En general el odio es una pasión enfermiza y reprobable, pero caben excepciones. Odiar el despertador, por ejemplo, entra dentro de la lógica, y detestar la lencería sado-maso tampoco es pecado. Aunque, pensándolo bien, ¿puede haber algo más aborrecible que sacudir un termómetro para que le baje el mercurio?
Yo lo llamo el síndrome M.G.B., aludiendo a esa pueril hambre nuestra de superhéroes que den color al tedio del día a día. El deportista que acumula récord sobre récord; un niño prodigio que compone sinfonías; el memorioso que te recita de corrido los cien mil primeros decimales del número pi. Es un placebo, me parece, contra la frustración de madurar e ir asumiendo la negrura de un mundo donde la magia brilla por su ausencia. En su versión más extrema y fascinante, el ciclo se completa y acabas creyendo, de corazón, que los superhéroes existen, o al menos existieron hace siglos. La gente lo llama entonces fe religiosa, pero reconoced que “síndrome M.G.B.” (por Melchor, Gaspar y Baltasar) es muchísimo más exacto.
Si hay algo en lo que nuestros imaginarios semidioses son expertos es, por definición, en hacer genialidades. Por ejemplo, pasa una cosa curiosa: en cuanto decides que tal o cual libro merece ingresar en tu panteón de “obras maestras”, adquiere la cualidad de la perfección absoluta; y hasta en las erratas crees vislumbrar pistas en clave de algún prodigioso propósito del no menos prodigioso autor. Debéis ser conscientes de que todo esto no es más que un efecto secundario del síndrome M.G.B. Por irnos a un caso reciente y obvio, Cumbres Borrascosas es una obra maestra; y sin embargo no es una obra de genio en modo alguno. Simplemente, Emily Brontë dio rienda suelta a todo el romanticismo perverso que llevaba en las entrañas y aquello le salió bastante por casualidad, igual que podría haber parido el esperpento del siglo.
La naranja mecánica es otro notable ejemplo de obra maestra por chiripa. O más exactamente, por amputación. Es divertido leer a Anthony Burgess justificarse acerca de su criatura, el libro que (por muchísima diferencia) más dinero y fama le brindó, porque el asunto le incomodaba sobremanera; algo así como si una madre temerosa de Dios tuviera que explicarle, a sus amigas del club parroquial, que su hijo regenta con éxito una cadena de lencerías sado-maso. Si habéis visto la grandiosa película de Kubrick ya sabéis de qué va el tema, porque el cineasta fue muy fiel a la novela. Aquí tienen un resumen telegráfico los que no. En un cercano y distópico futuro, un adolescente llamado Alex y sus tres compinches Pete, Georgie y el Lerdo, ocupan las horas libres en los siguientes entretenidos quehaceres, sin particular orden de preferencia: apalear a ancianos, saquear estancos, violar niñas y partirse la cara con alguna que otra banda rival. Un día la cosa se les va de las manos y Alex es apresado y condenado a una severa pena, que podrá acortar si se somete a un novedoso experimento de reacondicionamiento de la conducta, cuyo fin es crear un sujeto físicamente incapaz de ejercer e incluso imaginar la violencia. Pero hay efectos secundarios: si te resulta imposible odiar, ¿cómo podrás, entonces, amar?
Es el Dilema por antonomasia, la Madre de Todos los Debates: ¿debe supeditarse el libre albedrío al bien común? Nunca es mal momento para replantearse el asunto, especialmente ahora que el cáncer del ultrapopulismo se extiende por Europa, y los ingleses han puesto en jaque la aventura política más disparatada, idealista, romántica y emocionante que ha conocido la civilización occidental. La posición de Burgess es radicalmente libertaria, lo que le honra, porque su esposa fue violada en la Segunda Guerra Mundial por unos desertores y perdió al hijo que esperaba. Pero el Infierno esta empedrado de buenas intenciones y La naranja mecánica, como novela de tesis, es un fiasco. Sencillamente, Burgess sucumbe (y sus lectores sucumbimos con él) a la transparente y gozosa maldad de Alex, por lo que no hay margen real para la controversia ética. No es de extrañar que el obvio regodeo del libro en la violencia, reconocido por el mismo Burgess y amplificado por el monstruoso talento visual de Kubrick, suscitara en su día un escándalo tan considerable.
Por suerte, hay una naranja mecánica que no es una novela de tesis, aunque no porque Burgess no lo intentara, y aquí es donde yo me luzco y os cuento lo de la amputación. Existe un último y extrañísimo capítulo final, donde el escritor pega un brusco volantazo e intenta, con eficacia nula, reconducir el relato al plan inicialmente previsto. Su editor en Norteamérica, con excelente criterio (no todos los editores norteamericanos son ineptos), comprendió que ya era tarde para eso y le obligó a suprimirlo. Burgess estaba sin blanca y necesitaba el anticipo desesperadamente, así que transigió, y fue esta versión mutilada la que llegó a manos de Kubrick y sobre la que reposa, para eterno bochorno de Burgess, el mito de La naranja mecánica. Más adelante hizo valer su criterio y hace ya tiempo que el texto solo se publica “completo”, así que de alguna manera se ha vuelto una obra siamesa, presa de una curiosa esquizofrenia. Está el libro que Burgess se sentía obligado a escribir, el oficial; y luego el otro, que en el fondo (sospecho) es el que le pedía el cuerpo. Vosotros veréis si leéis o no el célebre capítulo. Mi consejo es que no lo hagáis, luego lo haréis, y luego me daréis la razón.
Si su argumentario ético resulta confuso, La naranja mecánica es gloriosa como fábula amoral, y esto ya no es por chiripa. Hay un aspecto esencial de la novela que trasciende a la película y sin el cual no estaríamos aquí de ninguna de las maneras. Para qué gastar saliva si lo podéis leer vosotros mismos:
Exactamente. Alex y sus tres drugos hablan nadsat, una asombrosa jerga futurista inventada por Burgess retorciendo palabras de varias lenguas, el ruso principalmente, y acuñando otras de su cosecha. Previniéndose contra perezosos las editoriales suelen añadir un glosario, pero el texto está diseñado para que las aprendamos paulatinamente, deduciéndolas por el contexto; seguro que las habéis identificado casi todas. Se trata de una artimaña estética muy sutil, cuyo objetivo es anestesiar los comprensibles reparos de fondo de los potenciales lectores. En otro nivel, pero igualmente fino y en la misma dirección, anotad la adoración que Alex siente por la música clásica (Burgess fue, por cierto, un consumado compositor); para rematar una jornada de fogoso rasrecear y viejo unodós-unodós, nada mejor que slusar a pleno volumen la Novena de Ludwig van.
Y así, ante dos de las pulsiones primarias del ser humano, el amor a la libertad y el amor a la violencia, Burgess voltea la balanza superponiendo una tercera, que es el amor a la belleza. Con lo que consigue, hermanos míos, llevarnos al huerto de una forma verdaderamente joroschó.
La naranja mecánica
A clockwork orange (original en inglés)
No dudo que Alex hubiera preferido a su admirado Ludwig van, pero objetivamente: si hemos de poner fondo musical a una novela que pivota entre la violencia y el slang, lo suyo es, por mucho que me duela, el hip-hop.
Por mucho que me duela, porque, ya lo dicho en algún otro momento, profeso al hip-hop un odio sarraceno. Básicamente, pienso que hay un montón de maneras más eficaces de emplear el tiempo que oír a un mamarracho del Bronx, al que le baja el calzón tres palmos de la cintura, decir que va a poner a mi novia mirando a Cuenca, o que va a jugar al beisbol con la cabeza de un poli, o que tiene tanta pasta que hasta la gasta de papel higiénico. Detesto singularmente ese gesto chorras que hacen con las manos, como cuando sacudes el termómetro para que baje el mercurio, pero sin termómetro. Más luego el infecto dialecto, auténtico asalto a mano armada a la noble lengua de Shakespeare, que no creo que entienda ninguna persona de bien en todo Estados Unidos, y no digamos los que no somos de allí. Lo más indignante, obviamente, es que ni siquiera se molestan en hacer música: basta fusilarle un sampler a algún desconocido jornalero del soul o del disco (preferiblemente sin pagar derechos de autor), que sirva de acompañamiento a sus paridas, y a correr.
De ahí que los The Roots estos me tengan tan desconcertado. Miradlos a todos, con sus trajecitos y sus instrumentos, un orgullo para sus abuelas. Y ojito a este dato: en 2013 grabaron a medias un disco con Elvis Costello; es cierto que se trata del tipo más musicalmente promiscuo de la Vía Láctea, pero sigue siendo Elvis Costello. El trabajo del que quiero hablaros es un poco anterior, Undun (2011), un álbum conceptual (¡y yo que pensaba que no se hacían cosas de esas desde los tiempos de Bowie y Pink Floyd!) que relata la breve existencia de un ficticio sicario de medio pelo. Así que hay violencia, que para eso es hip-hop y no catecismo, aunque no se la glorifica, para variar. Aclaro que el disco es un pestiño, que para eso es hip-hop, pero hay una clamorosa excepción, “Make my”, donde el protagonista, al que acaban de acribillar, ve pasar la vida ante sus ojos y se pregunta si mereció la pena. Aparte del consabido palabro aquí y allá (C.R.E.A.M. es un acrónimo de “Cash Rules Everything Around Me”: “la pasta lo gobierna todo a mi alrededor”), el texto es eminentemente traducible y en ocasiones casi poético, pero lo que de verdad me tiene asombrado de esta canción es eso, que es una canción, sin samplers ni gaitas. Por no decir dos: está primero la melodía sobre la que rapean los MCs, luego un anonadante pasaje instrumental, donde los arrítmicos latidos del bajo relatan los últimos instantes del moribundo.
En Pat Garrett y Billy the Kid (esta la dirigió Sam Peckinpah, que de violencia también sabía un rato), el maestro Dylan ya había musicalizado, con su mítica “Knockin’ on Heaven’s door”, la agonía de un herido de bala. Aquel era de los “buenos”, un ayudante del sheriff. Salvando las pertinentes distancias, “Make my” es una puesta al día afro, urbanita y pandillera de “Knockin’ on Heaven’s door”. Odio reconocerlo, maldita sea, pero no tengo más remedio: es brillante.
Make my / The Roots
Make my / The Roots letra y traducción
Con todo, no me quedo a gusto si no me contraprogrameo un poco y añado una píldora de buena y sólida música clásica; no vaya a ser que, confusos por mi mal ejemplo, os dé por ir a escuchar más hip-hop por ahí. Me vale un apunte del propio Alex, que en el aciago capítulo final se asombra de la precocidad de “Felix M.”, capaz de escribir la obertura de El sueño de una noche de verano antes de cumplir los dieciocho. El resto de la obra —incluyendo mi fragmento favorito, el nocturno— es muy posterior, aunque no ese un detalle que deba preocuparos especialmente. Ya sabéis lo importante: nada de hip-hop, que me enfado.
Ein Sommernachtstraum – Notturno / Felix Mendelssohn
Ein Sommernachtstraum – Notturno / Felix Mendelssohn
Orquesta: Chicago Symphony Orchestra; dirección: James Levine
A todo esto, ¿sabéis qué significa “la naranja mecánica”? (Al que me responda “la inolvidable selección holandesa de fútbol de los setenta” lo despanzurro. Anthony Burgess publicó su novela en 1962). Es una expresión cockney (el argot del East End londinense), equivalente a “bicho raro”, aunque Burgess la utiliza en un sentido más orwelliano, refiriéndose al individuo que, sojuzgado por la opresiva maquinaria del estado, es incapaz de derramar el jugo y la dulzura que lleva dentro. La traducción del inglés “clockwork orange” es eficaz pero imprecisa: “clockwork” significa, literalmente, “mecanismo de relojería”.
Engranajes. Fue la primera palabra que me vino a la mente al ver los estudios de Emilian Dobrescu, un prestigioso economista rumano que llegó a secretario de Estado en tiempos del macabro Ceaușescu (quiero creer que el prestigio no le vendrá de eso). Es como si quitaras la tapadera a un despertador de los antiguos y lo vieras funcionar: ruedecillas, resortes, espirales, piñones. Moviéndose apenas, como si les diera igual, hasta que de repente va el trasto y suena. No tiene por qué ser el espectáculo más fascinante del mundo, y me temo que no soy el único que lo piensa: los tratados sobre composición que he revisado no dan prácticamente cancha a este artista, y tengo unos cuantos. No deja de ser curioso, porque Dobrescu es gran maestro de composición desde 1989, y eso solo te pasa cuando eres muy, muy bueno en este negocio.
Árido o no, ha llegado el día de reivindicar al gran maestro rumano, y lo haré con un estudio que es Dobrescu al doscientos por cien. De entrada versa sobre su tema favorito, el duelo dama contra torre más alfil, sobre el que publicó mas de una treinta de composiciones e incluso una monografía. Y, naturalmente, hay un mecanismo: hasta cuatro veces darán las manecillas la vuelta a la esfera. Por tener tiene hasta su contrapeso, como cualquier reloj de péndulo que se precie: ese peoncito negro que baja, paso a paso, por la columna e.
Y no os asustéis por lo de árido. Lo que este estudio tiene sobre todo, para tirar por alto, es jugo. A decir verdad, aquí hay vitamina C para curarle el escorbuto a un galeón de bucaneros.
Estudio de E. Dobrescu, Bulletin Centralnogo Shaxmatnogo Kluba SSSR 1966