Entre octubre de 1890 y abril de 1891 se disputó un insólito encuentro a dos partidas entre el vigente campeón mundial, Wilhelm Steinitz, y el ruso Mikhail Chigorin, que fue seguido con gran interés por cientos de periódicos en los más variopintos idiomas y elevó a cotas sin precedentes la popularidad del ajedrez en el mundo.
El asunto venía de un año atrás, a raíz de la publicación del famoso manual de aperturas de Steinitz The modern chess instructor, donde el austro-norteamericano compendiaba las bases de su revolucionario enfoque posicional del juego. Su obsesión por reivindicar los principios de su doctrina llevaba a Stenitz a veces a extremos casi delirantes, y en uno de los capítulos, “La escuela moderna y sus tendencias”, proponía como mejores continuaciones en el gambito Evans y la defensa de los dos caballos dos jugadas, por decirlo suavemente, pintorescas. A principios de 1889 Chigorin había disputado en La Habana, y perdido claramente, un match a 20 partidas contra Steinitz (los historiadores aún debaten si con el título en juego o no), que este se apresuró a describir como “el triunfo de un viejo maestro de la nueva escuela ante un joven maestro de la antigua (romántica) escuela”, por lo que cabe suponer que el ruso ya andaría un pelín picado, y las dantescas variantes del Instructor colmaron el vaso de su paciencia. Total, que el “nuevo maestro” invitó al “viejo” a disputar un minimatch telegráfico a dos partidas con las susodichas variantes, que se jugarían (simultáneamente) al ritmo de tres días por movimiento, para suprimir todo rastro de azar en el debate. Con raras excepciones, los campeones mundiales han sido personajes egocéntricos, ventajistas y trapaceros, pero la defensa de sus convicciones era para Steinitz una cuestión de honor y sin dudarlo entró al trapo. El resultado no pudo ser más desolador, no solo porque según la leyenda (probablemente falsa) la policía de Nueva York lo acusó de espionaje por enviar “mensajes cifrados” al zar, sino porque Chigorin le endosó descomunales correctivos en ambas partidas. Cualquiera de las dos merecería verse aquí, pero la disputada con el gambito Evans impresiona especialmente, porque el ruso, sin innecesarios alardes tácticos, sostiene la iniciativa con tal vigor, imaginación y precisión que ni a Kasparov te imaginas haciéndolo mejor. He intercalado un par de sabrosas anécdotas entre los comentarios técnicos, que algún premio merecerán los que leen la letra pequeña, digo yo.
El contundente desenlace del match telegráfico propició otro encuentro en 1892, de nuevo en la Habana y ya con la corona en juego, cuyo final es posiblemente el momento más trágico de la historia de los campeonatos del mundo. Chigorin estuvo casi todo el tiempo al mando del certamen; sin embargo, aunque quince años más joven que su adversario, el clima caribeño le afectó y Steinitz remontó hasta adelantarse 9-8 (ganaba el que primero lograra 10 triunfos; en caso de empate a 9 la batalla se prolongaba al mejor de 12). Llegamos así a la funesta partida 23, en la que Chigorin tenía una posición tan ganadora que, en lugar de sellar su jugada secreta, la realizó sobre el tablero esperando que Steinitz abandonara allí mismo. En realidad fue un error gravísimo, pues permitía un mate en 2 que el campeón ejecutó en el acto: se le ha llamado, con razón, “la pifia del siglo”. Chigorin se mantuvo competitivo casi hasta el final de sus días; Hasting 1895, por ejemplo, solo se le escapó en la foto-finish, y eso que en su partida contra Janowski, la penúltima del torneo, tuvo otra de sus clásicas meteduras de pata (Chigorin aprendió a jugar muy tarde, lo que seguramente explique los “apagones” que sufría con cierta frecuencia) y perdió en 16 jugadas. Sus opciones a la corona, sin embargo, se derritieron al calor de La Habana; enseguida irrumpió Lasker en escena y el pan se puso a un precio tan astronómico que durante 27 años no hubo quien lo comprara.
Chigorin nunca comulgó con la dialéctica de la “vieja” contra la “nueva” escuela. Sin duda rechazó algunos de los inflexibles mandamientos de su gran némesis, pero no tuvo problema en reconocer, por ejemplo, la solidez del centro defensivo preconizado por este, e incluso ayudó a desarrollar el concepto con la conocida variante de la española cerrada que lleva su nombre. Más que este o aquel principio estratégico, lo que determinaba el juego del maestro peterburgués era la valoración concreta de la posición, fundamentada en la intuición y la creatividad y sustanciada en el escrutinio preciso de las variantes. El análisis por encima del dogma: este es el principio cardinal del que arranca una cadena que conduce a Alekhine y luego a Botvinnik, y que cristalizaría en la más tarde conocida como escuela soviética de ajedrez. Desde este punto de vista, Chigorin fue paradójicamente un jugador mucho más moderno que el propio Stenitz.
Pero eso sería medio siglo más tarde; en las postrimerías del siglo XIX, el estilo del viejo león simplemente demostró ser más eficaz en el día a día que el de su adversario. Con su habitual perspicacia, Lasker lo resumió muy bien: “Como pensador metódico, Steinitz fue más grande que Chigorin. Sin embargo, en su comprensión de lo que es correcto, fuerte y bello en el ajedrez, Chigorin superó con creces a Steinitz”. Grekov, un historiador soviético, arrima el ascua a su sardina y abunda líricamente en lo mismo: “Steinitz fue un gramático, Chigorin un poeta. Steinitz buscaba un sistema, Chigorin un organismo vivo. Steinitz confiaba en la lógica universal, Chigorin en la evaluación individual”. Pues sí; es una pena que las semanas no consten de seis domingos y un lunes, pero es lo que hay.
Chigorin-Steinitz, match por telégrafo, Nueva York-San Petersburgo 1890/91
Gunsberg-Chigorin (match, partida 2, La Habana 1890), Steinitz-Chigorin (match por telégrafo, Nueva York-San Petersburgo 1890/91) y Pillsbury-Chigorin (minimatch, partida 4, San Petersburgo 1986).