La música: “Hide in your shell” y “Casual conversations” de Supertramp
Las Navidades de 1990 el enésimo campeonato del mundo entre Kasparov y Karpov daba en Lyon sus últimos coletazos. Por una felicísima coincidencia mi hermana Carmen llevaba un año viviendo allí, así que no me lo pensé dos veces y allá que me marché con mi macuto. (No, no he colocado aquí la sección de ajedrez por error, vosotros seguid leyendo).
Conocía las señas de su apartamento, como es natural, aunque no las tenía todas conmigo porque ella era un poco dejada para estas cosas. El caso es que me planto en la presunta puerta del piso, toco el timbre y mis peores temores se confirman: nadie me abre. El asunto se complicaba porque en aquel justo momento me aquejaban unas ciertas urgencias intestinales, así que me puse a llamar uno por uno a todos los portales del edificio dando por sentado, ingenuo yo, que de vivir allí tendría que ser hasta famosa, porque es muy extrovertida y de las que pegan la hebra con todo quisque. La mayoría de los vecinos ni se dignaron abrirme, y los pocos que lo hicieron me miraron como si les preguntara por Cristo resucitado. Total, que no me quedó más remedio que hacer de tripas corazón, nunca mejor dicho, y me senté en la escalera esperando acontecimientos. Para mi considerable alivio apareció a los tres cuartos de hora; y cuando le pregunté si es que vivía en un edificio de zombis o qué, puso cara de asco y se encogió de hombros. Al cabo el viaje mereció la pena, porque disfruté como un enano del mundial de ajedrez, pero mis simpatías por los franceses, que nunca han sido muchas, tocaron mínimos históricos, y volví convencido de que aquello de que “Europa empieza en los Pirineos” no era tan grave a fin de cuentas.
Ahora la narración da un dramático salto en el tiempo para llevarnos al momento presente, porque hace nada nuestros vecinos pared con pared durante diez años se marcharon del bloque. Sabíamos que tenían intención de mudarse porque eran algo polémicos, ella y él abogados, pero con nosotros mantenían un relación cordial, sin arrumacos, pero cordial. Se fueron sin despedirse, pero lo hemos deducido astutamente porque su coche ya no está y su dichosa perrita ya no ladra los fines de semana. Seguimos oyendo voces así que, salvo que el apartamento tenga fantasmas, hay nuevos inquilinos. No descartéis la hipótesis paranormal porque jamás los hemos visto ni sabemos nada de ellos. Así que si alguno de sus parientes llama a mi casa y me dice “¿Sabe usted si vive por aquí Fulano de Tal? Sí hombre, lo tiene que conocer, es manco del brazo izquierdo y lleva tatuado un cocodrilo en el cogote…” lo miraré como si me preguntase por Cristo resucitado. Todo lo más podría dejarle usar el aseo…
Pues sí, ya se nos han echado encima los tiempos de las caras pixeladas, los buzones de correo sin más distintivo que “7º A” o “2º B”, las contraseñas a diestro y siniestro. Los tiempos donde la gente se demora un momento cerrando el coche en el garaje o aligera sutilmente el paso para no coincidir con nadie en el ascensor. No hay mucho que desde Música y ajedrez de diez podamos hacer al respecto, salvo recuperar “Hide in your shell” de Supertramp, que me parece de más actualidad que nunca. Bien podría grabar un cedé con ella y pasárselo por debajo a la puerta a mis misteriosos vecinos, a ver si espabilan. O mejor no, no vaya a ser que estos también sean abogados y me acusen de algo raro, que buenos están los tiempos…
Hide in your shell / Supertramp
Hide in your shell / Supertramp letra y traducción
Puede que los primeros Supertramp germinaran en terrenos abonados por el prog, lo que da cierto derecho a los incondicionales de esta variante del rock a incluirlos en su nómina de ilustres. Pero los Supertramp canónicos, esos que van desde Crime of the century (1974) a …Last famous words… (1982), en absoluto pueden considerarse su patrimonio; más bien, diría yo, son Patrimonio de la Humanidad, como la Alhambra o la Torre de Londres. Un especialista musical, con mucho tino, llegó que decir que su música es que la estarían haciendo los Beatles si no se hubieran separado, y eso incluso antes de su exitosísimo Breakfast in America.
Si sois jóvenes y por hache o por be solo los conocéis de refilón, haceos de inmediato con el susodicho Breakfast in America y escuchadlo de cabo a rabo, así entenderéis el porqué de tanta hipérbole. A los veteranos no hará falta, seguramente, decirles mucho; en todo caso que rebusquen entre sus piezas menos conocidas, porque algunas de ellas (Poor boy, Downstream o Casual conversations, por ejemplo) me parecen tan estupendas como sus superhits.
¿Dijo algo alguien de los Beatles? Supertramp tuvo también un par de timoneles, Roger Hodgson y Rick Davies, pugnando por gobernar el barco. Cuando el mediático Hodgson saltó por la borda, dejando a Davies como comandante único de la nave, el grupo hizo aguas irreversiblemente, porque ambos se repartían al cincuenta por cierto las tareas compositivas. El talento musical de Hodgson ha quedado más que acreditado con “Hide on your shell”; en cuanto a Davies, ignoro si usaba garfio en sus rencillas con Hodgson, pero la citada “Casual conversations”, del mencionado Breakfast in America, deja claro que no era manco precisamente. Cuidadín con la letra: parece otra cosa, pero está específicamente dedicada (así lo reconoció años más tarde) a su colega. Cuenta nos traerá escucharla, no vaya a sentirse agraviado y nos arroje a los tiburones:
Casual conversations / Supertramp
Casual conversations / Supertramp letra y traducción
Hay bastantes más novelas con temática ajedrecística de las que la gente supone. Mi favorita, con diferencia, es Las casillas de la ciudad, escrita por John Brunner en 1965. La gracia del libro, ambientado en una futurista ciudad sudamericana, reside en que la trama, en la que dos bandos se enfrentan por el control de la ciudad, se atiene fielmente a una de las partidas que Steinitz y Chigorin disputaron en el Campeonato del Mundo de La Habana de 1892. La elección de Stenitz por parte de Brunner se antoja más que justa porque él, y no otro, es quien merece sin duda ser considerado como el primer jugador moderno de la historia del ajedrez.
En efecto, Wilhelm Steinitz (1836-1900, austriaco de nacimiento y nacionalizado norteamericano en 1888) sentó las bases de lo que hoy conocemos como teoría ajedrecística. La idea esencial es que el equilibrio del principio de la partida solo puede romperse si uno de los contendientes comete un error. La consecuencia práctica es no debe iniciarse un ataque si antes uno no ha inclinado la balanza a su favor a base de acumular, paso a paso, pequeñas ventajas posicionales; en caso contrario el defensor dispondrá de medios para repeler la embestida y se quedará con todas las bazas. El quid de la cuestión radica en definir cuáles son dichas ventajas y en cómo puede trabajarse para conseguirlas; no todas sus recetas superaron por igual el test del tiempo, pero en términos generales el impacto de su “revolución posicional” fue de tremendas dimensiones.
Lo más curioso es que Steinitz implementó su novedoso estilo casi de un día para otro. En su juventud había sido un arriesgado jugador de ataque, y así es como había derrotado a Anderssen en 1866 y se había convertido en el mejor ajedrecista mundial (descontando al retirado Morphy). Pero lejos de dormirse en los laureles, y sorprendiendo a propios y extraños, se presentó en el torneo de Viena de 1873 jugando de un modo completamente nuevo. Le costó un poco entrar en calor, pero acabó a lo grande anotándose 16 partidas seguidas (que con otras 9 de eventos posteriores hacen un total de 25, la mayor racha victoriosa de toda la historia). Ninguna revolución es aceptada de buen grado por la élite, y esta no fue una excepción: fue tachado de mezquino e incluso de cobarde. Pero Steinitz la impuso a base de fuerza bruta, ganando desde entonces hasta 1894 prácticamente todo cuanto disputó, y eso incluye 4 campeonatos mundiales: Zukertort (1886, el primero considerado “oficial”), Chigorin (1889 y 1892) y Gunsberg (1890/91). Para que su irrepetible serie de 26 matches consecutivos ganados, iniciada en 1862, se viese truncada, hubo que esperar a 1894 (Steinitz tenía ya 56 años) y a otro gigante del tablero, Lasker, que ya comulgaba sin ambages con sus teorías posicionales.
Para la partida de hoy lo he tenido tirado porque se trata de una de las más (y cuando digo “más” quiero decir “MÁS”) celebradas de la historia de este juego. Cómo será de famosa que hasta los mongoles le dedicaron un sello en 1986… Por si fuera poco, las circunstancias que la rodearon son casi tan recordadas como la partida en sí. Se disputó en la décima ronda del torneo de Hastings de 1895, el más importante de todos los celebrados en el siglo XIX y donde no faltó ni una sola de las estrellas de la época. El oponente de Steinitz, Curt von Bardeleben, de cuyo triste final ya se habló aquí en otra ocasión, permanecía invicto y lideraba sólidamente el torneo con 7½ puntos de 9 posibles. Todo lo contrario que el excampeón, que atravesaba una racha horrible y que la víspera se había sincerado con Rohda Bowles, la editora de la sección de ajedrez de Womanhood: “Oh, señora Bowles, ¿qué puedo hacer? Acabo de perder mi partida con Lasker, y eso hace cuatro derrotas seguidas, no volveré a ganar jamás… Estoy totalmente destrozado”. El día siguiente, poco antes de sentarse frente a von Bardeleben, la dama le cosió uno de sus ojales para traerle suerte; luego referiría que “el cambio en su semblante fue asombroso; su cansada expresión se transformó en la de un entusiasmado luchador”. Y en cuanto a lo que ocurrió al final de la partida, Andrew Soltis lo narra así en su libro The great chess tournaments and their stories:
Pero Bardeleben [tras la jugada 25.Txh7+ de Steinitz] no abandonó. Contempló el tablero, lanzó una mirada a Steinitz, y sin decir una palabra se levantó de su silla y se marchó de la sala. No regresó. Los árbitros del torneo buscaron a Bardeleben y lo hallarón caminando con gran enfado. No, no volvería al tablero para que ese insufrible austriaco le diera mate.
Soltis se adorna un poco porque von Bardeleben protestaba en realidad contra la mala costumbre del público de aplaudir con entusiasmo cada vez que se cerraba una partida brillante, y a juzgar por la estruendosa reacción de los espectadores cuando, consumido el tiempo de su oponente, Steinitz demostró el mate en diez jugadas que tenía preparado, no le faltaba su cierta razón. Ahora bien, ¿qué medió entre la conversación con Mistress Bowles y la extemporánea reacción del aristócrata alemán? Pues, ni más ni menos, la que acaso sea la combinación más hermosa jamás vista en el ajedrez de competición. Puede parecer una exageración, porque Steinitz apenas sacrifica una calidad y von Bardeleben ni siquiera puede aceptarla, pero el paseo de la torre por la séptima fila tiene una cualidad tan surreal y plástica que más parece fruto de la fantasía de un Liburkin o un Korolkov que el remate de una partida de torneo.
Steinitz-von Bardeleben, Hastings 1895
Conviene empezar aclarando que la partida más célebre del encuentro contra Chigorin de 1892 no es la que Brunner usó para su libro, sino la cuarta. Es célebre, entre otra cosas, porque Steinitz se la pasó casi entera maniobrando en las tres primeras filas. Cuando de repente el ataque se desata, y lo hace con una jugada de dama que parece totalmente defensiva, el efecto es equiparable al de un tsunami.
La segunda y necesaria aclaración es que nuestro protagonista no construyó sus teorías de la nada; antes al contrario, se inspiró en gran medida en los convincentes métodos defensivos de Louis Paulsen, uno de los cuatro o cinco mejores jugadores del periodo 1860-1880. Escaso o nulo agradecimiento le demostró Steinitz en Baden-Baden 1870, primero volviéndolo loco con el extravagante gambito que lleva su nombre, y luego rematándolo con un ataque al más puro estilo romántico.
Tercera y última aclaración: en los libros de estrategia no aparecen a menudo sus partidas. Se supone que a sus técnicas posicionales les faltaba todavía un hervor, y que tendría que llegar gente como Tarrasch, Lasker o Capablanca para que quedaran al dente. Pues no sé yo: en la primera partida de su match contra Sellman (Baltimore, 1885) pocas pegas pueden ponerse al modo en que le arrebata la casilla d4, instala allí su caballo, se apodera de la columna c, y acaba sumiendo a su oponente en la miseria más absoluta.