Sube el telón. Un lugar más allá del espacio y el tiempo. Sátrapas salidos se ponen morados con concubinas de piel helada y temperamento ardiente. Un santón que viste de violeta purga sus viejos pecados predicando bajo la lluvia. Hay bañistas en la bahía, y en cantidad considerable, pero su abotargada lividez no invita al chapuzón. ¿Cómo se titula la película? —El color púrpura. No hacía falta ser Einstein para adivinarlo.
Hace unos días fui a renovarme el pasaporte. Como no me había sacado con antelación la foto pertinente (gran error), tuve que recurrir a un fotomatón sibilinamente situado junto a la comisaria. Espero que la policía no esté compinchada con el dueño y lo enchironen pronto, bien por atraco o por algo más gordo, porque se trata de un sádico de la peor especie. Os lo explico: la cabina tenía el típico taburete, sujeto al suelo, que regulas con una rosca hasta lograr la altura deseada. Enfrente, en la pantalla tras la que la máquina te echa la foto, había un cuadrito donde debía reflejarse exactamente mi cara para que la imagen no quedara descentrada. Hasta ahí, normal. El problema es que el atornillado taburete estaba claramente desviado con respecto a la pantalla, así que era imposible verse en el recuadro por mucho que te retorcieras. Hasta tres tandas de fotos gasté, progresivamente más histérico conforme el artefacto engullía billetes de cinco euros. Al cabo logré una instantánea medio válida, eso sí, chepado, con un hombro más alto que otro y la jeta de Unabomber que suelo exhibir en los carnets más desencajada que nunca. Estaba seguro de que la funcionaria de turno tiraría a la basura aquella afrenta al arte fotográfico y me obligaría a regresar al potro de tortura, pero se moría de ganas de irse a su casa a comer y ni se fijó. Así que ya tengo mi pasaporte, y también la duda perenne de si no daré con mis huesos, a las primeras de cambio, en el mugriento calabozo de algún aeropuerto de Rusia o Turquía.
De camino a casa, mientras rumiaba esta inquietante reflexión y hacía trocitos minúsculos las docenas de fotos sobrantes, me consolé pensando que en realidad, bien mirado, los feos somos tipos bastante afortunados, porque te quitas de encima la preocupación de que los años te estropeen mucho más; de hecho, si eres lo bastante adefesio, pueden hasta mejorarte. Es lo de “la arruga es bella” en versión mía, os dejo usarlo sin citar la fuente. Existe también la versión extrema; el copyright de esa es de Clark Ashton Smith.
Smith fue uno de los llamados “tres mosqueteros” (junto con H. P. Lovecraft y Robert E. Howard) de Weird Tales, el legendario magacín que bajo el caprichoso, pero inspirado liderazgo de Farnsworth Wright, moldeó el fantástico de la primera mitad del siglo XX, a semejanza de lo que Black Mask y Astounding Stories andaban haciendo esos años con el noir y la ciencia ficción. Amigos —podría decirse cómplices— epistolares, aunque nunca se conocieron en persona, sus vidas están punteadas por paralelismos muy reveladores. Talentosos, hijos únicos los tres, con complicados entornos familiares y relaciones con el otro sexo aún más embrolladas, y náufragos en una Norteamérica, y una época, cuyos valores les resultaban ininteligibles y donde nunca hallaron felicidad o sosiego, la ficción imaginativa les sirvió —por un tiempo— como analgésico contra la alienación. Durante una década (los años treinta) publicaron compulsivamente en el dudoso gueto de Weird Tales y otros pulps, ajenos a, e ignorados por, el establishment literario serio. Hoy son divinidades del género e indiscutibles nombres propios de la narrativa del siglo XX.
O más bien: Lovecraft y Howard son divinidades del género. No sé decir, la verdad, qué es exactamente Clark Ashton, ubicado como está en esa difusa estantería de los autores de culto, para connoisseurs, donde cada cual coloca un poco lo que le viene en gana. Su tibia ascendencia entre los aficionados es difícil de entender, ya que era mucho mejor prosista que los otros dos; también es cierto, para qué engañarnos, que el lector medio de esta clase de literatura no suele estar para según qué tipo de refinamientos. Curiosamente, Smith nunca asistió (por propia voluntad, y a pesar de estar becado) a la escuela secundaria ni a la universidad. Prefirió formarse de modo autodidacta, mediante el barroco procedimiento de leerse, varias veces y de cabo a rabo, los treinta volúmenes de la Enciclopedia Británica. Asimismo, aprendió por su cuenta francés y español para disfrutar, sin intermediarios, de la literatura en estas lenguas: las decadentes rimas de Baudelaire (Las flores del mal) y las exuberancias y fantasmagorías del Flaubert más extravagante (Salambó, La tentación de San Antonio) parecen haberle marcado de un modo especial. En ese humus inaudito germinó un lenguaje perfumado y profusamente ornamentado, donde cada palabra, real o inventada, está elegida con sumo cuidado, y cada deslumbrante imagen exige tiempo y atención. “Mi ideal consciente —explicó a Lovecraft en una carta— ha sido confundir al lector para que acepte una imposibilidad, o cadena de imposibilidades, por medio de una especie de magia negra verbal, y para conseguirlo juego con el ritmo, la metáfora, el símil, el color, el contrapunto y otros recursos estilísticos, como una suerte de hechizo”. No son relatos, los suyos, que uno devore ansioso por saber qué pasará en la página siguiente; imaginadlos mejor como copas de un excelente —y en ocasiones, muy fuerte— licor, y saboreadlos con la misma prudencia que un destilado así demandaría.
A los césares HPL y Howard lo que es suyo. Smith careció del tino, o la inspiración, para acuñar conceptos tan icónicos y resonantes como los mitos de Cthulhu o Conan el Cimmerio. Su especialidad era inventarse mundos exóticos, ahí tenía pocos rivales: la ancestral Hyperborea, la medieval Averoigne, la perdida Poseidonis, la extraterrestre Xiccarph. Pero fue sin duda Zothique, el continente condenado, el que mejor se adecuó a su mórbido temperamento. En un futuro lejanísimo, con un sol ya medio apagado, solo este territorio resiste, tal vez por no mucho más tiempo, la insaciable voracidad de los océanos. Su emplazamiento se correspondería, según una nota que Smith envió a L. Sprague de Camp en 1953, con Asia Menor, Arabia, Persia, la India, partes del norte y el este de África y el archipiélago indonesio. Lo resalto porque en el subconsciente del pensamiento occidental, tan supremacista y a la vez tan reprimido, estas tierras han sido siempre el epicentro de lo salvaje y lo prohibido (el lenguaje, qué supremo delator: lujos “asiáticos”, odios “africanos”, torturas “chinas”…); un señor Hyde cultural en las antípodas, o eso nos gustaría creer, de nuestro civilizado y respetable doctor Jekyll. En efecto, un mundo oscuro y misterioso es Zothique, donde el paso de los siglos ha borrado todo rastro de ciencia y las nefandas artes de la magia y la brujería han vuelto a renacer; un lugar habitado por gentes (y cosas que no son gentes) taciturnas y lujuriosas, que aman y mueren a la incierta luz de un astro marchitado. Aman y mueren, aunque no necesariamente en ese orden, ya que en Zothique los cadáveres están de muy buen ver. En “Necromancia en Naat”, por ejemplo (uno de los relatos más exagerados de la colección), el príncipe Yadar acaba compartiendo con la exquisita Dalili “un sombrío amor y una vaga felicidad”, cuyo futuro está garantizado por el simple hecho de que ambos son muertos andantes. Qué decir de Valzaín, el hastiado poeta de “Morthylla”, decepcionadísimo porque la lamia con la que ha intimado en un cementerio resulta ser una impostora (aunque sabrá apañárselas para procurarse la mercancía original). Llegas a cogerle el gusto: cuando la pastora Rubalsa sobrevive indemne a las nada piadosas atenciones de “El abad negro de Puthuum” el desenlace parece, en comparación, casi empalagoso.
Lo de los necrorromances está muy bien, pero el hilo que realmente enhebra los relatos de Zothique es el DESTINO. Así, con todas las mayúsculas. Los antiguos griegos, que lo llamaban Ananké, lo consideraban la más implacable de cuantas fuerzas gobiernan el universo y hasta los propios dioses debían someterse a sus designios. Ahora, permeados por la tradición judeocristiana, por nociones como la misericordia o la redención, lo enfocamos justo al revés y es el libre albedrío, que a tipos como Edipo, Ulises o Aquiles debía de sonarles a timo colosal, quien ha pasado a ser la estrella del espectáculo. A lo mejor es por eso por lo que a los escritores modernos les resulta tan difícil, cuando narran sobre hados escritos en las estrellas, en lugares más allá del tiempo y el espacio, hacernos sentir parte orgánica de esos mundos. Smith, por el contrario, estaba en su elemento (Out of space and time, precisamente, tituló la primera recopilación de relatos que le publicó Arkham House). Hay una armónica implacabilidad, una extraña fluidez, en el modo en que sus personajes se encaminan hacia su sino, como cuesta abajo rueda la roca que Sísifo se empeña en vano en llevar a lo alto de la colina. La analogía sería redonda si Sísifo también se despeñara y acabara espachurrado bajo el pedrusco, que es lo que ocurre no pocas veces en estos cuentos, pero la narcótica prosodia de Smith es de tal calibre que hasta la casquería se transmuta en poesía. Acaso Clark Ashton se las entendiese tan bien con el destino porque creía de veras en él; un destino que le había tratado con considerable malicia, aupándolo en su juventud como uno de los más prometedores poetas estadounidenses (se le comparó con Keats and Shelley), degradándolo después, exigido por la necesidad de mantener a su familia durante la Gran Depresión, a autor de relatos macabros para unos pulps que nunca dejó de considerar literatura menor.
Cuando Lin Carter organizó los relatos para su primera publicación en forma de libro, una década después de fallecido su autor, se ajustó a la cronología interna que parece seguir la saga, según la cual las tinieblas de la plaga y la destrucción van extendiéndose de oeste a este en anticipo de la definitiva debacle del continente. Tiene lógica, aunque también el inconveniente de no rematar el ciclo con “El último jeroglífico”, la historia que Smith concibió con esa expresa intención. En ella el incompetente astrólogo Nushain interpreta correctamente, por una vez, un insólito signo celeste, y acompañado de su perro y un sirviente mudo parte al encuentro de Vergama el misterioso, el sosias zothiqueano de Ananké. El desenlace, menos outré de lo habitual, es el más agridulce de la serie; también una metáfora, no sabría decir si intencionada, de la carrera del propio Smith. “El último jeroglífico” se publicó en el número de abril de 1935 de Weird Tales; unos meses después fallecía su madre, y Howard, Lovecraft y el padre de Clark Ashton no tardaron en seguir su luctuoso ejemplo. Sin el estímulo de sus compañeros de armas, ni las exigencias del cuidado parental, el californiano, se diría que estoicamente resignado, o conforme, con su suerte, abandonó la escritura para siempre.
Estaba en su derecho. Como también lo estamos, los aficionados al fantástico sobrenatural de altas prestaciones, de impedir que el río del olvido se lleve sus escritos. Porque con tu permiso, Ananké, lo de la tradición judeocristiana tendrá que notarse en algo, digo yo.
Zothique
Zothique (original en inglés)
La paleta de Clark Ashton Smith muestra una acusada predilección por las tonalidades extremas del espectro lumínico, como si precediese a la inevitable extinción del planeta la paulatina decoloración, hacia lo invisible, de cuanto en él mora. Los granates de los vinos añejos y la sangre coagulada, los añiles de la noche infestada de estrellas y el océano que se derrumba por el fin del mundo. También, muy significativamente, el púrpura; pues tal es el color con que tiñen las velas de sus galeras los temibles nigromantes de Naat, y sus túnicas los no menos imponentes sacerdotes de Mordiggian, el dios antropófago; y el que predomina en los lechos sobre los que los gobernantes de Zothique se entregan a sus desvergonzadas y grotescas diversiones.
Tratándose de púrpura, y de música, Prince (mejor llamarlo así que con el cabalístico e impronunciable ideograma que usó mientras pleiteaba con la Warner por los derechos de sus canciones) no puede andar muy lejos. Siempre lo recordaremos, además de por su pertinaz devoción por los atuendos violáceos, por el triple cuponazo de Purple rain: hubo semanas, y dudo que haya habido un caso semejante, en que coincidió en lo más alto de las listas como canción, disco y (aquí esta lo bueno) película. La comparación con el archimonstruo del pop ochentero, Michael Jackson, es inevitable, más visto el modo tan ilógicamente parecido en que fallecieron ambos, aunque quizá no muy pertinente. Jackson era un fenómeno en lo suyo, pero con él sabías a qué atenerte; Prince fue lo más alejado a un artista monocromo (lo del púrpura aparte) que cabe imaginar.
Se lo podía permitir: desde que los dinosaurios arrastraron sus panzas por las planicies primordiales de Hyperborea, pocos humanos, o humanoides, ha habido tan bien dotados, y desde ángulos tan distintos, para la música. En sus primeros álbumes toca absolutamente todos los instrumentos (amén de un guitarrista sobresaliente, era un teclista, bajista y baterista más que válido) y encima oficiaba de productor, disciplina en la que destacó como uno de los artesanos más inteligentes y creativos de su generación. Con voces la mitad que la suya, maleable como la mantequilla, y amplísima, han hecho carrera regimientos de cantantes. Y, no lo olvidemos, escribía sus canciones. Todos esos hits tremendos (“1999”, “Kiss”, “Cream”, “The most beautiful girl in the world”…), más algunos de otros artistas (el “Nothing compares 2 U” de Sinéad O’Connor por ejemplo), son de su puño y letra. Se supone que Jackson también componía, más o menos, pero esto es otro nivel: téngase en cuenta que Prince publicó 39 álbumes de estudio, a la estajanovista media de más de uno por año.
En ese ingobernable bazar de funk metalizado, sólido rhythm & blues, psicodelia de última generación, soul dulzote y entreguismo pop hay no poca quincalla, pero también maravillas tan inesperadas como “Sometimes it snows in April”. Líricamente Prince fue casi igual de proteico, y lo mismo te hablaba de coches, reencarnación, ordenadores o geopolítica, aunque su tema favorito, muy de largo (hasta que se hizo testigo de Jehová, todo sea dicho), fue el sexo, bastante explícito además: en los textos de Dirty mind hay material lo suficientemente fuerte como para sonrojar a las concubinas de Adompha, el depravado monarca de Sotar. En “Sometimes it snows in April” es con la Encapuchada de la Guadaña con quien flirtea, aunque no con el morbo con que lo habría hecho Clark Ashton. O yo qué sé: flirtear con la Encapuchada de la Guadaña es morboso, se mire como se mire.
Sometimes it snows in April / Prince
Sometimes it snows in April / Prince letra y traducción
Buscando un estudio que, algún modo, recreara los opacos, bizarros e impíamente poéticos paisajes de Zothique, me ha venido a la memoria uno de Herbstman y Kubbel que cité en mi entrada sobre el segundo, y cuya sorpresiva conclusión muestra el diagrama de abajo. Pues, en verdad, el modo en que las piezas negras se ciernen, ahogándolo, sobre el monarca blanco, casi parece un trasunto de las aciagas sombras que asfixian al continente moribundo. O, más en concreto, de la horda de potros infernales cuyas pezuñas hacen pulpa en “El ídolo oscuro” a la abominable Ummaos.
Uno apostaría a que estudios así solo se ven una vez en la vida, pero lo cierto que el tema del ahogado de un rey solo contra tres caballos, introducido por el gran Troitzky en 1924, asoma con alguna frecuencia y diversos enfoques en la bibliografía. Evgeny Kolesnikov, un maestro FIDE de composición moscovita nacido en 1970, lo ha explotado con especial fervor, dedicándole ocho de sus trabajos. El mejor, en mi opinión, es el que compartiré en un minuto con vosotros; primero porque, tal y como es a menudo el gusto de los nuevos compositores, amalgama temas variopintos (junto al principal, el eco camaleón y el ahogado ideal); segundo, por la ágil posición de partida y el amplio despliegue de fuerzas en el tablero, francamente meritorios visto el objetivo que quiere alcanzarse; y, tercero, por su guiño a Herbstman y Kubbel, cuyo monumental ahogado aparece en una de las variantes.
A Clark Ashton Smith debía de ponerle bastante lo de los continentes sumergidos, ya que dedicó otro ciclo de relatos a la isla de Poseidonis, que él imagina como el solo remanente del cataclismo que borró a la Atlántida de la faz de la tierra. (Nota curiosa: en un relato de Lovecraft, “El que susurra en la oscuridad”, se menciona a Tsathoggua, una “amorfa y repelente deidad” descrita, entre otros blasfemos manuscritos, “en el ciclo mitológico de Commoriom conservado por Klarkash-Ton, sumo sacerdote de los atlantes”). Muy oportuno, porque el ahogado de Kubbel y Herbstman es solo uno de los cuatro que aparecen en el estudio de Kolesnikov; a decir verdad, aquí afloran los ahogados como no se había visto desde el hundimiento de Atlantis.