De lo que el mundo está haciendo, o no, para erradicar el analfabetismo, y, lo que es más preocupante, de lo que el analfabetismo está haciendo para erradicar el mundo. El debate cobra estos días especial actualidad, porque San Valentín es a un borrico lo que la luna llena a un hombre lobo.
Nunca deja de sorprenderme la capacidad de la especie humana para superar sus propios límites. Aún me acuerdo de la noche del 1 de agosto de 1996, ya muy entrada la madrugada en España, cuando Michael Johnson, con ese correr de dibujos animados que tenía (culibajo, casi echado hacia atrás, pateando el tartán como un bailaor con el síndrome de abstinencia), rebajó 34 monstruosas centésimas el récord del mundo de los 200 metros en los Juegos Olímpicos de Atlanta. Fue tal el esfuerzo que sufrió una lesión en los isquiotibiales de la pierna derecha y se perdió la final del 4×400, y con ello otra medalla de oro prácticamente garantizada. Desde lo de Bob Beamon no se había visto cosa igual, y yo daba por sentado que aquellos 19:32 seguirían vigentes cuando nacieran mis nietos. Me equivocaba. En Pekín 2008, el huracán Bolt paró el cronómetro en 19:30, e incluso bajaría a 19:19 (¡con viento en contra!) en los Mundiales de Berlín del año siguiente.
Del mismo modo, yo suponía que el legendario “miembros y miembras” de Bibiana Aído se eternizaría en los anales de la especialidad (afortunadamente, no olímpica) de la idiocia de genéro, porque, la verdad, aquello rondaba el cero absoluto del analfabetismo funcional, pero erré una vez más. Lo ha demostrado hace nada Irene Usaína Montero con su “portavoces y portavozas”, feminizando un sustantivo que ya era neutro de por sí, dado que “el/la portavoz” designa sin distinción de sexo a quien “porta —tiene— la voz”. Palabra esta última, para más inri, de género femenino, lo que descuenta otras varias décimas al sideral registro. Como en este país nos lo tomamos todo a chifla, la ocurrencia ha inflamado las redes, cuando semejante acto de vandalismo gramatical tendría que habernos encogido el corazón y hacer que nos concentráramos a miles, con velas encendidas y cantando “Imagine”, a las puertas de la RAE. No: la incultura autocomplaciente y desvergonzada no tiene nada de chistoso, y si no estáis del todo convencidos, lo estaréis cuando leáis La mujer de piedra.
A veces paso unos apuros agónicos para decir lo que necesito decir de los libros del blog sin revelar nada relevante del desenlace. Hoy no será el caso, porque la novela empieza así:
No hubo motivo ni premeditación reales; no buscaba dinero ni seguridad. De resultas de su crimen, la minusvalía intelectual de Eunice Parchman fue conocida no sólo por una simple familia o un grupo de aldeanos sino por todo el país. Con su acto, no obtuvo más que el desastre para ella y, desde el principio, en el fondo de su extraña mente, supo que nada obtendría. Sin embargo, aunque su compañera y cómplice estaba loca, Eunice no lo estaba, pues poseía la terrible cordura práctica del atávico primate disfrazado de mujer del siglo XX.
Uno de los arranques más magistrales que os encontraréis en la vida, en la literatura de intriga y en cualquier otra clase de literatura. Y de los más audaces, ya que violenta el tabú de los tabúes del género revelando a las primeras de cambio la identidad del criminal y su motivación (y unos pocos párrafos más tarde, la fecha y los pormenores del crimen). Asombrosamente, Ruth Rendell, que no se ganó sus galones de gran dama británica del noir en una tómbola, se las ingenia para que la tensión dramática no decaiga con el transcurrir la novela. Para lograrlo recurre a uno de sus gadgets favoritos, que aquí explota con particular fortuna: el azar. Su típico homicida quizá tenga una cierta tara psicológica, pero no necesariamente padece una enfermedad mental como tal, o siente una especial necesidad de matar. Es más bien la combinación de una serie casual de circunstancias y malas elecciones la que provoca el desenlace violento, y Rendell goza planeando sobre la trama como un pájaro de mal agüero, ora como narradora omnisciente, ora adoptando la perspectiva de uno de los personajes, enfatizando, con la saña preciosista de un torturador chino, los momentos exactos, en apariencia banales (una persona equivocada descuelga el teléfono, otra siente el capricho de comprarse una chocolatina, una tercera se entretiene con los pasatiempos de un diario…), en que las cosas viran para peor. Consigue así que el luctuoso clímax, como un grifo que no conseguimos cerrar del todo, esté siempre ahí, en un segundo plano: hasta que el incesante goteo, casi imperceptible al principio, acaba destrozándonos los nervios.
A sabiendas de que todo lector de novelas policiacas almacena cierta dosis de malicia en su corazón, Ruth Rendell se reserva un último as en la manga. No es que los Coverdale se merezcan lo que les ocurre, claro que no, solo que, digamos, no había necesidad de comprar tantas participaciones de la lotería de la mala suerte. En su burbuja de cristal de nuevos ricos, encantados de haberse conocido, George y Jaqueline Coverdale presumen ante sus amistades de Miss Parchman, la asistenta ideal: nunca los suelos de Lowfield Hall, su imponente mansión, brillaron con tanto lustre, nunca los delicados vestidos de la señora estuvieron tan bien planchados, y además no pone reparos a su salario insignificante. Pero hay que estar muy ciego, y ellos lo están porque les interesa, para no percibir que hay algo seriamente averiado en ese bulto simiesco, en ese rostro como de suela de zapato, en esos engañosos ojos de muerta. Si pudiera, uno se metería dentro del libro y les daría un buen par de bofetones, a ver si espabilaban. Rendell, que debía de tener la misma tirria que yo al Día de los Enamorados (una pena no haber podido publicar esto el miércoles, como era mi malévola intención), decide que la fatal apoteosis se produzca el 14 de febrero, en el justo momento en que la familia al completo se deleita, en admirable armonía, con la retransmisión de una ópera de Mozart. No es que el planeta respire aliviado tras librarse de semejante pandilla de cursis, pero bueno, ejem, eso.
La mujer de piedra, como cualquier otro libro (sobre todo si, como este, está redactado con vocación de bestseller), tiene sus detractores. No a todo el mundo complace, por ejemplo, la falta de intensidad, la frialdad casi de crónica periodística, de su estilo. Es cierto, Rendell relata el drama de los Coverdale de un modo no muy distinto a como una solterona aburrida lo comentaría con su vecina: deslizando algún chismorreo menor sobre el padre asesinado, evocando —como para compensar— lo buena y dulce que era su hijita, lamentando, con mucho énfasis —y cierto secreto regocijo—, la malísima suerte de la pobre familia, e intercalando alguna observación sobre lo bonitas que están las hortensias de la amiga. Difícilmente, creo yo, puede considerarse esto un demérito. Antes al contrario, la magnitud de la catástrofe que se avecina es tal que exige una cierta levedad en el discurso; lo demás resultaría tan empachoso como añadir leche condensada a un vaso de cacao a la taza.
Otra objeción, esta de más calado, es que ni por asomo la incultura es un factor de riesgo, por sí misma, para la psicopatía, que es la peregrina tesis que parece defender Ruth Rendell en la novela. Ahora bien, Eunice Parchman no descarrila por ser ignorante; lo hace porque milita en la ignorancia. La reforma de las enseñanzas primaria y secundaria de los ochenta, tan bienintencionada —quisiera pensar— como nefasta, que el no menos fatídico Plan Bolonia trasladó a las universidades, ha cosificado la educación de un modo escandaloso. Tener un título ha pasado de ser una oportunidad a un derecho, y como en media somos tan borricos como hace una generación, este “derecho” solo puede garantizarse reduciendo la exigencia y el esfuerzo a su mínima expresión. Aquí y allá sobreviven algunos docentes irreductibles, empeñados en mantener un cierto nivel a costa de suspender a quien haya que suspender, pero los comisarios del bien pensar ya les han cosido en la pechera un tenebroso mensaje, “fracaso escolar”, para que vayan recapacitando. (Más un corolario especialmente paradójico: lejos de paliar las brechas sociales, que es su principal cometido, nuestro actual sistema educativo las está agravando. Si reduces la enseñanza pública a escombros, ¿quién podrá costearse la de calidad?).
Entretanto el pueblo llano parece, en su conjunto, tan felizmente ignorante de lo que se cuece como los Coverdale en su palacete. De acuerdo con la encuesta más reciente del CIS, solo 7 de cada 100 españoles creen que la educación es uno de nuestros tres principales problemas, en comparación con los 15 (incluso 29 el pasado octubre) que piensan otro tanto de la cuestión catalana. Lo que viene a ser, si lo meditáis un momento, como si te fueran a extirpar un tumor del grosor de un melocotón y la secuela que más temieras es lo fea que se te quedará la cicatriz.
La mujer de piedra
A judgement in stone (original en inglés)
Visto el día en que se comete la masacre, la música tendrían que haberla puesto, por lógica, My Bloody Valentine, los héroes del shoegaze. Máxime cuando los entendidos destacan, por abrumadora mayoría, su álbum Loveless (1991) como una de las cimas del rock de siempre.
Ja. A saber con qué se endulzarán el café mañanero estos especialistas, porque lo cierto y verdad es que Loveless es un disco insoportable. El shoegaze (traducción: “mirarse los zapatos”) es una variante del noise rock consistente en superponer capas y capas de guitarras gravemente distorsionadas a voces etéreas y apenas inteligibles, generando una especie de melaza sónica en la que es casi imposible distinguir un instrumento de otro (lo de “mirarse los zapatos” se acuñó, despectivamente, para señalar que los músicos rara vez miraban al público durante sus actuaciones, más pendientes de los pedales que usaban para generar los efectos de sonido). Todo ello servido, como es de suponer, con el nivel de decibelios de una taladradora neumática. El shoegaze tuvo su momento de gloria (en el Reino Unido, básicamente) entre finales de los ochenta y principios de los noventa, pero los ruidistas no tardaron en pasarse al grunge de los Nirvana y compañía, que te dejaba sordo igual pero sin tantas complicaciones.
Tendría que estar muy zumbado para programar algo así en el blog (aparte de que disponía de un plan B perfectamente sensato) y sin embargo, mientras preparaba la entrada estos días, me he sorprendido más de una vez visitando, como a hurtadillas, Loveless. Hay algo torcidamente seductor en este álbum que te impide olvidarlo del todo, que remueve emociones que no corresponden y te obliga a volver a él de tanto en tanto, como ese adicto al sexo que, “tan solo una vez más”, regresa al barrio chino en busca de placeres equívocos y peligrosos. (Justo ahora, con el disco de fondo para ambientarme, he sentido la curiosa apetencia de tirar a mi suegra por el balcón. Influye también que por razones que no vienen al caso la tengo esclafada en casa ya un mes, pero de todas formas no es plan. Fuera disco). Clara evidencia de su potencial obsesivo es que ha sido versionado íntegro hasta en siete ocasiones por diversos artistas (debe de ser un récord absoluto en la música popular), todos, imagino, tan empeñados como yo en encontrarle explicación. Solo uno lo ha conseguido, Kenny Feinstein, con su extraordinario Loveless: Hurts to love (2013). Feinstein, que en las horas de oficina lidera un grupo medio bluegrass medio punk llamado Water Tower, tuvo la feliz inspiración de despojar las canciones del álbum de distorsiones y efectos y grabarlas con instrumentos acústicos. El resultado es anonadante, porque demuestra que el Loveless original es el asesinato a sangre fría, concienzudamente urdido (costó dos años de trabajo en diecinueve estudios diferentes y con decenas de ingenieros, la factura rondó las 250000 libras y dejó a la discográfica casi en la bancarrota) de una preciosa colección de canciones de amor. Disculpad el símil macabro (hoy tengo el día un poco raro): es como si Feinstein, al modo de un hábil operario de pompas fúnebres, hubiera acicalado los cadáveres recuperando toda su perdida y virginal belleza.
Con Kenny Feinstein quedáis en buenas manos. Algo frías, quizá, de tocar lo que ha tocado, pero buenas manos. En cuanto a mí, si no me necesitáis para otra cosa, creo que echaré un último vistazo a las fotos del atestado policial, a “What you want” tal y como fue perpetrada por My Bloody Valentine. Bien lejos de mi suegra, no tiene sentido correr riesgos.
What you want / Kenny Feinstein
What you want / Kenny Feinstein letra y traducción
De entre todas las del álbum, la “rosa de piedra” que más se ajusta a la temática del día es obviamente la disléxica “Don’t stop”, que crearon invirtiendo “Waterfall” (otro de los temas del disco) y superponiendo una nueva voz solista con frases, más o menos al tuntún, que intentan sonar parecido a lo que se oye en la cinta cuando se pone del revés. Esto de darle la vuelta a las cintas a ver qué sale es, ya lo sabéis, un poco satánico: es mucho más aconsejable disfrutar de la propia “Waterfall”, con todo su glorioso esplendor de matinal dominical, que bastante tinieblas hemos tenido ya por hoy.
Waterfall / The Stone Roses
Waterfall / The Stone Roses letra y traducción
La modesta contribución de los compositores ajedrecísticos a la tan necesaria alfabetización del mundo ha consistido en los llamados problemas letra. Como se infiere del nombre, son aquellos cuya posición de inicio tiene la forma de una de las letras del abecedario (por lo general el romano, más raramente el cirílico). El gladiador de la especialidad fue sin duda Anthony J. Taffs (1916-2005), un catedrático de Música del Albion College de Michigan que llegó a inventarse uno para cada letra. Abajo tenéis algunos de ellos, todos mates en tres (las claves, de izquierda a derecha, 1.Td6, 1.Db3 y 1.Cd7):
Sin quitarles su mérito, los problemas letra son menos difícil de componer de lo que parece (los hay a centenares en la literatura), sobre todo si te limitas, que es lo que pasa casi siempre, a garantizar que sean correctos, es decir, no incorporas ningún contenido temático y te pasas por el forro el principio de economía añadiendo cuantas piezas te convengan para completar el dibujo de la letra (en el problema “M” de arriba, por ejemplo, el peón negro en a2 es totalmente irrelevante en el desarrollo del juego).
En este contexto, un notable refinamiento es el llamado tema Hannemann, acuñado por el maestro internacional danés Knud Harald Hannemann (1903-1981), de profesión ingeniero químico (fue también director de la Biblioteca Técnica Danesa). Sus aproximadamente 800 problemas evidencian un gusto especial por la fusión de temas y las subpromociones, aunque el tema que lleva su nombre no tiene nada que ver con esto: el reto consiste que en aparezcan letras no solo en el principio del problema sino también en su desarrollo. El tema aparece, por vez primera, en un problema que Hannemann compuso para homenajear a la escuadra danesa por su medalla de plata en las Olimpiadas de Londres de 1927, las primeras que se celebraron. Es, verdaderamente, el colmo del ingenio, porque Hannemann se las apaña, sin ningún material superfluo, para producir las iniciales de los apellidos de todos los miembros del equipo.
Problema de K. Hannemann, Skakbladet 1927
Dando por hecho que os quedaríais con ganas de más, he redondeado la sección con un mate en 4 de otro maestro internacional, el estadounidense Edgar Holladay (1925-2003), cuya foto tenéis a la derecha. Fue editor de la sección de problemas de American Chess Bulletin de 1949 a 1963, año en que fundó US Problem Bulletin. El problema cumple a duras penas con las estipulaciones del tema Hannemann (una “I” mayúscula se convierte en minúscula), pero su sabrosísimo contenido lo compensa con creces: acata los principios de la escuela lógica, usa el truco de la desaparición y el mate, más que apropiadamente, es i…deal.