Pues lo esencial es invisible para los ojos, aunque sean los del Pato Donald, los del tataranieto de un veterano de Trafalgar, o los de un pequeño príncipe que habita un todavía más diminuto asteroide; solo con el corazón se puede ver bien.
Cuando Antoine de Saint-Exupéry publicó El principito debió de pillar a todos sus lectores con el pie cambiado. Qué extraño que al afamado autor, ganador de premios tan prestigiosos como el Grand Prix du Roman de la Academia francesa o el National Book Award, le hubiera dado de repente por escribir (y dibujar) un cuento para niños acerca de un pequeño príncipe; un príncipe que habita el todavía más diminuto asteroide B 612 junto a una única rosa, y que, momentáneamente dolido con esta, es transportado a la Tierra por una bandada de pájaros en busca de la verdadera amistad.
Había gato encerrado, como es natural. A lo largo de incontables noches de dopaje cafetero, que invariablemente acababan con el artista derrumbado inconsciente sobre su escritorio; esclavo de una exigencia agónica e implacable que le impelía a retocar y comprimir una y mil veces sus textos, condensando páginas enteras en aforismos que la historia ha vuelto perennes, Saint-Exupéry había destilado una fábula sin precedentes sobre la amistad, sí, pero también mucho más. El principito es una carta a su esposa de amor y contrición, así como una sutil alegoría antibelicista; es incluso, si hemos de dar cancha a los exégetas más creativos, una tierna recreación de la pasión de Jesús. A decir verdad, cabe tomárselo casi como cualquier cosa excepto un cuento infantil. Viene al caso la reseña que P. L. Travers (el autor de los libros de Mary Poppins) escribió para el Herald Tribune: “…El principito brillará sobre los niños con un fulgor oblicuo. Les impactará en un lugar que no es la mente, y allí resplandecerá hasta que llegue el momento, y entonces comprenderán”.
Hermosas palabras. Condescendientes también, y si mi experiencia vale de algo bastante erradas. Yo era apenas un adolescente cuando una tarde, en la biblioteca municipal, descubrí el libro, y allí mismo lo devoré, y me emborraché con cada una de sus frases, en un éxtasis talmúdico y alucinado, conforme se desvelaba ante mis ojos el misterio de la misma existencia. Al contrario que P. L. Travers, pienso que las personas mayores (con muchísima intención, Saint-Exupéry nunca escribe “adultes” sino “grandes personnes”) deberían pensárselo dos veces antes de regresar a El principito: porque el libro podrá ser (es) muchas cosas, pero por encima de las demás es un manifiesto sobre cómo la vida debe y merece ser vivida. Y tal vez, según como hayan jugado la partida, les horrorice descubrir hasta qué punto han olvidado; y cómo su oblicuo resplandor ha desteñido.
Lo he mencionado de pasada en alguna otra ocasión: varios años antes de aquella tarde irreal en la biblioteca, me dediqué una temporada al coleccionismo de chicles. No se trataba de acumular por acumular, el reto consistía en conseguirlos de todos los gustos posibles. La industria de la goma de mascar debía de atravesar por entonces un periodo floreciente, porque reuní varias decenas; junto a las obvias fresa y menta, mi surtido agrupaba sabores tan dispares como el chocolate, la mandarina, la ciruela o el helado de limón. Realizaba batidas periódicas por todos los kioskos del pueblo en busca de novedades que añadir a la colección, que guardaba en una vieja caja de puros junto con mis cromos de superhéroes y otros tesoros, y a la que puse un candadito para que a mis hermanas no se les ocurriera meter la zarpa. Fueron meses de tarea concienzuda; y un día, cuando estuve razonablemente seguro de que no existía aroma alguno en el mercado que no estuviera en mi poder, abrí la caja y me los comí todos, uno por uno.
Hace un siglo ya que no mastico chicles, y menos los de chocolate; deben de ser malísimos para el esmalte. El mismo tiempo transcurrido, casi, desde que mi principito particular retornó al asteroide B 162 y me volví una gran persona. Releyendo el relato, treinta y muchas primaveras después de aquella primera vez, me he preguntado hasta dónde, también yo, he olvidado. Pues no lo sé, la verdad, pero resiste el tenue consuelo de una certeza: jamás olvidaré que una vez escondí un arco iris en una vieja caja de puros.
El principito
Le petit prince (original en francés)
Os parecerá extraño que justo hoy asome Elton John por aquí; y es verdad que las pintorras con que el británico se ha subido a los escenarios a lo largo y ancho de su carrera casan más bien poco con la concisa y delicada redacción del clásico de Saint-Exupéry. (Aunque hay muchísimo de donde escoger, tal vez la más apocalíptica sea aquella de 1980, en Central Park, cuando tocó ante más de 400000 personas, disfrazado de Pato Donald, el tema que estáis a punto de escuchar). Y sin embargo, rebuscando entre mis reservas, no encuentro canción tan apropiada al momento como “Your song”.
De toda la vida, los versos de las canciones de Elton John han corrido a cargo del letrista y poeta Bernie Taupin, y lo de “toda la vida” es prácticamente literal: cuando escribió los de “Your song” solo tenía diecisiete años. Se nota. Son desmañados, un poco tontos, y virginales, como todo lo que mana de un corazón sin estrenar. Si arrancarais del vuestro la costra con que lo han recubierto años de aprendizaje y desengaño, os sorprendería lo mucho que se parecen.
“Your song” fue el primer campanazo de Elton y 46 años después sigue siendo su tema más reconocible. También ha sido el más influyente; tras su aparición cantautores como James Taylor o Carole King sacaron mucho partido a este tipo de balada sentimental sustanciada en una voz prominente junto a un suave acompañamiento a la guitarra o el piano. Cuando John Lennon oyó “Your song” se quedó tan encandilado que pensó al instante: “He aquí la primera novedad real desde los Beatles”; más adelante ambos Johns, Lennon y Elton, terminarían siendo íntimos amigos. “No era más que un zorro, semejante a cien mil otros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único”, dijo el principito.
Your song / Elton John
Your song / Elton John letra y traducción
Como su compatriota Saint-Exupéry, el conde Jean de Villeneuve-Esclapon (1860-1943, descendiente del desventurado vicealmirante Villeneuve que fue derrotado por Nelson en la batalla de Trafalgar) también era un aristócrata venido a menos; y al igual que Saint-Exupéry, falleció en circunstancias dramáticas durante la segunda guerra mundial: si el avión de este desapareció en el Mediterráneo, quizá abatido por los alemanes, Villeneuve-Esclapon pasó sus últimos días en un hospital de la caridad, deshauciado y sin recursos.
Su vocación como compositor fue muy tardía (publicó su primer estudio en 1903) y su penoso final provocó el extravío de muchos de sus manuscritos, por lo que su legado, en donde predomina el tema de la dominación de una torre por una pieza menor, es algo escaso. La elección de hoy no puede ofrecer dudas. Kalandadze y Roycroft, en un artículo de 1981, citan este estudio como uno de los diez mejores de siempre, y escriben: “Tras sutiles y atractivas jugadas, aparece una posición lacónica y cristalina en la que un caballo y una torre negras son incapaces de doblegar al alfil blanco. La idea es tan paradójica que al principio dudas de que la composición sea correcta, pero las dudas pronto se disipan y lo que queda es una verdadera obra maestra del arte ajedrecístico”.
Lo cual es tan cierto en el buen sentido como en el malo, pues Maizelis demostró en Shakhmaty v SSSR (1956) que en la versión original del estudio las negras de hecho ganan. En realidad Kalandadze y Roycroft soslayan el problema eliminando las dos primeras jugadas, pero no deja de ser una lástima porque con ellas la composición es todavía más bonita e intrigante. Menos mal que en 1992 el por tantos motivos admirable Pál Benkő cayó en un detalle que hasta entonces nadie había visto: basta ubicar un principito blanco en la más inocua de todas las casillas, h2, para que se obre el milagro y todo funcione como un reloj. “He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos”, dijo el zorro.
Estudio de J. de Villeneuve-Esclapon, Schweizerische Schachzeitung 1923
Como el Platero y yo, El Principito me hicieron leerlo cursando la EGB en aquel colegio público (hoy en ruinas). Son libros muy sabios; cierto; pero, también, obras maestras de la melancolía. A través de los años, una simple frase «J´y gagne, dit le renard, à cause de la coleur du blé» me sigue haciendo llorar. No sé si eso es bueno.
En otro orden de cosas, le quiero decir que su criterio de selección parece cambiar con esta obra, con la que pasa usted de la “literatura de culto” a los clásicos, ¿no? Yo preferiría que me siguiera recomendando cosas interesantes que ignoro, si no le sirve de molestia. Un cordial saludo.
¡Hombre Hàster, comprenda que entre mis 100 libros favoritos haya algún clásico que otro…! Pero no sufra; el que tengo previsto para la próxima entrega es raro, raro…
Comentando el Mr. Blueskay de la Electric Light Orchestra, el domingo 02 de septiembre de 2012 escribió usted: «no es fácil que este blog aguante hasta Río de Janeiro 2016» https://www.musicayajedrezdediez.com/2012/09/mr-blue-sky/#comments No lo era, en efecto, y le felicito por estar aguantando. Gracias por hacerlo. Gracias por su blog.
Pues sí, casi no me lo creo. ¡Espero que de aquí a Tokio 2020 ya me haya tiempo de acabar…!
¡Y gracias a usted por seguirme!