“Cthulhu R’lyeh Ph’nglui mglw’nafh wgah’nagl fhtagn“. Vamos, lo que viene siendo “En la ciudad de R’lyeh, el difunto Cthulhu espera soñando”. Sí hombre, Chtulhu, esa monstruosidad vagamente antropoide, mezcla de pulpo y dragón, que yace aletargada en el fondo del Pacífico Sur. Allí fue a parar, hace eones, cuando él y sus compinches fueron desterrados por practicar la magia oscura. Compinches como Azathoth, el dios ciego e idiota que babea en su trono negro, en el centro del mismísimo infinito, jaleado por una odiosa horda de amorfos danzarines; como Yog-Sothoth, un conglomerado de esferas malignas capaz de traspasar los límites del tiempo y el espacio; o como el recadero del clan, Nyarlathotep, el horripilante caos reptante. Desterrados de momento, ojo con eso, porque están muy dispuestos a recuperar sus dominios a poco que ciertas alineaciones estelares lo propicien.
Y sí, afirmo seriamente que este delirante panteón es la aportación más significativa del siglo XX a la literatura de horror. Hay que ponerse en contexto: años veinte y treinta, cuando eclosionan la relatividad general y la mecánica cuántica y de repente nos enteramos de que vivimos en un mundo indeciblemente más extraño del que suponíamos. Lovecraft capta las implicaciones, entra a saco y propone una perversa inversión de la cosmovisión cristiana: un universo feroz y amoral donde el ser humano no pasa de insignificante microbio. Muy acertadamente, Fritz Leiber describió a Lovecraft como el “Copérnico del cuento de miedo”: si el gótico ubica el epicentro del pasmo en el corazón del hombre y sus fantasmas, el foco se traslada ahora a los gélidos abismos del espacio intergaláctico.
Y si hay que hablar de su estilo, se habla. De su prosa repetitiva, desmesurada y sobreadjetivada; de esa narrativa esquizofrénica donde descripciones hiperrealistas y monólogos enfebrecidos se solapan con absoluto desparpajo; de sus monocromáticos personajes, que cuando no están medio pirados es porque lo están del todo. En otras palabras, del estilo idóneo para recordarte que el universo se te podría caer encima en cualquier momento. Sin olvidarnos de los escenarios: el triángulo maldito Arkham-Innsmouth-Dunwich, corazón de una Nueva Inglaterra neurótica y legendaria, estragada por la consanguinidad y el mestizaje. Ni, por supuesto, de la antibiblia de tan singular culto, el infame Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred, y su inexplicable dístico:
Que no está muerto lo que yace eternamente,
Y con los evos extraños hasta la muerte puede morir.
Y sí, dejaos de sonrisitas, porque funciona.
Los mitos de Cthulhu
The Cthulhu mithos (original en inglés)
En realidad fue August Derleth, el discípulo y albacea literario de HPL, quien tras su prematura muerte acuñó lo de “los mitos de Cthulhu” y determinó los trece relatos canónicos del ciclo. El fundamental es sin discusión “La llamada de Cthulhu”, donde el susodicho se despereza por unos días y tenemos ocasión de verle la “cara”, o como queráis llamar a ese amasijo indescriptible que le brota de la cabeza. Sustituidlo por apéndices oculares y obtendréis “una especie de monstruo con cien ojos”, que es justo como Anthony Miles definió al más conocido como Ogro de Bakú tras ser aplastado 5½-½ en un match “amistoso” disputado en Basilea en 1986. Momento ideal, está claro, para recuperar el ajedrez del grande entre los grandes, y no os faltará donde elegir: amén de la decimosexta partida del mundial de 1985 y de la Kasparov-Topalov de Wijk aan Zee 1999 (en el “especial bicentenario”), el muy disfrutable díptico Kasparov-Portisch, Nikšić 1983, y Karpov-Kasparov, Linares 1993, que os metí de rondón en mis comentarios a otras partidas.
Para no variar, la conexión ajedrecista con nuestro escritor del día ha estado un tanto traída por los tentáculos; en cambio, música directamente inspirada por las abominaciones lovecraftianas hay toda la que queráis, y más. Lamentablemente encajaría de escándalo, en su práctica totalidad, en los guateques del babeante Azathoth. Existe un tema medio audible de Caravan, con el curioso título “C’thlu Thlu” (imagino que quedarte tartamudo es lo más suave que te puede pasar cuando tropiezas con este bicho), pero ni mucho menos a la altura de lo que se espera de este blog. A decir verdad, no hay ningún tema de Caravan a la altura de este blog, y eso que fue uno de los grupos más significados de la escena de Canterbury, una corriente musical de finales de los sesenta y principios de los setenta, radicada en la ciudad mencionada, que apostaba por una variante de rock progresivo de claro sustrato jazzístico. A Camel, los líderes incuestionables del movimiento, sí los hemos disfrutado aquí, y por esta rendija me escapo porque uno de fundadores de Caravan, Richard Sinclair, fue su bajista un par de años. Justo, mira por dónde, en la época en que grabaron Breathless; donde canta, ¡ajá!, la fabulosa canción que da título al álbum.