El parte médico del día viene cargadísimo: atrofias musculares, retinas agujereadas, enloquecedoras sorderas, todas las amputaciones que os podáis imaginar. Y la guerra como síntoma de la más virulenta, contagiosa e incurable enfermedad humana: la estupidez.
No hay nada malo, si lo piensas, en fantasear. Existe un momento, de supremo terror, en que cada noche recreamos fallidamente nuestra propia muerte; y no obstante, anestesiados con algún dulce ensoñamiento, nos es posible cruzar el umbral de la duermevela olvidadizos de él. El problema llega cuando toleramos que la vigilia se embadurne de quimeras, y abrasados por el insomnio tomamos por verosímiles lo que no son más que disparates. Es el momento de darse una ducha bien fría e imaginar nuevas, y menos feroces, entelequias.
Una de mis actuales fantasías es escribir una novela. Sí sí, vosotros reíros. Lo único que necesitaría es una idea. Más bien una idea descomunal, atómica, de las que vuelan al lector de su asiento cuando se las encuentra de sopetón. A lo mejor no tendría ni que esforzarme (después de todo, es una fantasía), podría tropezármela algún día de chiripa. Os diré que tales cosas, aunque improbables, no son del todo imposibles. Dalton Trumbo, por ejemplo, se inspiró para escribir Johnny cogió su fusil en una noticia del periódico: el Príncipe de Gales acababa de visitar un hospital de veteranos canadienses de la Primera Guerra Mundial, donde había visto a un soldado que seguía con vida a pesar de haber perdido todas sus extremidades y sentidos salvo el tacto. La historia de un hombre perfectamente cuerdo, sin brazos, ni piernas, ni cara, atrapado en la perfecta, definitiva y espeluznante celda de aislamiento de su propio cuerpo; eso es atómico. Con semejante material hasta yo podría escribir un libro.
Quedaría la minucia de rellenar de forma constructiva, digamos doscientas páginas, a partir de tan estruendosa premisa. Podríamos mirarla desde fuera, y armar el relato en torno a qué destino dar a este desdichado. Cabe imaginar que sería una patata caliente para sus cuidadores, en el más literal y macabro sentido; pero o apostamos por algún delirante despliegue de horror gore, renunciando a escribir algo más o menos literariamente serio, o lo centramos en el debate “eutanasia sí, eutanasia no”, y para eso, con franqueza, no hace falta despedazar tanto al pobre tipo. No; es claro hay que ponerse en la piel del protagonista, y enfocar la historia desde su perspectiva, que es… el vacío. Pero si no hay esperanza de redención o alivio, si la primera página es tan obviamente la última, ¿de qué hablas entonces?
Decir que Dalton Trumbo estuvo a la altura del reto es poco. Más bien demasiado a la altura, como los posteriores hechos demostrarían. Redactado en 1938 (si bien Trumbo ubica a Joe Bonham, su mutilado soldado, en las postrimerías de la Gran Guerra), cuando volvían a escucharse tambores de guerra en Europa, y publicado dos días después de iniciada la invasión de Polonia, el libro no podía ser más oportuno, o inoportuno, dependiendo del punto de vista que tuviera cada cual. Durante 1940, con el pacto Ribbentrop-Molotov todavía vigente, apareció por entregas en The Daily Worker, el órgano del partido comunista norteamericano (Trumbo nunca disimuló sus simpatías izquierdistas), contrario por entonces a la participación de Estados Unidos en la guerra. Tras Pearl Harbor la censura militar tomó cartas en el asunto y la novela desapareció de la circulación, lo que no incomodó demasiado al autor, entre otras razones porque los alemanes ya habían atacado a la Unión Soviética. Entonces pasó algo curioso: ciertos sectores de la ultraderecha, filonazis y antisemitas, empezaron a presionarle, haciendo campaña por su reedición. Alarmado, dio parte al FBI y le enseñó las cartas que había recibido; solo para comprender, todavía más alarmado, que los federales tenían más interés en él que en los papeles. Y en efecto, cuando el senador McCarthy inició pocos años más tarde su infausta “caza de brujas”, Trumbo estuvo entre los primeros señalados. Uno de los más prestigiosos guionistas de su época, formó parte de los famosos “Diez de Hollywood” que se negaron a testificar ante el Comité de Actividades Antiestadounidenses, por lo que fue condenado a 11 meses de cárcel y se le mantuvo, durante una década, en la lista negra (lo que no impidió que dos de sus guiones, atribuidos a terceros porque oficialmente no se le podía contratar, y por los que cobró una miseria, ganasen sendos Oscar).
Ostensiblemente una diatriba, por momentos incendiaria, contra la guerra, reducir Johnny cogió su fusil a la condición de panfleto pacifista sería una burdísima trivialización. Llama la atención, vista la temática, que apenas se describa la guerra en sí; las anécdotas del frente de batalla son extravagantes, a veces grotescamente graciosas; claro está que, disponiendo de Joe Bonham, resulta innecesario hacer acopio de carnicerías. Quizá esta novela cale tan hondo porque Trumbo, no teniendo compasión con Joe, logra hacernos sentir toda la del mundo por él. Escritos sin asomo de sentimentalismo, los capítulos donde Joe recuerda su infancia y juventud (que recrean, casi todos, vivencias del propio autor) son verdaderamente conmovedores. Trumbo aprovecha para reflexionar sobre la naturaleza del éxito y el fracaso tal y como se les concibe de ordinario en Estados Unidos, habla con gran afecto de su familia y en especial de su padre (el episodio de la caña de pescar te pone un nudo en la garganta) y reivindica, en fin, las supuestamente mediocres existencias de la gente corriente. Puede que el dinero escasee en el hogar de Joe; pero sobran dignidad, cariño por los cercanos, camaradería, por qué no goce sensual; en suma, millonadas de amor. Y así, reclutados para la causa, viviremos con el alma encogida cada pírrico triunfo del nuevo Joe (¿sabrías —querrías—, en su situación, llevar la cuenta de los días?), y cuando sea sometido a la última, y más despiadada de todas sus amputaciones, una amputación que no es del cuerpo, el libro se derrumbará sobre nuestras cabezas como un alud.
Por si lo anterior no fuera suficiente, Johnny cogió su fusil es además un alarde impresionante de virtuosismo técnico. Trumbo se mueve con soltura entre la primera, segunda y tercera personas, yuxtaponiendo el presente de Joe con tramos oníricos y flashbacks de su vida anterior, y narrando con frecuencia al modo flujo de conciencia, aunque suavizado: suprime las comas y otros signos de puntuación pero conserva puntos y párrafos. De este modo consigue aligerar el discurso, y al tiempo dar forma a una mente enfebrecida que se estrella, una y otra vez, contra los muros muertos de la carne. Desde este punto de vista no es un libro difícil de leer, pero sí lo es, y mucho, en el sentido que importa; hay demasiada valentía, y demasiada pasión en él, para que baste con la rudimentaria pose estética con que solemos acercarnos a una novela convencional. Johnny cogió su fusil es una obra abrumadora, uno de los textos de ficción más poderosos y aterradores que se han escrito; y debe acometerse con el mismo respeto, y el mismo sigilo, con que se visita un cementerio.
Y ahora, con vuestro permiso, me espera una ducha larga y, sobre todo, muy fría.
Johnny cogió su fusil
Johnny got his gun (original en inglés)
Ni el más abominablemente creativo de los torturadores podría haber concebido el suplicio del soldado canadiense en que se basó Johnny cogió su fusil, pero hubo un momento, a mediados de los dos mil, en que Paddy McAloon llevaba camino de parecérsele. Primero fue la vista. El humor vítreo empezó a contraérsele y se le fueron formando agujeros en la retina, con el consiguiente riesgo de su desprendimiento. Da grima hasta imaginárselo, y no hace tanto hubiera implicado una ceguera irreversible, pero los cirujanos se las ingeniaron para rellenarle los ojos con silicona (lo que bien pensado también da bastante grima) y no perdió la visión, aunque para leer necesita el auxilio de una lupa que lleva en todo momento en el bolsillo.
Pero esto es lo de menos en comparación con lo de su oído derecho. Un buen día (o más exactamente, un día malísimo) empezó a escuchar un insoportable pitido que se amplificaba y deformaba monstruosamente con cualquier sonido. Es una forma de sordera incurable, el tinnitus (se sospecha que es la que sufrió Beethoven), infinitamente más cruel que la convencional: como un médico, con el tacto de una ameba, le explicó a Paddy, mucha gente no puede soportarlo y se suicida. Admirablemente, ha sabido sobreponerse e incluso publicado un par de discos, tirando de decenas, dice la rumorología que cientos, de canciones que guarda en el cajón (ha sido un artista tan prolífico como reacio a visitar los estudios de grabación). En los últimos tiempos se deja fotografiar en el campo, con unas inmensas greñas y barba de ermitaño y trajes estrafalarios, con la explícita voluntad de tomarse a risa la broma menos graciosa que puede el destino gastarle a un músico: hacerle insoportable, literalmente, escuchar sus propias canciones.
Tiempos bien distintos, es obvio, a los que con su pelucón sota de bastos, y al frente de Prefab Sprout, pugnaba (con éxito) por abrirse camino en ese fangal, a veces tan sospechoso artísticamente, que fue el pop ochentero. Sin esquivar ciertos clichés del momento, a la música de Prebab Sprout la redimen sus más que satisfactorias influencias líricas (los grandes trovadores de siempre: Dylan, Joni Mitchell, Leonard Cohen, Neil Young…) y su gusto por los densos cambios de acordes de Steely Dan o Bowie, más una obsesión, en extremo sorprendente: Igor Stravinsky. Con las irregularidades que cabe imaginar, del avant-garde con hombreras de Prefab Sprout han salido algunas de las canciones más exquisitamente hilvanadas, cultas y afinadas de los últimos treinta años del pop. Este “Cruel”, de tan premonitorio título (en Swoon, primer álbum del grupo, aparecido en 1984), apunta a la asimetría de un amor pronto a marchitarse: todo parece en orden, y no obstante sientes que fuerzas ajenas, a las que combates en vano, alejan lentamente al otro de tu lado. El corazón siempre demostró un olfato finísimo para los tormentos del alma.
Cruel / Prefab Sprout
Cruel / Prefab Sprout letra y traducción
Por si el parte médico del día venía poco cargado, faltaba la miastenia gravis de Henrique Mecking, alias Mequinho, un formidable ajedrecista brasileño de los setenta que llegó a ser tercero de las listas mundiales, solo por detrás de Karpov y Korchnoi, y al que algunos anticiparon como el nuevo Fischer. Os parecerá mentira, pero fue un auténtico fenómeno de masas en su país, compitiendo en popularidad con el campeón del mundo de Fórmula 1 Emerson Fittipaldi y el legendario Pelé; hasta alguna que otra canción se escribió en su honor.
Niño prodigio, como antes lo fueron Sammy Reshevsky y nuestro Arturo Pomar, con trece años era ya campeón nacional. Con innegable buen ojo, la dictadura brasileña intuyó el potencial propagadístico del joven genio y lo apoyó económicamente; y en cuanto cumplió los dieciocho, se entregó en cuerpo y alma al dificilísimo reto de ser campeón mundial. Viniendo de un país de tan escasa tradición ajedrecística, sus triunfos en dos interzonales consecutivos, Petrópolis 1973 y Manila 1976, constituyeron un logro sin precedentes; pero no fue capaz de escalar la montaña soviética y Korchnoi primero, y Polugaevsky después, lo apartaron de la carrera hacia el título. Tanta presión tenía que pasarle factura antes o después, y al poco de empezar el Interzonal de Río de Janeiro de 1979 (tenía entonces 27 años) la miastenia gravis, una enfermedad autoinmune cuyo desencadenante parece ser el estrés asociado a factores de predisposición genética, apareció. Se trata de una dolencia que ataca al sistema nervioso y provoca un progresivo debilitamiento de los músculos; en los casos más severos (el archimillonario Onassis murió por su causa) el enfermo es incapaz de deglutir e incluso respirar. Desahuciado por los médicos, nada se supo de Mecking hasta un par de años después, cuando, para sorpresa de propios y extraños, publicó un libro titulado Como Jesus Cristo salvou a minha vida (que lleva, por cierto, ya seis ediciones e incluso se ha traducido al rumano) donde relataba su curación, aparentemente milagrosa, gracias a la oración. Su regreso a los tableros aún se demoró otra década y fue más anecdótico que otra cosa, porque su fuerza de juego ya no era comparable a la de antaño; y no obstante, hasta no hace tanto aún afirmaba que, con la ayuda de Dios, se veía en condiciones de aspirar a todo. No sé yo: vale que la fe pueda mover montañas, pero todo tiene un límite.
Incluso en sus mejores tiempos, el ajedrez de Mequinho adoleció de algunas lagunas técnicas, consecuencia de su formación autodidacta, que los soviéticos supieron explotar, y cierta falta de pegada (Fischer no ha habido más que uno). Tales defectillos se compensaban holgadamente con dos virtudes muy características de los grandes talentos naturales de este deporte: sin ser un jugador táctico, calculaba con gran precisión y tenía vista de águila para localizar esos mínimos detalles combinatorios con los que a veces se puede volcar una posición; y jugaba los finales como un verdadero artista. Hay una partida contra Mikhail Tal en Las Palmas que Mecking nombra entre sus predilectas e ilustra muy bien dichas virtudes: tras aprovechar un único despiste del letón, prácticamente en el otro extremo del tablero, Mecking exprime el final con tal finura que las piezas de su oponente acaban padeciendo no ya miastenia gravis, sino gravísima. Parece ser que, con el natural deseo de revancha de todo gran campeón, Misha comentó luego que era la primera vez que jugaba contra el astro carioca, y que ardía en deseos de enfrentarse de nuevo con él. Por desgracia el destino decidió lo contrario, y cuando el destino se empeña en algo es raro que no lo consiga.