La música: “She has no time” de Keane
Mira por dónde, para beneficio vuestro y propio, hoy me va a hacer el trabajo el simpar Enrique Jardiel Poncela, que en los años veinte publicó el siguiente microrrelato en el diario La Voz. El texto tiene una característica muy particular, a ver si sois capaces de identificarla:
Me lo cedió mi tío Hermenegildo, y me lo recomendó de un modo muy expresivo, diciéndome:
—¡Es un chofer único en el globo, créeme! Si dispone de un buen coche, este hombre consigue prodigios enormes, que en un circo le hubiesen hecho rico. Obedéceme y sírvete de él; tú tienes un coche estupendo y te mueres de tedio ¿no es cierto? Pues te juro, querido sobrino, que cediéndote un chofer como Melecio te pongo en condiciones de ser testigo, e incluso intérprete, de emociones inconcebibles, sin precedentes en el mundo de lo locomotivo. Porque como este chofer no existen dos.
Melecio Volodio, el chofer propuesto, que presenció el momento descrito, sonrió entonces con gesto misterioso. Y no bien concluyó mi tío su elogio, el chofer rozó levemente el borde izquierdo de su sombrero frégoli, color crepúsculo griego, se inclinó con un gentil movimiento y murmuró:
—Tómeme el señor, que conozco mi oficio…
Y sin otros incidentes que mereciesen ser escritos, Melecio Volodio quedó elegido chofer de mi «dieciséis cilindros», con cien duros de sueldo.
Doce excursiones, que tuvieron un epílogo tristemente quirúrgico, me convencieron en un solo mes de que como Melecio no existió en el Universo chofer ninguno.
Prescindo, diciendo esto, de su dominio peregrino del motor: Volodio no sólo conservó de continuo en los extremos de sus dedos los secretos de mi «Mercedes», sino que en el tiempo que vivió conmigo domesticó el motor de un modo mirífico, y el coche corrió, frenó y retrocedió obedeciendo como un perrito lulú los gestos de su chofer.
Pero este mérito resultó pequeño y ridículo enfrente de otros méritos inconcebibles de Melecio Volodio.
Uno, sobre todo, me preocupó en extremo, y se convirtió de súbito en obsesión terrible de mis nervios.
El mérito en cuestión estribó, señores, en el frío desdén con que Melecio Volodio miró siempre el peligro.
¿Fue el desprecio de los bienes terrenos? ¿Fue un deseo de morir, fruto de desilusiones y de dolores ocultos? ¿Fue, simplemente, heroísmo? ¿O fue el gusto de servirme y el prurito de divertir, con emociones fuertes, mi vivir tedioso?
Lo ignoro; no lo sé… Pero es lo cierto que siempre que el chofer nuevo puso en movimiento el motor de mi coche, ejecutó sorprendentes ejercicios llenos de riesgos y sembró el terror en los sitios por donde metió el coche; destrozó los vidrios de infinitos comercios, derribó postes telefónicos y luminosos, hizo cisco trescientos coches del servicio público, pulverizó los esqueletos de miles de individuos, suprimiéndoles del mundo de los vivos, en oposición con sus evidentes deseos de seguir existiendo; quitó de en medio todo lo que se le puso enfrente; hendió, rompió, deshizo, destruyó; encogió mi espíritu, superexcitó mis nervios; pero me divirtió de un modo indecible, porque Melecio Volodio no fue un chofer, no; fue un «simún» rugiente.
¿Por qué este furor, este estropicio continuo? ¿Por qué, si Volodio dominó el coche como no lo dominó ningún chofer de los que tuve después?
Hice lo posible por conocer el fondo del misterio, y lo logré por fin.
—¡Melecio! —le dije, volviendo de un terrible circuito que produjo horrendos efectos destructores—. Es preciso que expliques lo que ocurre. Muchos infelices, muertos por nuestro coche, piden un desquite… ¡Que yo mire en lo profundo de tus ojos, Melecio Volodio!… Di… ¿Por qué persistes en ese feroz proceder, en ese cruel ejercicio?
Melecio inspeccionó el horizonte, medio sumido en el crepúsculo, y moderó el correr del coche.
Luego hizo un gesto triste.
—No soy cruel ni feroz, señor —susurró dulcemente —. Destrozo, destruyo, y rompo, y siembro el terror… de un modo instintivo.
—¡De un modo instintivo! ¡Eres entonces un enfermo, Melecio!
—No. Pero me ocurre, señor, que he sido muchísimo tiempo chofer de bomberos. Un chofer de bomberos es siempre el dueño del sitio por donde se mete. Todo el mundo le permite correr, no se le detiene; el sonido estridente e inconfundible del coche de los bomberos, de esos héroes con cinturón, es suficiente, y el chofer de bomberos corre, corre… ¡Qué vértigo divino!
Concluyó diciendo:
—Y mi defecto es que me creo que siempre voy conduciendo el coche de bomberos. Y como esto no es cierto, como hoy no soy, señor, el dueño del sitio por donde me meto, pues ¡pulverizo todo lo que pesco!
Y Melecio prorrumpió en sollozos.
Lo que distingue al relato, aparte de su gracia, es ser un lipograma, es decir, un texto al que falta una de las letras del abecedario, en este caso la más común: la “a”. Como lipogramático es el álbum debut de Keane, Hopes and fears, ahora por la completa ausencia del instrumento esencial, por no decir quintaesencial, del rock: la guitarra.
Ni eléctrica, ni española, ni acústica. Ni una sola guitarra oiréis en el disco. Y como pasa con El chofer nuevo el efecto, aunque raro, no es ni mucho menos desagradable. Hopes and fears tiene una cualidad aterciopelada, galante, refinada, como una de esas exclusivas salas de conciertos vienesas a las que se acude bien vestido, donde se habla en voz baja y hasta los acomodadores tienen clase. Aunque también es cierto que el éxito del experimento se debe, en buena medida, a la asombrosa voz de Tom Chaplin. Freddie Mercury no ha habido, ni habrá, más que uno, pero el parecido entre el timbre de ambos es casi espeluznante.
Pero lo bueno, ay, suele durar poco. El segundo álbum, Under the iron sea, aguanta a duras penas la comparación con el inicial, y a partir de ahí, de mal en peor: los problemas de Chaplin con las drogas y el alcohol (qué vulgaridad) han dejado una leve, pero perceptible huella en su voz, y se han decantado por un sonido más convencional, más de “estadio” (hasta han fichado un guitarrista, qué vulgaridad), tal vez como un guiño al caprichoso mercado estadounidense. La sala de conciertos de antaño ha devenido en un moderno cine de centro comercial, muy confortable sin duda, pero con un desagradable olor a palomitas. Qué vulgaridad.
Incomprensiblemente, buena parte de la crítica ha saludado este cambio de registro, pero no importa. Estoy convencido de que de aquí a veinte o treinta años recularán, y Hopes and fears será aclamado como uno de los discos imprescindibles de los dos mil. Y nosotros que lo veamos.
She has no time / Keane
She has no time / Keane letra y traducción
Más allá de guitarras sí o guitarras no, el poderío de Hopes and fears se asienta en una lista inusitadamente consistente de buenas melodías. El grupo tuvo tiempo de sobra para separar el grano de la paja pues se formó en 1997, siete años antes de la publicación del disco. Somewhere only we know, Everybody’s changing y Bedshaped fueron los tres primeros singles publicados, pero elegid al azar otros tres temas y veréis como el nivel apenas se resiente.
Veselin Topalov (búlgaro, afincado en Salamanca desde hace años) la fastidió, y bien, en el mundial de reunificación que disputó con Kramnik en Elista en 2006. Como he ido explicando en otras entradas, de 1993 a 2006 hubo dos campeonatos del mundo distintos, uno, el clásico, que prolongaba el linaje de los grandes jugadores de siempre, y otro, el oficial, muy desacreditado, sobre todo porque el ridículo sistema de competición había posibilitado la victoria de ajedrecistas tan (relativamente) mediocres como Khalifman, Ponomariov y Kasimdzhanov.
Pero en 2006 las cosas no estaban tan claras. Desde 2004 el nivel de Kramnik había bajado ostensiblemente, entre otras razones por una seria enfermedad; por su parte, la FIDE había hecho bien su trabajo para variar, organizando el Mundial de 2005 como un torneo a doble vuelta al que fueron invitados ocho de los mejores jugadores del circuito. El torneo, disputado en la localidad argentina de San Luis, se saldó con una victoria más que contundente de Topalov, que no hizo sino dar continuidad a la gran racha que encadenó durante los dieciocho meses previos a Elista, racha que le había aupado al número 1 del ranking tras la retirada de Kasparov, y en la que exhibió un ajedrez espectacular basado en una excepcional preparación teórica y un arriesgado estilo combinativo.
Así pues, al inicio del ansiado match de reunificación, Topalov partía como claro favorito y contaba con el apoyo de la mayor parte de los aficionados. Pero enseguida todo se torció: tras cuatro partidas, y luego de marrar varias posiciones muy prometedores con errores impropios de su talla, Topalov iba dos puntos por detrás en el marcador. Y entonces estalló el escándalo por el que este mundial ha pasado a la historia con el triste sobrenombre del Toiletgate. La delegación búlgara acusó a Kramnik de visitar con demasiada frecuencia los aseos de la sala de descanso que tenía habilitada durante las partidas, supuestamente para consultar un ordenador que habría escondido allí. La delirante acusación no se tenía en pie, porque las dependencias estaban más que revisadas y los contendientes eran registrados antes de cada partida. Pero el comité de apelación, descaradamente proclive a Topalov, dio parcialmente la razón a los búlgaros y clausuró los baños de los jugadores. Kramnik, ofendido, se negó a jugar si no se volvían a abrir y, como consecuencia, perdió la quinta partida por incomparencia.
Tras aquello el mundo del ajedrez daba ya por sentado que Kramnik que retiraría y habría cisma de nuevo, pero inesperada y heroicamente Kramnik decidió continuar y, para el inmenso alivio de casi todos los aficionados, que nos habíamos pasado indignados a su bando, terminó ganando el match. Topalov, así, no solo perdió la posibilidad de ser el indiscutible campeón del mundo, también arruinó para siempre su reputación. Protegido por la FIDE, todavía tendría ocasión de disputar en 2010 el título al nuevo campeón Anand, pero volvió a perder y desde entonces se ha dejado llevar un poco, ocupando en la actualidad un puesto en el escalafón que no se corresponde para nada con su verdadero nivel.
Pero para qué demorarnos en estos lamentables eventos cuando podemos deleitarnos con el Topalov de los días de vino y rosas. En su entusiasta reportaje para Chessbase sobre la partida de hoy, disputada en Wijk aan Zee en 2006 (donde también se jugó la Karjakin-Anand de hace unas semanas y compartió triunfo con el indio), Mig Greengard escribió:
Topalov ha estado jugando a un juego diferente últimamente. Se parece mucho al ajedrez, pero las reglas son ligeramente diferentes. En esta nueva variante, Topajedrez ®, las torres valen algo menos que los caballos, que son ligeramente inferiores a los alfiles. De acuerdo con la escala de Lasker esto implica que una torre vale aproximadamente dos peones y tres cuartos. Al menos así sería en el ajedrez normal, pero en Topajedrez ® los peones no valen mucho tampoco, y se deberían sacrificar cuanto antes y a menudo. Esto es, salvo que primero puedas entregar una torre o dos por los alfiles y caballos del oponente, en cuyo caso los peones que te quedan pueden ser muy útiles como avanzadilla. ¿Quedan claras las reglas?
Cuando veáis la partida, quedarán clarísimas.
Topalov-Aronian, Wijk aan Zee 2006
Otro par de fantásticas muestras del ajedrez a tumba abierta que Topalov nos regaló por esta época son Topalov-Ponomariov y Topalov-Anand, ambas disputadas en Sofía en el torneo M-Tel Masters de 2005 (sendas indias de dama, como la Topalov-Aronian, no sé como tenían valor para jugársela a Topalov…). Pero no nos olvidemos de la trebemunda Topalov-Kramnik, Wijk aan Zee 2008, en la que el búlgaro, a lo conde de Montecristo, toma cumplida venganza de Kramnik con un espectacular sacrificio de dama. Es francamente divertido leerla anotada por Topalov en New in chess 2008/2. Los comentarios destilan bilis como para envenenar un pantano.