George R. Stewart, Bread y Pál Bennó

Embriagado por un sano espíritu naturista, hoy os propongo un retorno a las raíces. Amasaremos pan, desenterraremos tubérculos de monumental tamaño, recolectaremos arándanos y manzanas (aunque cuidado con estas últimas, que le pregunten a Blancanieves). Son prácticas de supervivencia que conviene refrescar, no sea que el improbable romance entre Trump y Kim Jong-un toque a su fin y se líe parda. En todo caso, que lo emotivo de la circunstancia no nuble vuestro sentido práctico y almacenad en la despensa latas de conserva en cantidad. Esas cosas aguantan comibles una barbaridad.

54: La tierra permanece de George R. Stewart

¿Habéis oído hablar del “teorema del umbral en la Epidemiología”? Pregunto por preguntar, ya sé yo que no, las matemáticas no son lo que se dice primera plana en los noticiarios. Pues no sé si alegrarme, ya veis, habida cuenta de los iluminados antivacunas que empiezan a proliferar negándose a inmunizar a sus hijos con los siguientes dos argumentos: a) las vacunas aumentan el riesgo de padecer autismo; b) total, si los demás críos ya están vacunados, es imposible que contagien al mío la enfermedad, ¿no? El argumento a) es tan grotesco que Donald Trump lo considera plausible, con eso está todo dicho, pero el b) hay que currárselo un poco porque el citado teorema implica que, hasta cierto punto, estos zumbados están en lo cierto. Hasta cierto punto.

El teorema del umbral en la Epidemiología demuestra dos cosas. La primera es que, con independencia de la virulencia (es decir, la probabilidad de contagio) y la mortalidad de una epidemia, una parte de la población siempre sobrevivirá a la misma. El principio subyacente es el llamado efecto rebaño, el mismo que garantiza la eficacia de la vacunación masiva: si en un redil repleto de ovejas infectamos a una con un virus letal, muchas morirán, pero los propios cadáveres (por macabro que parezca) crearán bolsas de aislamiento que librarán del contagio al menos a unas pocas. Lo otro que implica el teorema es la existencia de una cota, propia para cada enfermedad, que determina si el efecto rebaño va a funcionar o no, es decir, si la presencia de un individuo infectado desencadenará una epidemia en la población, y es tan simple como esto: si el número de susceptibles a la enfermedad (comparado con el de inmunes) supera dicho umbral, habrá lío. Suena bastante lógico, desde luego, pero cuando te lo cantan unas ecuaciones diferenciales el cuerpo se te pone de otra manera.

De modo que sí, paleto: el efecto rebaño protege a tu hijo, aunque no lo vacunes. De momento. Esto es como lo del tipo que llega a Venecia y suelta: “Jo, qué maravillosa sería esta ciudad si no existiesen los turistas”. Como si tú fueras gondolero, chato. ¿Qué pasará cuando el rebaño de ecogilis crezca lo suficiente y se rebase el umbral de la poliomielitis, por ejemplo? Ahí lo dejo, en plan pregunta, para que parezca más ominoso. En fin, la primera parte del teorema aporta al menos un cierto consuelo teórico, por si el improbable romance entre el mentado Trump y el indescriptible Kim Jong-un tocara a su fin y se desencadenase una hecatombe bacteriológica: a pesar de los pesares, la humanidad sobreviviría. Observad que he escrito “humanidad”, no “civilización”, porque el asunto tiene su considerable cantidad de letra pequeña. Es lo único pequeño del libro, inmenso como el suelo que pisamos, que os presento hoy: La tierra permanece, de George R. Stewart.

Isherwood Williams, un estudiante de Geografía que hace trabajo de campo para su tesis de grado en los bosques de California, sobrevive por los pelos, en su cabaña, a la mordedura de una serpiente de cascabel. El evento resultará providencial, porque le inmuniza contra una epidemia de virulencia y gravedad inusitadas que, entremedias, ha borrado a la práctica totalidad del género humano de la faz del planeta. Solitario y desapasionado por naturaleza, Ish encaja la situación mejor de lo que cabría esperar, y durante un tiempo recorre unos fantasmagóricos Estados Unidos donde hormigas y roedores pugnan por adueñarse las casas, las autopistas se resquebrajan, y algunos automatismos de la civilización, como el agua corriente y la electricidad, aguantan a trancas y barrancas; todo ello descrito por Stewart con una verosimilitud y riqueza de detalles verdaderamente soberbias. Esporádicamente, algún que otro sobreviviente se cruza en su camino, pero todos están demasiado desquiciados por el horror como para que merezca la pena su compañía. Al fin aparecerá Emma (“Em”), una mujer algo mayor que Ish, positiva y vital, que despierta en él un genuino afecto y con la que tendrá varios hijos. (Stewart es muy osado en este punto, porque sin decirlo explícitamente da las pistas suficientes para que entendamos que es mulata. En 1949, cuando se publicó el libro, no era un tema con el que se pudieran gastar bromas). Con el correr de los años, en torno a su familia se constituirá una pequeña comunidad. Que vaya a ser, o no, la semilla de la que resurja la civilización es cosa distinta: a fin de cuentas, con los supermercados repletos de latas de comida, la vida no está tan mal, y no es fácil resistirse a la tentación de dejarse llevar.

La narrativa post-apocalíptica es uno de los subgéneros más icónicos de la ciencia ficción, lo que no es extrañar: pocas ideas resultan tan irresistiblemente fascinantes como la de una humanidad renacida y primitiva que saquea los despojos tecnológicos de una cultura ya extinguida. Tal vez por ello, porque no hace falta, Stewart escribe sin aspavientos, con el distanciamiento de un académico (lo era: ocupó una cátedra de inglés en la Universidad de California), dejando que la mera descripción del día a día de Ish y su tribu sea lo que detone, gradualmente, la potente carga emocional de la historia. No hay espacio para clichés, para bandas de moteros que guerrean por sus territorios u hordas de mutantes ávidos por devorar a unos cuantos infelices sanos; quedan tan pocos supervivientes a la plaga, y tan dispersos, que la simple realidad es que todavía son incapaces de hacerse daño unos a otros. Y como todo transcurre tan “normal”, considerando lo excepcional del caso, la trama resulta, paradójicamente, de lo más impredecible.

Solo esporádicamente, en unos párrafos en cursiva narrados por una voz en off que no cuesta nada imaginar como la de la Madre Tierra, el autor se permite ciertas dosis de lirismo o, quizá más propiamente, de espiritualidad. En realidad, la religión juega un papel muy secundario en la obra: Stewart es demasiado honesto intelectualmente para postular que preceptos como el amor divino o la esperanza en la vida eterna remontarían semejante apocalipsis. Y, sin embargo, La tierra permanece tiene un trasfondo bíblico indiscutible, porque “Ish” y “Em” significan en hebreo “hombre” y “mujer”, por lo que serían los Adán y Eva del nuevo Génesis que está a punto de escribirse (¡notad que esta vez fue el varón el mordido por la serpiente!). Entretanto, los párrafos mencionados funcionan como responsos: por las cosechas y la electricidad, por los atascos y los piojos, todo lo bueno, y lo no tan bueno, que ha conformado nuestra civilización a lo largo de los siglos. Y el libro, en su conjunto, es un largo réquiem, sin un ápice de cinismo pero tampoco de condescendencia, por una aventura que irremisiblemente llegó a su final. ¿Merece el difunto nuestro duelo? No esperéis que una novela de ciencia ficción pueda aclararnos eso.

En última instancia queda un poso extrañamente reconfortante, concretado gloriosamente por el versículo del Eclesiastés que abre y concluye la obra: “Los hombres van y vienen, pero la tierra permanece”. A lo largo de sus páginas Ish Williams lucirá muchos disfraces: cronista, reconstructor, juez y verdugo, mito viviente. Pero la paz, acaso su felicidad, solo llegará con la aceptación. Soñar es un imperativo ético; y enfrentarte a la corriente, río arriba, en pos de esos sueños, es de por sí un éxito grandioso, más allá de si se hacen o no realidad. Y si ocurre lo segundo, ¿sería de verdad tan dramático? Asumámoslo, sonriendo si es posible, y no cabrá triunfo mayor; y dejemos que el agua, que ya dejó de ser nuestra adversaria, nos acune y nos meza y nos transporte; y asombrémonos contemplando, ahora que el sudor no nos nubla la vista, lo hermoso del camino recorrido y lo alto que fuimos capaces de llegar con nuestras solas fuerzas. Porque los sueños van y vienen, pero la vida permanece.

La tierra permanece
Earth abides (original en inglés)

Música y ajedrez que vienen a cuento:

Si, Dios no lo permita, sufrimos una catástrofe epidemiológica y hemos de partir desde cero como especie, cabe suponer que el pan jugará un papel tan importante como el que tuvo en el Neolítico. Ahí donde lo veis, tan como de la familia y discretito, es nada menos que la piedra angular sobre la que se erigió nuestra civilización, en el Creciente Fértil, hace unos diez mil años. En esa media luna que se extiende desde el valle del Nilo hasta los ríos Tigris y Éufrates crecía entonces cereal salvaje hasta aburrir. El grano, como tal, era incomible, pero algún avispado cayó en la cuenta de que, adecuadamente machacado, amasado y calentado al fuego, resultaba un alimento la mar de nutritivo y, sobre todo, de rentable, porque con lo que recolectaba una sola persona en tres semanas podía sobrevivir una familia de cuatro el año entero. Lo mejor de todo es que el grano no se echaba a perder; si se mantenía seco, conservaba sus propiedades por tiempo indefinido. Así que empezó a tener sentido construir chozas para guardarlo, y quedarse a vivir en esas chozas, en vez de ir dando tumbos por el mundo cazando bichos llenos de cuernos y de ganas de clavártelos. Y así aparecieron las primeras aldeas, y sus pobladores empezaron a organizarse de formas progresivamente más sofisticadas; y, como suele decirse, el resto es (la) Historia.

Así que Bread para hoy, y procuraré que no hambre para los mañanas que le quedan al blog. 🙂 La verdad es que este grupo californiano de los setenta no pudo elegir mejor su nombre, porque proponían un soft rock melódico pero bien armado, básico pero con sustancia, que saciaba a los paladares estándar (como bien atestigua su larga lista de éxitos) sin empachar a los más refinados. Su canción más recordada, de su segundo álbum On the waters (1970), es “Make it with you”, y ha sido versionada por espontáneos tan disparejos como Aretha Franklin, Peggy Lee, Mark Anthony o Richard Clayderman; aunque ninguno, francamente, ha aportado nada que tenga fuste destacar. El título se traduce como “Hacerlo contigo”, que significa justo lo que estáis pensando, por muchos arcoíris que usaran para despistar a los meapilas. Pan con semillas y nueces, como si dijéramos, como ese tan rico que venden en las boulangeries chic.

Make it with you / Bread
Make it with you / Bread letra y traducción

Por no dejaros a pan y agua, sacaré aunque sea el plato del postre a la mesa. Manzanas, por ejemplo, aunque la que os traigo, como la del cuento de Blancanieves, podría indigestársele a según quién; lo más perverso de esta versión de la historia, de hecho, es que la envenenadora es la propia niña. Fiona Apple es uno de esos imposibles prodigios de precocidad que la música nos regala de generación en generación. El único caso comparable sería Kate Bush, pero Fiona todavía impresiona más por el angst que rezuma, que uno supondría coyuntural (los noventa, después de todo, fue la década más agonías que se recuerda, con Radiohead, Nirvana y toda esa tropa) hasta que te enteras de que esta chica fue violada a los doce años, y que ha sufrido episodios periódicos de anorexia nerviosa no por creerse poco atractiva sino justo por lo contrario, para así no atraer las miradas de eventuales depredadores sexuales. “Slow like honey” (escrita, tenedlo en cuenta, cuando todavía era menor de edad) se inspira precisamente en la fascinación que, como bien notaba, despertaba en los chicos del instituto. Una adolescente normal se habría relamido pensando en el mozo que elegiría para el baile de final de curso; las mieles con que se relame Fiona… bueno, vedlo por vosotros mismos.

Slow like honey / Fiona Apple
Slow like honey / Fiona Apple letra y traducción

Y, para reducir la considerable toxicidad de la pieza anterior, lo más indicado es una buena ración de arándanos. Los expertos atribuyen unas propiedades casi milagrosas a estas bayas, destacando su altísimo poder antioxidante y su eficacia en la prevención de las infecciones urinarias. De los Cranberries musicales yo resaltaría su actualización del sonido jangle de los Smith, con detalles de dream pop y el siempre eficaz aroma irlandés, y sobre todo la carismática vocalización de su cantante, Dolores O’Riordan, claramente lo más competitivo del cuarteto. Con “Just my imagination” no voy a sorprenderos mucho, y menos tras la recuperada actualidad del grupo por el estrepitoso fallecimiento de O’Riordan, pero es la que hoy me pide el cuerpo. El tema va, según explicó Dolores en 2010, de verte una mañana de domingo rodeado de críos y acordarte de tus juergas infinitas de juventud; y entonces, como de repente, tus hijos crecen y vuelves a ser el dueño de tu vida. Es casi una metáfora de nuestra civilización: tres semanas de curre y el resto del año tomando el sol, qué tiempos. Las desventajas de una catástrofe epidemiológica son patentes, pero qué tiempos.

Just my imagination / The Cranberries
Just my imagination / The Cranberries letra y traducción

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Buen momento para mostraros un estudio profundo como esta tierra que, merezcámoslo más o menos, sigue amamantándonos con su ubérrima teta. Y bien profundo ha habido que escarbar para desenterrar a este Pál Bennó (no confundir con su mucho más famoso compatriota), del que conocemos tan solo una veintena de trabajos y unos mínimos datos biográficos: nació en 1949 en Budapest, es graduado en Matemáticas, trabaja como programador y su otra afición, además del ajedrez, es la pesca.

Apenas veinte composiciones, os decía, aunque el estudio, recompensado con un primer premio por Magyar Sakkvilág, vale por dos docenas. La ruta hacia la victoria es sumamente difícil, aunque no requiere sacrificios ni recursos truculentos: todo es fluido y armonioso, con la cualidad de lo inevitable. Solo a escasas jugadas del mate comprendemos el monumental concepto del autor, y entonces sobreviene el pasmo, como el de contemplar, en una limpia tarde de otoño, el ocaso sobre los anchos campos castellanos. Y que nadie se relaje porque el conciso catálogo de Bennó aún reserva una sorpresa mayúscula, la medalla de oro en el séptimo Torneo Mundial de Composiciones. El tema de aquel evento fue un viejo conocido nuestro, el truco de la desaparición: se trata de conseguir que una misma posición aparezca dos veces, con la salvedad de que falta una pieza de las blancas; lo que, lejos de causarles un perjuicio, es el modo de lograr el éxito. El estudio (levemente simplificado por Marco Campioli sustituyendo la torre inicial de h5 por un caballo) es, verdaderamente, una homenaje a la devastación; hasta tres veces se repite el motivo, elevándose progresivamente la apuesta: primero se esfuma un peón, luego una torre, por fin una dama. En la posición final no solo la blanquinegra tierra del tablero permanece, pero la ratio de supervivencia es tan desesperada como en la novela de Stewart.

Estudio de P. Bennó, Magyar Sakkvilág 2006
Estudio de P. Bennó, VII Torneo Mundial de Composiciones de Ajedrez, Macedonia 2001/04

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