La magia de la Navidad todo lo puede y hoy nos transportará al glamuroso París del Siglo de las Luces. Descubriremos en qué invertían el tiempo libre sus más preclaros ilustrados, nuestra alma encontrará sosiego en sus capillas, visitaremos sus pintorescos mercados. Diez en luces, ya os digo, aunque eso sí: cero en desodorante.
Si, como yo, habéis caído en las garras de la gripe que azota nuestras latitudes estos días, es probable que aún os quede algún regalo de Reyes por resolver. Si es así, dispongo de una sugerencia extraordinaria. No puedo garantizaros el triunfo, pero sí la originalidad. Es tan original que ni aunque estuvieseis dándole vueltas durante horas, ni aunque os subiera un grado la fiebre a causa de tanto esfuerzo cerebral, se os ocurriría. Y eso que, como aquel que dice, lo tenéis todo el día enfrente de vuestras narices.
Perfume.
Sí sí, no pongáis esa cara. Perfume.
Resulta que la noruega Sissen Tolaas, una especie de filósofa del olisqueo, tuvo un buen día la siguiente iluminación. Somos seres visuales, no olfativos, pero por lo que sea los olores dejan una marca en nuestra memoria mucho más intensa y primaria que las imágenes. Viene tu sobrinita a casa y el aroma de la golosina que chupa te devuelve al día en que dejaste a tu hijo en la guardería por primera vez; encargas un plato en un restaurante y una de sus especias despierta el recuerdo de un guiso que solo tu abuela fallecida sabía cocinar. ¿A cuento de qué, entonces, esta histeria universal de fotos y selfis? ¿No sería más lógico inmortalizar nuestros instantes memorables con olores? Ahí es donde entra en acción la amiga Sissen, vendiéndote por 99 eurillos su práctico “Smell memory kit”. Incluye tres ampollas con una fragancia “abstracta” de su invención y un colgante donde se guarda una de ellas de manera que siempre la lleves encima. Supón que te ocurre algo fabuloso, por ejemplo que la chica de tus sueños te dice por fin que sí. Entonces rompes la ampolla, inhalas su aroma et voilà!: recuerdo y olor quedan permanentemente conectados. Cada vez que te apetezca recuperar el momento, descorchas otra ampollita y listo. Madame Tolaas garantiza repuesto de sobra para cuando se te acaben y, si le coges el gusto al invento, dispones de hasta 26 tipos distintos de sus esencias para seguir archivando momentos míticos.
Original, os lo había prometido, aunque el concepto no deja de tener sus riesgos: no me cuesta nada de trabajo imaginarme a la chica de mis sueños diciéndome “me lo he pensado otra vez, mejor vete a paseo” tras verme sorber del frasquito como un cocainómano enloquecido. Por eso, si apostáis por el “Smell memory kit”, yo aconsejaría amarrar un poco completando el lote con El perfume. Historia de un asesino (ese es su título completo). Viene más que a propósito, porque es el alfa y el omega de la literatura odorística, y, lo más importante, con este libro no se falla.
La novela de Patrick Süskind es, en efecto, un libro de olores, y ni una página tardamos en descubrirlo, arrojados de cabeza al París del Siglo de las Luces, que desde el punto de vista (¿de olfato?) de sus efluvios resulta cualquier cosa menos lucido. Allí, en el epicentro de todos los hedores de Francia, en un fétido mercado junto a un cementerio al que le rebosan los cadáveres, nacerá el héroe de El perfume, Jean-Baptiste Grenouille. Milagrosamente, Grenouille no despide olores de ninguna clase, pero tiene una habilidad sobrenatural para percibirlos e identificarlos, no importa lo tenues o complejos que puedan llegar a ser. Su don es igualmente una tara ya que, en su mente, solo lo que huele existe: la bondad y la compasión tienen tan poco sentido para él como los colores para un ciego. Huérfano, y paria, porque los demás sienten y rechazan intuitivamente su singularidad, sobrevive casi por fastidiar, y se las arregla para instruirse en un oficio que le va como anillo al dedo, el de perfumista. Pero incapaz de soportar por más tiempo el tufo de la gente (una mezcla de “queso rancio, vinagre y excremento de gato”), y guiado por su infalible olfato, huye al punto geométrico del reino más alejado de cuanto apeste a humanidad, la cumbre del volcán Plomb du Cantal, donde subsiste siete años medio enterrado como una patata. Hasta que un día también él, como la vikinga del “Smell memory kit”, tiene una revelación, solo que mucho más siniestra: se vengará de los hombres creando un perfume tan indescriptiblemente excelso, tan divino, que quien lo aspire no tendrá más remedio que amar a su portador, es decir, Grenouille, con todo su corazón. No escatimará, para ello, en materia prima. Sea la que sea.
Llegados a este punto os confesaré, en confianza, que sí es posible fallar con El perfume, por la simple razón de que es un libro muy tenido. Traducido a 48 lenguas, se han vendido más de 20 millones de ejemplares desde que se publicó, así que no sería de extrañar que vuestro obsequiado guarde ya uno en casa. (Por la misma regla de tres, la mayoría de vosotros lo conocéis y esta reseña resulta un tanto superflua, pero me haré el disimulado). Paradójicamente, es difícil imaginar un perfil concreto de lector al que se le pueda recomendar sin titubeos. Parece un libro de género, pero ¿de cuál exactamente? En 1987 obtuvo el World Fantasy Award, pero obviamente no se trata de una fantasía al uso, dícese El Señor de los Anillos o Juego de tronos. Süskind recrea con una brillantez insultante cada miasma, aroma, pestilencia y fragancia del dieciocho, pero los personajes no piensan y actúan de manera que aprendamos cosas relevantes de esa época, por lo que tampoco es ficción histórica en sentido estricto. La odorífera atracción que Grenouille experimenta por las vírgenes tiene su puntillo sensual pero, sin una mera escena de cama, es invendible como literatura erótica. Hay crímenes, asimismo, y al por mayor, pero ni de lejos asustan como los de los cuentos de horror, ni dan pie a la trama detectivesca habitual de las historias de misterio.
Lo más curioso (hablando como hablamos de un libro que se vende hasta en el Carrefour de la esquina) es esto: El perfume es un producto literario intencionadamente sofisticado, un iceberg de papel que no puede contemplarse entero desde la superficie. La obsesión con el fenómeno nazi ha marcado a casi todos los autores alemanes de la posguerra, y Patrick Süskind estuvo doblemente expuesto a la infección porque su padre, también escritor, dedicó toda una colección de ensayos a analizar cómo usaban el lenguaje los ideólogos del III Reich. Con su ayuno en el desierto, una última cena y la cruz en el cadalso, Jean-Baptiste Grenouille es un anticristo de postal, pero sobre todo una parodia, o alegoría, o avatar (elegid vosotros el nombre) de cierto bigotudo tirano austriaco. El texto da pistas suficientes para llegar a esta conclusión por uno mismo; por contra, hay un aspecto importantísimo de la novela imposible de detectar salvo que la leas en versión original y te sepas de memoria (entre otros) a E. T. A. Hoffmann, Baudelaire, Goethe, y los poetas del Romanticismo germano en general: es un pastiche, a veces flagrante, de ideas y textos de las más variadas fuentes que os podáis imaginar. Uno de los primeros sabelotodo que cayó en la cuenta, el crítico Gerhard Stadelmaier, acusó a Süskind de “robar el perfume a los poetas muertos como Grenouille le roba el perfume a las pieles muertas”. Lo cual es tan cierto como que Süskind hilvana esos retazos con la misma pericia, e imperceptible suavidad, con que su parfumeur mezcla el azahar, la bergamota y el jazmín para destilar sus imbatibles fragancias.
Porque esa es la cosa. El perfume de Süskind huele de fábula, e importa poco si la procedencia de los ingredientes es lícita del todo o cuál es la fórmula secreta que los combina. Huele un tanto amenazante y un poco cómico, como a sombras chinescas; hay algo hipnótico en su aroma, que te hace percibir lo que va aconteciendo como recubierto de una pátina surreal. El perfume te cautiva, y no sabes por qué; sin esfuerzo, sin pretenderlo, sin que le importe. Y así se cierra un círculo: ¿en qué consiste el don de la seducción, por qué unos pocos lo poseen, el resto no? Ese es el grial en cuya búsqueda se embarca Grenouille, y la essence absolue, Hitlers y Goethes aparte, del propio libro.
Circula una leyenda sobre Patrick Süskind. Ya en sus tiempos de colegio habría anunciado a sus compañeros que escribiría una novela grandiosa, se haría famoso, y no escribiría nada más. Cierta o no, acabó siendo premonitoria: vive oculto como un ermitaño, y hace décadas que no concede entrevistas ni se deja fotografiar. Como si el olor de la especie humana le resultara tan insufrible como a su inodoro villano.
El perfume
Das Parfum (original en alemán)
La música no huele a nada, por lo que es de suponer que Grenouille será tan insensible a ella como a las emociones humanas. Nosotros no lo somos, así que imaginémonos, por un momento, en el París de Grenouille, entremos a una de sus iglesias, y oigamos la música que estaría interpretándose en un día como este. La sobaquina de la grey amontonada, macerada con el incienso, debía de ser un espectáculo, así que no nos quedaremos mucho rato, el preciso para escuchar un concierto de Navidad que es, también él, un verdadero espectáculo.
El concerto grosso es una forma instrumental barroca en la que un grupo reducido de músicos, el concertino, integrado por lo general por dos violines, el chelo y el clavicémbalo, se contrapone al resto de la orquesta, o ripieno. Arcangelo (qué nombre tan apropiado) Corelli no fue exactamente su inventor, pero sí quien lo popularizó, y entre los de formato navideño el más célebre, de los suyos y de los demás, es el que hace ocho, “fatto per la notte di Natale”, de su opus 6. La obra entera es un prodigio de vigor expresivo, profundidad emotiva y armoniosa belleza, y el mérito es todavía mayor si se tiene en cuenta que Corelli componía de un modo muy práctico, sin grandes exigencias técnicas, para que sus obras fueran accesibles a intérpretes de muy variado estándar. Imposible, sin embargo, no destacar el tercer movimiento, con su adagio a dos aguas, dulce como la miel, refrescado entremedias por un allegro breve pero brioso, y la pastoral final. Esto de lo bucólico ha sido abordado de muchas maneras en el canon clásico (¿recordáis estas obras de Fauré y Beethoven?) pero en el presente contexto designa a un movimiento de tempo moderado en el que la melodía se ejecuta en tercios (es decir, do se armoniza con mi, re con fa y así sucesivamente) y que evoca la música tradicional que interpretaban en estas fechas los pifferari, una especie de gaiteros del sur de Italia. Cabe puntualizar que, aunque acomodadas por la liturgia cristiana en la vigilia de Navidad, no está claro si la inspiración de estas piezas, que se remonta al Renacimiento, es de carácter profano o religioso. El Mesías de Händel y el Oratorio de Navidad de Bach incluyen dos de las pastorales más sonadas de la época, pero la de este concierto no le va a la zaga: Einstein la consideraba “el equivalente musical a la Natividad de Botticelli”.
Concerto op. 6 no. 8 / Arcangelo Corelli
Concerto op. 6 no. 8 / Arcangelo Corelli
Orquesta: The English Concert; dirección: Trevor Pinnock
Qué menos que un guiño al Barroco francés, aunque sea como encore. A lo mejor el nombre “Marc-Antoine Charpentier” no os suena mucho, pero hay un fragmento de su Te Deum que habéis oído millones de veces, la sintonía de Eurovisión. Aunque Charpentier no escribió concertos como tales, su colorista técnica compositiva se basa igualmente en el enfrentamiento de grupos instrumentales asimétricos. Su música sacra es una sugerente mezcla de lo pío y lo secular, del gusto local con las tendencias internacionales, y su Nöels sur les instruments, consistente en villancicos populares arreglados al estilo de danzas, es uno de sus trabajos más vistosos. De todos ellos, “Or nous dites, Marie” es mi favorito, y por una considerable diferencia.
Or nous dites, Marie / Marc-Antoine Charpentier
Or nous dites, Marie / Marc-Antoine Charpentier
Orquesta: The English Concert; dirección: Trevor Pinnock
Y como despedida definitiva, antes de que el olor a humanidad os intoxique del todo, otra sublime “Pastorale per il Santisimo Natale”, esta del concierto número 12, opus 3, de Francesco Manfredini, un músico del que sabemos muy poco, y posiblemente sabríamos todavía menos, de no ser por esta composición. Es una obra ya del Barroco postrero, en la que puede observarse la transición del concerto grosso al puramente instrumental, y que anticipa el estilo galante y sentimental del preclasicismo, aunque sin renunciar a la solemnidad que la festividad exigía.
Concerto op. 3 no. 12 – Largo / Francesco Manfredini
Concerto op. 3 no. 12 – Largo / Francesco Manfredini
Orquesta: Collegium Aureum; dirección: Franzjsosef Maierk
El olfato ajedrecístico de François-André Danican, apodado Philidor, fue casi tan abrumadoramente superior al de sus contemporáneos como el perfumístico de Jean-Baptiste Grenouille. Podrían haberse cruzado por la calle: Philidor nació en Dreux, una villa cercana a París, en 1726, solo doce años antes de que el monstruoso Grenouille se escurriera del útero de su madre en aquel hediondo puesto de pescado de la Rue aux Fers. El dominio de André Philidor fue de tal calibre que, tras apabullar en 1747 al talentoso jugador sirio Stamma (el inventor del sistema algebraico de anotación de partidas), y hasta su muerte, más de medio siglo después, siempre concedió alguna ventaja de salida a los oponentes con los que se enfrentaba. En particular, su habilidad para el juego a ciegas (podía enfrentarse exitosamente a tres adversarios a la vez) dio mucho que hablar, aunque no siempre para bien: Diderot, el gran enciclopedista, le conminó a abandonar aquellos “peligrosos experimentos” con los ponía en riesgo su talento y su cordura. Por si fuera poco, fue uno de los compositores de ópera más destacados de su tiempo en Francia (su especialidad eran las obras cómicas), hay hasta un busto suyo en la fachada de la Ópera de París.
No se conservan muchas de sus partidas y, como es natural, están lejos de los estándares actuales, por lo que el verdadero legado del Philidor ajedrecista es su revolucionario tratado L’analyse du jeu des échecs, aparecido en 1749 y del que llegarían a imprimirse más de cien ediciones. En contraposición a los intrépidos ataques que proponía la escuela italiana, personificada en el siglo dieciocho por los maestros de Módena (Lolli, del Rio y Ponziani), Philidor fue el primero en poner el acento en el juego de posición, basado en la estructura de los peones. Fue en esta obra donde dejó escrito eso tan famoso de:
En L’analyse Philidor proponía ideas, tan novedosas para la época y tan naturales para los jugadores actuales, como que las piezas deben situarse tras los peones y han de estar bien coordinadas antes de iniciar el ataque, que los peones demasiado avanzados corren el riesgo de convertirse en débiles, o que en general es ventajoso cambiar peones laterales por centrales. Los modeneses cuestionaron agriamente muchas de estas teorías, pero no consta que Philidor se enfrentara con ninguno de ellos así que nos hemos quedado con las ganas de saber qué hubiera deparado el choque. En todo caso es evidente que Philidor, una especie de Euclides del ajedrez, se adelantó demasiado a su tiempo, porque cuando otros intentaban jugar como él proponía las partidas tendían a degenerar en un fangal de maniobras sin ton ni son. Así pues, fue el enfoque más intuitivo de los italianos el que acabó imponiéndose y germinando en el ajedrez romántico; solo tras los éxitos de la escuela inglesa liderada por Staunton en la década de 1840, y sobre todo el magisterio de Steinitz, eclosionó verdaderamente el estilo posicional.
Los años no pasan en balde y el interés de L’analyse es ya más histórico que técnico, pero algunos de sus análisis de fin de partida son impecables y hay uno en concreto, de torre y alfil contra torre, verdaderamente asombroso. Por lo general este final es tablas, pero el método de defensa es difícil (Benkő lo llamó una vez “el final del dolor de cabeza”) y a poco que te duermas puedes acabar en la posición que Philidor estudió, por lo que su relevancia práctica es notable. Un reciente, y sonadísimo ejemplo, es la partida Caruana-Svidler del torneo de Candidatos de 2016 (a la postre, decisiva en el resultado final), en la que Svidler permitió a Caruana llegar a la posición de Philidor y el actual número dos mundial le devolvió la cortesía siendo incapaz de rematarla.
Es lo que tiene no conocer a tus clásicos.
Estudio de A. Philidor, L’analyse du jeu des échecs 1749
Un obsequio, el anterior final, digno del Rey Melchor. Para encontrar a nuestros Gaspar y Baltasar del día viajaremos, muy apropiadamente, al este, en concreto a Rusia, de donde eran oriundos tanto Anatoly Georgievich Kuznetsov (maestro internacional de la especialidad) como Boris Andreyevitch Sakharov.
Kuznetsov y Sakharov compusieron a dúo con cierta frecuencia, y tal es el caso del estudio que nos ocupa, que vale por dos en más de un sentido. El leitmotiv, al igual que en el final de Philidor, es el duelo alfil y torre contra alfil, y como allí las negras terminan recibiendo mate, pero la novedad es que dicho mate se produce en medio del tablero. Existe una primera versión de 1957, tan rutilante ya que consiguió la victoria en el II Campeonato Soviético de Composición. Por poner una leve pega, una de las piezas de la posición final (el rey blanco) no mueve en todo el estudio, detalle resuelto (imagino que por Kuznetsov en solitario, ya que Sakharov había fallecido años atrás) en su libro Tsveta shakmatny spektra (“Colores del espectro ajedrecístico”), donde aparece la versión que veréis a continuación. Para ser exactos del todo, en dicha versión la torre negra no está en f7 sino en f8, pero entonces 1.a6! también gana, lo que invalida el estudio (es posible que incluso 1.Ne7!? gane, porque las bases de datos Lomonosov prueban que torre, alfil y caballo ganan a torre y alfil, en contra de lo que siempre se había creído). Con mi retoque el estudio queda como los chorros del oro, tan adorable que cuando lo veáis os van a dar ganas de cantarle un villancico.
Estudio de A. G. Kuznetsov y B. Sakharov, Tsveta shakmatny spektra 1980
No era bávaro.
Muy cierto, nació en Braunau am Inn, un pueblo justo en la frontera con Baviera pero en el lado austriaco. ¡Muchas gracias por el apunte, ya está corregido!
Yo creía que El perfume era una narración muy original hasta que leí el cuento “Perra”, de Roal Dahl, cronológicamente anterior, y famoso en otros ambientes culturales, donde precisamente se postula la creación de ese perfume capaz de doblegar la voluntad humana.
En las Mil y una noches aparece el curioso cuento del rey griego y su Médico Duban, en el que, como venganza por su decapitación, la cabeza parlante del segundo asesina al primero, haciéndole leer las páginas envenenadas de un libro, que debe separar humedeciéndose los dedos. Eso fue varios siglos antes de que Umberto Eco narrase en “El nombre de la rosa” el procedimiento mediante el cual una copia perdida de un libro de Aristóteles va fulminando a quien se atreve a leerlo, a través del cianuro impregnado en el pergamino…
Efectivamente, había leído a alguien mencionar a Dahl entre las fuentes de “inspiración” de El perfume, pero desconocía el relato. Imposible, de todas formas, distinguir entre las coincidencias intencionadas y las casuales en el libro porque Süskind jamás ha soltado prenda al respecto. Bueno, sí, existe un curioso miniensayo suyo, “Amnesia in litteris”, muy irónico, en el libro Un combate y otros relatos. Básicamente, afirma que su memoria es tan mala que es incapaz de recordar lo que lee o quién es el autor. Esto, para él, es una gran suerte, porque puede escribir lo que se le antoje sin el menor remordimiento de plagio, cosa fundamental si se pretende crear algo verdaderamente original…