
Morning has broken / Cat Stevens letra y traducción
No hay manera medio cuerda de conectar, ajedrecísticamente hablando, chiquillos, reverendos y sociópatas, pero al menos puedo hablaros de un asesino de masas que ronda los tableros desde hace un siglo, y que sin duda se cobrará más víctimas en el futuro. No es un serial killer muy original, más bien de la variedad copycat, es decir, de los que imitan el modus operandi de algún antecesor en el oficio especialmente carismático. El antecesor en cuestión es el célebre mate (o trampa) de Légal, patentado por el ajedrecista francés François Antoine de Légal (1702-1792; considerado el mejor del mundo en la tercera decena del dieciocho y maestro de Philidor) en una partida contra Saint Brie disputada en París hacia 1787. Su momento culminante corresponde la posición de al lado, donde tras 1.e4 e5 2. Cf3 d6 3.Ac4 Ag4 4.Cc3 las negras acaban de ponerse la soga al cuello con la nefasta 4…g6??. Ahora las blancas ganan con 5.Cxe5!, porque si, como hizo Saint Brie, se captura la dama para no perder un peón limpio, 5…Axd1, es mate en dos jugadas: 6.Axf7+ Re7 7. Cd5#. Os lo he contado tal y como viene en los manuales para principiantes, aunque según investigaciones recientes los verdaderos movimientos fueron 1.e4 e5 2.Ac4 d6 3.Cf3 Cc6 4.Cc3 Bg4, con lo que 5.Cxe5 es mala por 5…Cxe5. No es que importara mucho: la partida estaba perdida de todos modos porque Légal, para dar ventaja al otro, jugaba de salida sin torre de dama. Y se cuenta que el veteranísimo campeón, para que el tal Saint Brie, que debía de ser un pardillo, mordiese al anzuelo, tocó el caballo de f3 y fingió arrepentirse; entonces Saint Brie invocó la regla “pieza tocada, pieza movida” y tras 5.Cxe5 se comió la dama sin pensárselo dos veces.
El copycat de quien quiero hablaros es una línea de la defensa escandinava (también puede llegarse a partir de la defensa Alekhine), vista por primera vez en la partida Perry-Willmatch, Cork 1917. Al igual que en la trampa de Légal el caballo captura en e5 dejando en prise la dama, pero en este caso no hay un mate claro en perspectiva y la combinación es solo el preludio de una apasionante cacería que deja en mantillas la del predicador Powell tras los desvalidos John y Pearl. Si las bases de datos no engañan, esta variante de la trampa ha capturado en total a 14 incautos, y no debe de ser tan fácil de ver (a pesar de lo del célebre antecesor) porque entre las víctimas hay algún que otro titulado internacional, y otros varios, pudiendo jugarla, la pasaron por alto. ¿He escrito 14? Pues tendría que haber dicho 13+1, porque una chocante peculiaridad de esta línea, descubierta por ese incansable espeleólogo del ajedrez bizarro llamado Tim Krabbé, es que puede jugarse también con las negras, ahora desde la escocesa y capturando en e4 y sacrificando en d8. Pasó en una partida del campeonato belga por equipos de 2007 entre dos maestros FIDE, el local Martin Ahn y el húngaro Tamás Ruck (foto de arriba), un fan empedernido del power metal sinfónico que ese día debió de gozar lo que no está escrito dando rienda suelta a su vena más cañera. He pensado que sería divertido mostraros tanto la Anh-Ruck como la partida de las otras trece en la que la coincidencia (salvo por la inútil a2-a4 de las blancas) se mantiene por más tiempo, nada menos que hasta el movimiento 16, jugada por correspondencia en 1975 entre Jukes y Pinch. Ya puestos, me las he ingeniado para mostraros las trece a la vez; así tenéis una completísima panorámica de la masacre.
Ahn-Ruck, Campeonato de Bélgica por equipos 2007 (y otras partidas relacionadas)
Os echo de menos
¡Muchas gracias! Este año apenas he escrito nada en el blog, solo algo en Navidad y el verano, ¡a ver si me animo y añado mas cosillas!