De la conveniencia de poner una vela a Dios y otra al Diablo; pues, dependiendo de si te cruzas con un ánima del Purgatorio, un autómata endemoniado o un psicópata norcoreano, podrías necesitar el auxilio de Uno, del Otro, o hasta de los dos.
Una vez demostrado que Crónicas marcianas, aunque enorme, no es un libro de ciencia ficción, a lo mejor se os despertado la curiosidad por saber qué es, estrictamente hablando, la ciencia ficción. Esta es la definición que he encontrado en un diccionario online: “Una forma de ficción que se nutre creativamente de la especulación y el conocimiento científico en su argumento, escenario o temática”. Una historia paradigmática de ciencia ficción podría ser, entonces, algo así: La Tierra ha sido devastada por una guerra nuclear de proporciones inimaginables (escenario). No sorprendentemente, sobrevendrá una histeria anticientífica entre los supervivientes, muchos deformados por atroces anomalías genéticas: las enciclopedias son destruidas, los sabios masacrados. Un ingeniero se anticipa a este segundo desastre y funda una hermandad de contrabandistas y memorizadores de libros, que se esforzarán por preservar, aun a costa de sus vidas, siquiera unas migajas de ese conocimiento perdido (argumento). Los siglos transcurren y esas pobres semillas, muy poco a poco, arraigan. Al cabo de dos mil años, como el fénix, resurgirá de sus radioactivas cenizas una civilización todavía más poderosa que la anterior, capaz de surcar el espacio y viajar hasta las estrellas, y sin embargo igualmente insensata (temática). La guerra se antoja inminente; y si se desata, la aniquilación, esta vez, será completa y definitiva.
Eso estaría bien para empezar, aunque para que el libro fuera verdaderamente bueno se necesitarían más cosas. Unos personajes creíbles, con relieve, tan propensos a la ternura como a la crueldad; una narración tersa y viva, con la cintura precisa para arrancarnos una sonrisa y humedecernos los ojos casi en la misma página; y, sobre todo, visión para hacernos reflexionar, sin panfletos ni maniqueísmos, desde un enfoque fresco y perspicaz, sobre la miseria y la gloria de la condición humana.
Lo sé, es pedir mucho. Y sin embargo no es suficiente, no si buscamos una auténtica obra maestra, merecedora de aparecer en todo top-10 de la especialidad mínimamente fiable, de ser tan reverenciada por la crítica como el fandom, tan digna de inspirar tesis doctorales como de ganar un Hugo (el galardón más importante de la ciencia ficción, concedido cada año por votación popular); capaz, en suma, de agarrar por las tripas a todo dios (perdón por la vulgaridad, pero la entenderéis enseguida) y levantarlo a pulso. Para ello haría falta algo único, irrepetible y especial, algo que por su propia esencia no se puede pronosticar, y no obstante inmediatamente reconocible. El “algo” de Cántico por Leibowitz, que es el libro del que estoy hablando todo el rato, implica una paradoja de campeonato: es antitético a la ciencia ficción. Tan antitético, al menos, como puedan serlo (los creacionistas dirían que mucho) ciencia y religion.
La antinomia es explícita: será una orden religiosa fundada por Isaac Leibowitz, el ingeniero antes mencionado y al que se venera como un santo, la encargada de recordar el saber que el resto del mundo se obceca en olvidar. Sobre todo, la antinomia es radical. La chispa de la Iluminación prende por primera vez cuando, unos seiscientos años después del Diluvio de Fuego y la Era de la Simplificación (qué nombres), un novicio que ayuna en el desierto, el entrañable a más no poder hermano Francis, descubre, fortuitamente en apariencia, un refugio antinuclear con papeles del beato Leibowitz. Según progrese el libro, estructurado en tres partes separadas entre sí otros seiscientos años y que transcurren, en su práctica totalidad, en la abadía de la orden (“Fiat homo”, “Fiat lux” y “Fiat voluntas tua”, es decir, “Hágase el hombre”, “Hágase la luz” y “Hágase tu voluntad”: qué nombres), entenderemos que la casualidad no es tal. Pues son las indicaciones de un misterioso peregrino, que afirma ser el Judío Errante, las que conducen al hallazgo de Francis, y, como el peregrino reaparece en las otras dos partes del libro, no hay margen para la interpretación: tiene que serlo.
Y así llegamos al meollo del asunto. La idea sobre la que pivota la novela es que, con independencia de todos los cambios externos que podamos experimentar, nuestra sustancia ha permanecido inalterable desde los tiempos de las cavernas. El paralelismo con la decadencia y renacimiento que sucedieron al hundimiento del Imperio Romano, incluido el papel de la Iglesia en los mismos, es demasiado obvio como para ignorarlo: la Historia se repite. Da igual que nos armemos con arcos y flechas, mosquetes y sables, o bombas atómicas, siempre habrá conflicto, y destrucción, y muerte. Y todo es parte de un ciclo casi tan inmutable como la ley de la gravitación universal; la tecnología es irrelevante. Por tanto, más allá de lo que opinemos de esta o aquella confesión en concreto, una religión organizada puede tener utilidad práctica, como mínimo para algunas personas, pues proporciona un asidero firme en un mundo en continua agitación. Y para que ese servicio sea eficaz, debe estructurarse en torno a algún tipo de Presencia eterna, ya que sus practicantes han de recordar que hay mucho más en juego que el mezquino aquí y ahora.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Walter M. Miller formó parte de la tripulación de un bombardero que completó 55 misiones en Italia, incluyendo la destrucción de un monasterio milenario que los alemanes utilizaban como nido de ametralladoras por su privilegiada ubicación. Los remordimientos le torturaron toda la vida, provocaron su conversión al catolicismo y, cuarenta años después de publicar la que a la postre sería su única novela (dejó inacabada una continuación), acabaron empujándole al suicidio. Escribe, entonces, desde la perspectiva de un creyente, pero la humildad y honestidad intelectual con que aborda el debate son desarmantes. En ningún momento esto es tan evidente como en el excepcional pasaje, cerca del final, en que el abad Zarchios y el doctor Cors discuten, desde la compasión sincera pero posiciones radicalmente antagónicas, sobre la legitimidad de aplicar la eutanasia a personas irreversiblemente abrasadas por la radiación; intuyo que la mayoría de lectores acabamos del lado del doctor.
Entiendo que, tras lo del martes, a algunos os parecerá un sarcasmo hablar de los efectos positivos que Dios y la religión pueden tener en la gente, pero si hemos de discutir que sea con argumentos, y Cántico por Leibowitz los suministra en abundancia. Por mi parte ya opiné sobre el asunto en su momento y no tengo mucho que añadir. Tan solo diré que, por mucho espanto que nos causen las bombas de Bruselas, son un chiste al lado de las que pueden quedar al alcance del vaquero multimillonario que aspira a la Casa Blanca, las que ya controla el buitre que anida en el Kremlin, y los nuevos juguetitos del psicópata norcoreano. Que Dios nos pille confesados.
Cántico por Leibowitz
A Canticle for Leibowitz (original en inglés)
Hay un delicioso anacronismo en Cántico por Leibowitz: supone que el latín es la lengua franca sobre la que se articulará el renacimiento de la civilización cuando precisamente, en las fechas en que el libro se publicó, el Concilio Vaticano II estaba erradicando su uso del rito católico.
Como cualquier cosa en este mundo que supone un cambio, el Concilio tuvo sus partidarios y detractores, y no puede decirse que el compositor y organista frances Maurice Duruflé (1902-1986) fuera de los más entusiasmados. Gracias a los esfuerzos de los monjes benedictinos de Sulesmes, el canto gregoriano había experimentado un vigoroso renacer en la segunda mitad del siglo XIX, y en una directriz de 1903 el papa Pío X había recuperado su uso para la liturgia. Tras el Vaticano II el gregoriano, tachado de retrógado y amuermante, regresó paulatinamente a los arcones, para indignación de un Duruflé que estaba enamorado hasta los huesos de esta forma musical.
Presiento que le alabaréis el gusto cuando escuchéis lo que os he preparado. El Réquiem es la obra más apreciada de Duruflé, un artista perfeccionista en extremo que componía con cuentagotas. En ella derrama, sobre los ocres austeros del gregoriano, las coloraciones del impresionismo con muy buen pulso; en “In Paradisum”, especialmente, la sensación es tan desconcertante como irresistible, igual que si viéramos a unos flamencos planear sobre las dunas del desierto. Uno desearía que durara un poco más, pero Duruflé no esta dispuesto a despilfarrar ni una nota, como si los Salvados estuvieran impacientes por llegar a su celestial destino. Tiene sentido. Es difícil ponerse en la piel de un alma, en el improbable caso de que un alma tenga piel, pero sospecho que a mí me pasaría exactamente igual.
Requiem – In Paradisum / Maurice Duruflé
Requiem – In Paradisum / Maurice Duruflé letra y traducción
Coro: The Choir of Somerville College, Oxford; dirección: David Crown
Y como interesa poner una vela a Dios y otra al Diablo, que así se cubren todos los frentes, sabed que hay en el folclore ajedrecístico una leyenda cuyo protagonista es nada menos que el Príncipe de las Tinieblas. Aunque hay diversas versiones circulando por ahí, parece que el primer responsable de la ocurrencia fue Charles Godfrey Gümpel (1835-1921). El tal Gümpel fue un ortopédico alsaciano al que recordamos principalmente como el inventor de Mephisto, un presunto autómata que jugaba al ajedrez y que causó bastante revuelo en el último cuarto del siglo XIX, hasta el punto de ser exhibido en las Exposiciones Universales de París de 1878 y 1889; tras la segunda, fue desmontado y desapareció de la circulación. Al igual que sus predecesores mecánicos El Turco y Ajeeb, Mephisto era un timo (más adelante se supo que Isidor Gunsberg, un notable jugador que llego a disputar un mundial con Steinitz, era quien hacía los movimientos), pero hay que reconocerle un mérito a su inventor: nadie supo jamás cómo demonios funcionaba el chisme, pues podía comprobarse que el interior del muñeco estaba hueco. Lo de “cómo demonios” viene muy a propósito, y no solo por la pezuña de Mephisto (abajo tenéis un dibujo de la época), ya que la leyenda a la que me referí antes, publicada en su versión definitiva por Gümpel en 1882, “justifica” los poderes de la máquina de un modo bastante fantasmagórico.
La historieta tampoco es que dé para un Pulitzer, así que abrevio. A. es un anónimo ajedrecista tan entusiasta como negado. Una noche, mientras rumia en su estudio las razones de su última derrota, se materializa de entre las sombras Ya Sabéis Quién y le plantea una sensacional propuesta: puede convertirlo, bajo ciertas condiciones, en el mejor jugador del mundo. Para gozar de las ventajas de este, por así decir, doping metafísico, habrán de disputar un match a tres partidas (¿hace falta decir quién llevará las negras?). Si A. consigue al menos empatar una de ellas, podrá disponer como le plazca de sus servicios durante el resto de su vida; y si pierde las tres… tampoco es tan grave, porque se le garantizan riquezas materiales y un saber ajedrecístico sin igual en la Tierra. La letra pequeña es que acaso, quizás, tal vez, tendrá que hacerle algunos encarguillos que se concretarán en su momento; pero ni siquiera perderá su alma, que eso está ya muy trasnochado, y puede disfrutar de los beneficios del pacto, durante siete días, sin compromiso. Ya veis cómo ha progresado el marketing infernal desde los tiempos de Fausto. Hay apenas una cláusula adicional, que podríamos describir como “técnica”: tiene prohibido persignarse durante las partidas a riesgo de su vida; en justa reciprocidad, en el (poco probable) caso de que sea el Diablo quien haga la señal de la cruz, A. sería declarado vencedor.
Tras una semana vapuleando, para sorpresa de propios y ajenos, a todos los rivales de su club, A. sucumbe a la tentación y el match comienza. En las dos primeras partidas pasa lo mismo: cuando la salvación está a la vuelta de la esquina, el Maestro de las Mentiras anuncia mate en 7 y se alza victorioso. En la tercera y última, tras el consabido ¡mate en 7!, todo parece perdido para A., especialmente cuando su temible oponente esquiva, con una sagaz entrega de dama, una última trampa; pero en el ultimísimo momento (y nunca se usó esta expresión con mayor literalidad) sucede lo imposible y el Maligno es derrotado. Todavía con el susto en el cuerpo, A. decide no abusar de su suerte y consensúa con su rival este único favor: animará, para admiración del mundo entero, al autómata Mephisto.
Si queréis saber cómo el Diablo fue burlado no tenéis más que pinchar en el enlace de abajo, que recoge los tres mates en 7 de la historia. Los dos primeros eran problemas de Julius Mendheim y Giambattista Lolli ya conocidos; los años disculpan su tosquedad, no carente de cierta gracia. El tercero, compuesto para la ocasión por el admirablemente polifacético Gümpel, es muy, muy sabroso, y justifica el desenlace de la peripecia. Aparte de la novedad de que esta vez son negras (evidentemente) quienes juegan y ganan, he tenido que retocar un poco el problema de Lolli, y bastante más el de Gümpel, porque las versiones originales tenían algunos duales que los estropeaban. Y ya sabéis que aquí, en música y ajedrez de diez, todo tiene que estar… como Dios manda.