De diversas circunstancias y vicisitudes que atañen al ministerio sacerdotal. De curas rojos y contrarrevolucionarios, de los que ejercen de menos, y los que ejercen de más. Y novedades sobre el refinado entrenamiento al que se somete a la curia cardenalicia.
A lo peor he metido la pata con lo de hablar de mis libros fetiche. A riesgo de ponerme un poco místico, esta es la lógica del dilema. ¿Cómo estar seguros de que nos ha cundido vivir la vida? Si lo computamos en términos de cantidad y densidad de momentos memorables, y no habiendo viajado a la Luna o inventado la lavadora, todo suma para llegar al aprobadillo, incluido nuestro santuario de lecturas míticas. La memoria es caprichosa y, sin darnos cuenta, tendemos a aplicar un cierto photoshop mnemónico según nos autoconstruimos como personaje, cosa comprensible porque a nadie le gusta parecer un adefesio en los retratos. El problema de las remembranzas literarias es que son verificables. ¿Y qué pasa si relees una novela de esas míticas tuyas, y no asoma por ningún lado lo que demonios fuese que tanto te impactó en su día? No tiene por qué ser culpa de nadie: aunque no mutamos en lo íntimo, la experiencia permea inevitablemente nuestra percepción de las cosas del mundo, y no da lo mismo leerse El proceso antes o después de haber litigado con Movistar año y medio para recuperar una cuota mal cobrada. Lo que importa es que el daño está hecho, y es irreversible. Como un absurdo amnésico que intenta enamorarse de nuevo de la desconocida con la que está casado: así acabáis tú y tu otrora mítico libro.
De ahí la zozobra con que desempolvé Don Camilo de mi biblioteca, donde llevaba cuarenta años durmiendo el sueño de los justos. Mi deteriorado disco duro cerebral apenas retenía la siguiente información: Un cura de pueblo y el alcalde comunista, a cual más bruto, se pasan la vida enredados en trifulca tras trifulca. En realidad todo es bastante amable, y la novela está escrita con un sentido del humor muy peculiar; aunque lo más peculiar, con diferencia, es que el Cristo del altar mayor, que es de lo más enrollado, habla de vez en cuando con el cura. Eso sí: a mitad o así del libro, un cierto nubarrón de tristeza se cierne sobre el pueblecito, y el desenlace, que incluye un asesinato sin resolver, bordea lo ominoso. Esto ultimo, desde luego, desconcertó muchísimo al crío que yo era entonces, más acostumbrado a las aventuras de Los cinco y los cómics de Astérix que a otra cosa, pero era el precio a pagar por fisgar en la fascinante y peligrosa literatura de los mayores. ¿Mi veredicto tras la relectura? Que el Cristo de don Camilo ha debido de obrar un milagro, porque todo sigue exactamente igual que como lo dejé: la retranca de Guareschi es potentísima, el crucificado es un fenómeno, y es verdad que la historia vira paulatinamente hacia lo crepuscular. Con la diferencia de que ahora entiendo el porqué de los nubarrones, y me doy cuenta de que Don Camilo, en realidad, es mucho mejor libro de lo que recordaba. ¡Hosana!
Contextualicemos. En marzo del ’48, a las puertas de unas elecciones trascendentales, Italia es un polvorín fracturado en dos bandos antitéticos. De un lado está el Frente Popular de Izquierdas, liderado por el Partido Comunista Italiano y financiado por la Unión Soviética, que intenta sumar el país transalpino a su lista de estados títere; del otro la Democracia Cristiana, que naturalmente cuenta con el apoyo de la Santa Sede (que llega al extremo de declarar “pecado mortal”, susceptible de excomunión, votar a los comunistas) e incluso de la CIA. Es obvio de parte de quien estaba Guareschi, un periodista de profundas convicciones religiosas que desde las páginas de Candido, un semanario satírico que había fundado él mismo, llevaba tres años atizándole al PCI por activa y por pasiva. Justo en esas se publica Don Camilo, una novela ambientada en un villorio perdido en el valle del Po, gobernado por los rojos pero donde resiste irreductible una fuerza de la naturaleza con sotana. Lo normal hubiera sido pintar al alcalde Peppone con cuernos y rabo, y adornar al párroco con todas las virtudes cardinales y teologales, pero resulta que don Camilo es embustero, iracundo, liante y cabezota, en tanto que el alcalde, no siendo precisamente una lumbrera, tiene un corazón del tamaño de un barril. Qué fabuloso contrasentido: en las vísperas del Juicio Final, Giovanni Guareschi, el azote del diablo bolchevique, ha concebido una historia de reconciliación, sin buenos ni malos, sin vencedores ni vencidos, donde dos personajes en las antípodas ideológicas acabarán por converger en un espacio sin color político, el del alma humana y sus necesidades.
En los cuarenta breves capítulos de la obra, Guareschi explota una y otra vez la misma fórmula. Primero presenta la situación que da pie a la polémica (una huelga de jornaleros, la compra de una campana, una noche de caza furtiva), luego tensa las posiciones frente a la misma, de manera que parezcan irreconciliables, y acaba resolviéndolas mediante una especie de síntesis en que la doctrina se subsume a la conciencia del hombre de bien. “El bautizo” es un episodio particularmente logrado: Peppone aparece en la iglesia empeñado en que su recién nacido sea bautizado como “Lenin Libre Antonio”. (En la parroquia de don Camilo los izquierdistas también van a misa; y los que no, no porque no crean, sino para fastidiar a Dios). Sin inmutarse, el sacerdote le espeta: “Que te lo bauticen en Rusia”. Peppone, que también es terco como una mula, insiste y no tardan en liarse a trompadas, pero en el cuerpo a cuerpo no hay quien le tosa a don Camilo. “Que sea entonces Camilo Libre Antonio”, gruñe Peppone resignado. “No hombre, llamémoslo Libre Camilo Lenin: con un Camilo cerca, los tipos como ese no tienen nada que hacer”.
Se infiere que el camino hacia el entendimiento solo puede cimentarse en una justicia a ras de suelo, sin dogmas ni consignas, que atienda y dé respuesta a los problemas de la gente sencilla, el campesino que sobrevive de la tierra, el ganadero pendiente de sus reses. En esto se inspira el segundo, bendito desatino de Guareschi: el Cristo parlante del altar. Algunos comentaristas de la época mostraron su desagrado ante tan estridente irrupción de lo sobrenatural, en un relato que no deja de ser eminentemente costumbrista. Y no obstante, la columna maestra que sostiene a la obra entera es este Jesús desprejuiciado y apolítico, negociante y socarrón (“las manos fueron hechas para bendecir”, amonesta en una ocasión a don Camilo, como siempre de pendencias con Peppone; “¿y los pies?”, pregunta el otro; “vale”, le responde, “pero por favor te lo pido, un puntapié y basta”), encarnación de la justicia simple y sin dobleces que reclama la gente de a pie.
Giovanni Guareschi era un tipo que no se casaba con nadie (de hecho, su empeño en destapar las vergüenzas de algunos jerifaltes de la derecha le acarreó gravísimos problemas, incluida la cárcel) y seguro que de ingenuo no tenía ni un pelo. Más allá de la chirigota, avanza con la historia una marea de odio soterrado que ambos sansones contienen a duras penas; al cabo ni siquiera ellos, con toda su fuerza, podrán evitar el desbordamiento. El libro concluye con una escena infinitamente tierna: don Camilo y Peppone se reencuentran en la vicaría y, tras el consabido intercambio de improperios, se rearman de esperanza, desde lo que los une, para la batalla que se avecina; una batalla sin fin porque tampoco lo tiene la mezquidad que se retuerce en las entrañas de muchos hombres. Con las iglesias semivacías, y el comunismo disperso en un océano de siglas, puede que los rifirrafes del cabestro ensotanado y el cabecilla proletario le huelan a naftalina a algunos. Yo les recomendaría enchufar el telediario y ponerse al día de los extremos de demencia criminal a los que ciertos caudillos y ayatolás están llevando a medio planeta.
Don Camilo
Don Camillo (original en italiano)
Si lo que me pedís es una media aritmética de don Camilo y Peppone, lo que vendría a corresponderse con el típico “cura rojo”, a lo mejor podría ser Antonio Vivaldi el hombre adecuado para el puesto, pues ese es precisamente el sobrenombre (“Il prete rosso”) por el que se conoció en su tiempo al célebre músico veneciano. Admito que la conexión está un poco traída por los pelos, y nunca mejor dicho, porque el rojerío de Vivaldi se limitó a su lustrosa melena bermeja, que en el retrato parece insinuarse bajo la clásica peluca de la época. Si nos ponemos finos, tampoco su ministerio dio para mucho; aunque a los veinticinco años fue ordenado sacerdote, tan solo doce meses más tarde logró que se le dispensara de dar misa, aquejado de una cierta “opresión en el pecho” que algunos han interpretado como asma, y que sin duda tenía una agravante importante de alergia al púlpito. Sea como fuere, su presunta mala salud no le impidió viajar por Europa, ejercer de empresario ocasional, retozar con alguna que otra pupila (o eso decían las malas lenguas) ni, desde luego, componer: firmó alrededor de 770 obras, incluyendo cuarenta y tantas óperas y más de cuatrocientos conciertos; entre estos, como bien sabéis, los archifamosos de Las cuatro estaciones.
No hay mucho que decir de Las cuatro estaciones, si es que hace falta decir algo. Es una obra tan obviamente extraordinaria que todo el mundo la tiene en casa, aunque la música clásica le importe un rábano. Y sin embargo, hay vida en el catálogo del italiano más allá de Las estaciones; de hecho, fue L’estro armonico (se podría traducir como la “inspiración” o el “capricho” armónico), una colección de doce conciertos aparecida en 1711, esto es, catorce años antes, la que le hizo famoso entre sus contemporáneos, llegando a convertirse, y no me paso, en la publicación más influyente de todo el Barroco musical.
Tampoco es que Vivaldi inventase la pólvora con L’estro armonico. El ritornello, por ejemplo, que es el rasgo más característico de su música (básicamente consiste en que una parte recurrente, a cargo de toda la orquesta, se alterna con episodios interpretados por solistas o grupos de solistas, repitiéndose este diálogo varias veces en la pieza), era ya bien conocido por los maestros venecianos del siglo anterior. Pero hay un colorido y frescura en los compases de Vivaldi, una energía rítmica, una intensidad y sensualidad melódicas tales, que estos conciertos, que transitan por una gran variedad de modos y formas, devinieron en estándares, y sirvieron a sus sucesores como patrones sobre los que moldear sus propios estilos.
El penúltimo del lote dejó a sus colegas particularmente estupefactos, y todavía hoy es fácil darse cuenta del porqué. Las hostilidades se desatan nada más empezar, con un duelo a cara de perro entre ambos violines y un “aquí estoy yo” del chelo que, tras una breve recitativo, más que nada para recuperar el aliento, se resuelven con una fuga demoledora con la que el cura pelirrojo calló la boca a los críticos que acusaban a sus composiciones de más vistosas que verdaderamente sólidas. El movimiento lento, al estilo siciliano asociado por lo general con los ambientes bucólicos, revela una tensión que de pastoril no tiene lo más mínimo. En el último allegro recibimos al fin nuestra necesaria dosis de ritornello, recuperándose el talante peleón con que se abrió la composición. Cuando traigo música clásica al blog me quedo con un solo movimiento de la obra escogida, pero últimamente me prodigo por aquí menos de lo que debiera, y al cabo no son ni diez minutos en total, así que os dejaré disfrutar el concierto entero.
Y bien que merece la pena: fue música como esta, de tan sostenida intensidad, la que obligó a los compositores a replantearse el modo en que una obra instrumental debía encararse, la que puso sobre el tapete la idea de que la orquesta podía rivalizar con la voz como vehículo de música profunda o relevante. El propio Bach quedó tan impresionado con L’estro armonico que transcribió a diversos instrumentos seis de los conciertos, el undécimo entre ellos. No hay en el mercado bendición superior a esta, y que me perdone el Cristo de don Camilo.
L’estro armonico, concerto no. 11 / Antonio Vivaldi
L’estro armonico, concerto no. 11 / Vivaldi
Violines: Iona Brown y Roy Gillard; violonchelo: Kenneth Heath; orquesta: Academy of St.Martin-in-the-Fields; dirección: Neville Marriner
Es una lástima que ya os contara en su día la anécdota del mate de Saavedra, porque vendría pintiparada para la entrada de hoy. Así las cosas, saldré del paso mostrándoos el tema romano, aunque en realidad no tenga mucho de eclesiástico: sus inventores, los problemistas alemanes Johannes Kohtz y Carl Kockelkorn, lo bautizaron así como homenaje a Augusto Guglielmetti, uno de los fundadores de la Federación Italiana de Ajedrez. Kohtz y Kockelkorn presentaron el tema en un problema publicado en Deutsches Wochenschach en 1905, y aquí al final todo el mundo acabó fundando algo, porque el problema que inagura la escuela lógica de composición es precisamente este. (Más tarde se descubrió que H. E. Kidson había anticipado el tema en un mate en 3 publicado en Cassell’s Family Paper en 1858, pero tras la composición de Kidson, al contrario que la de Kohtz y Kockelkorn, no había ninguna intención programática explícita. En este sentido Kohtz y Kockelkorn sí son los Rómulo y Remo de la historia).
En un problema sobre el tema romano, como en cualquier otro de la escuela lógica, hay una fase preliminar cuyo objeto es debilitar la defensa que de primeras frusta el plan de mate principal, o temático, de las blancas. En un romano, dicha defensa está a cargo de una pieza negra, la pieza temática del problema, y en el juego preliminar una amenaza de mate distinta a la principal ejerce de “señuelo”, obligando a la pieza temática a desplazarse a otra casilla. Desde su nueva ubicación la pieza sigue defendiendo el mate principal, pero no tan bien: tras el ataque y la defensa temáticos un tercer mate, distinto de los dos ya mencionados, aparecerá sobre el tablero. En el problema de Kohtz y Kockelkorn, un mate en 4 cuya posición inicial tenéis abajo, las blancas planean llevar su dama a e2 con la intención de seguir con Ad3 y Dc2#. Sin embargo, la pieza temática (el alfil negro) lo evita: si 1.De2? entonces 1…Ag5! 2.Ad3 y ahora 2…Axe3!. Por tanto las blancas juegan primero 1.Cd6!, y ante la amenaza 2.Ne4# las negras no tienen nada mejor que 1…Bxd6. Siguen 2.De2 y 2…Af4, así que 3.Ad3? todavía falla por 3…Axe3!, pero tras 3.exf4! Rxd4 la imprevista 4.De5# finiquita el problema.
Para ser el segundo jamás publicado, el romano de Kohtz y Kockelkorn es sin duda espléndido, pero ya ha pasado bastante agua bajo el puente y los compositores han ido enriqueciendo el tema con nuevos aditamentos. Mi ejemplo favorito se debe a Michel Meynsbrughen, un programador y fotógrafo belga al que no sé si describir como un apóstata de la composición: no responde a preguntas sobre su carrera ajedrecística y ha retirado de Internet una página donde mostraba sus problemas. Refinando una idea de André Chéron (Journal de Genéve 1936), Meynsbrughen se las ingenia par dar una finísima vuelta de tuerca el tema romano: el debilitamiento de la defensa propiciado por el juego preliminar es tan leve que, ejecutados el plan principal y la correspondiente defensa, sigue sin haber mate. Hará falta otro señuelo romano que afloje la defensa un poco más de modo que, ahora sí, tome cuerpo el tercer y definitivo mate.
Yo creo que a los de la curia vaticana los entrenan con problemas como estos.
mmm… Me dio curiosidad… ¿habrá alguna chica que tenga acreditados problemas de ajedrez de tipo artístico … y/o música como la de Vivaldi y compañía…?
Saludos desde Caracas-Venezuela.
Hola Mayela,
Pues alguna hay, aunque no abundan. Con diferencia la problemista más famosa ha sido Edith Helen Baird (1859-1924), que firmaba sus problemas como “Mrs. W. J. Baird”; llegó a componer unos dos mil. En cuanto a música barroca no sé, pero Clara Schumann (la esposa del célebre compositor del mismo nombre) es definitivamente digna de mención. ¡No descartes que algún día la escuchemos en el blog!