Donde se ilustra, con casos tan emotivos como edificantes, que cuando el amor es verdadero, ya sea este animal, vegetal, mineral o abstracto, el tamaño es lo de menos.
De toda la vida he sido propenso a enamoramientos estentóreos y un tanto dislocados, como si mi hemisferio de las emociones, sometido por lo general a los rigores de la metafísica, aprovechara cualquier descuido para restregarse contra la primera pantorilla a mano. No estoy pensando en la acepción corriente del término; me ha pasado, y me pasa, con casi todo: canciones y partidas (qué os voy a contar), películas y series de televisión, ciudades… El pasado fin de semana mismo, caminando a medianoche por las travesías acanaladas y fantasmales de Brujas, no caí desmayado a sus aguas de casualidad.
En lo que a libros se refiere, The exploits of Engelbrecht ha sido el amor de mi vida. No quiere decir que sea el mejor que he leído: el corazón no se atiene a rankings o estadísticas. Mi flechazo con él se produjo a distancia, gracias al excelente ensayo Fantasy: the 100 best books de Cawthorn y Moorcock, donde se reivindicaba, ahí es nada, como una mélange de delirio gótico, crónica deportiva, parafernalia atómica y bajos fondos. El autor, un periodista llamado Maurice Richardson, me resultaba tan desconocido como el libro, pero por lo que contaban parecía el tipo adecuado para escribir algo así: alternó fases de manía depresiva con otras de frenesí creativo; lo mismo se sentaba a la mesa de los grandes ricachones que se castigaba el hígado con la chusma menos recomendable del Soho londinense; podía ser insoportable o encantador, según le pillara el día; le chiflaban los asesinatos, el chismorreo, la psiquiatría, las arañas, las serpientes, las ratas…
Con tales credenciales, claro está, había que conseguir el libro como fuera, algo nada trivial porque no existían más que dos ediciones: la primera de Phoenix House (1950) y una rarísima reimpresión en tapa blanda de 1977. Por suerte, eran los tiempos (mediados de los noventa) en que el mercado del libro usado comenzaba a abrirse a Internet, y pude hacerme con una copia más o menos decente de la edición de Phoenix House por 50 libras. Para un volumen de apenas 128 páginas (incluyendo unas portentosas ilustraciones de James Boswell) y tamaño bolsillo era un precio desorbitado, pero en cuanto lo tuve en mis manos me pareció la inversión del siglo: madre mía, qué libro.
Y es que resulta que el “Engelbrecht” del título es, quieto todo el mundo, un boxeador enano surrealista. El “surrealismo” de su condición estriba, entre otras cosas, en que combate principalmente contra relojes, aunque no esquiva enfrentarse a ningún horror del diccionario, desde Abominaciones a Zombis, y no solo en el cuadrilátero. Sin duda hace falta coraje para afrontar los riesgos del deporte surrealista: en la temporada de pesca, por ejemplo, las supuestas presas dejan billetes en la superficie como cebo para pescadores incautos. Y si se trata de golf no digamos, porque aunque el campo no tiene más que un hoyo, con un par de 818181 golpes y bunkers como el Valle de los Huesos Secos, acabar (vivo) el recorrido no está al alcance de cualquiera. A veces el peor enemigo está en casa: si tus compinches del Club de Deportes Surrealistas, en especial el notoriamente tramposo Chippy de Zoete, deciden apostar en tu contra, ten la seguridad de que habrá problemas. Esto de las apuestas es un asunto delicado, porque es Tiempo lo que se gana o se pierde, así que si yerras la jugada lo normal es que acabes babeando en un geriátrico.
Os aclararé que para estos chicos la idea de deporte es bastante elástica, pues también abarca la ópera, el teatro, la política y, cómo no, el romance. ¿Hablaba yo de enamoramientos singulares? Una minucia en comparación con los de estos, porque cuando llega la primavera no le hacen ascos prácticamente a nada, ya sea animal, vegetal, mineral o abstracto. Salvador Dalí, sin ir más lejos (él es otro de los miembros del club), no dudará en insinuarse al Mercado de Carne de Smithfield; en cuanto al bajito, se encaprichará de la nieta de un antiguo rival del ring, y en “Engelbrecht’s elopement”, mi episodio favorito de la serie, no se detendrá ante nada con tal de fugarse con ella. Dado que a Miss Cuckoo Clock, su chica, se le abre a medianoche una trampilla por donde, en vez del típico pajarito de madera suizo, asoma un pterodáctilo de considerable tamaño, la aventura tendrá un desenlace… de altura.
Mi viejo ejemplar de The exploits of Engelbrecht es muy especial, por dos razones. En una dedicatoria escrita a pluma, con una caligrafía elegantísima, puede leerse: “Sylvia from Frank with love. Christmas 1950”. Y adherido al interior de la cubierta hay un recorte del Sunday Telegraph, fechado a mano “Oct. 1st 1978” con una letra bien distinta, que da cuenta del fallecimiento de Richardson la semana anterior. Me gusta imaginarme a Frank, quizá ya sesentón, sorprendiendo a su Sylvia con el librito; y a esta veintiocho años después, pegando el recorte con sus manos marchitas, en ese su libro del alma: testimonio de una complicidad secreta que ni la muerte ha sabido desbaratar.
Hay que subrayar lo de “secreta”: pasan y pasan las décadas y el mundo sigue, inexplicablemente, ajeno a la existencia de este tesoro. Pero aunque raros, los engelbrechtianos constituimos una devota hermandad. En Savoy Books trabajan sin duda algunos de ellos, ya que en 2000 publicaron una reedición en tiraje limitado verdaderamente espectacular, con todas las ilustraciones de Boswell y otras nuevas para la ocasión, a un precio bastante exigente que sin embargo dudo les haya dado para cubrir costes. Su fe debe de ser inquebrantable, porque en 2010 sacaron una segunda edición, con sobrecubierta distinta, cuando todavía hoy tienen a la venta copias de la primera. El sumo sacerdote del culto es sin duda el autor gales Rhys Hughes: además de escribir una secuela, Engelbrecht again! (ya podéis suponer con qué éxito), consiguió que la hija de Richardson le cediera los derechos en 2014 y ahora The exploits of Engelbrecht está disponible en Amazon, en formato ebook, por 4 ridículos dólares. Por mi parte he contribuido a la causa todo lo posible, y en estos años he comprado dos ejemplares a los de Savoy. Uno de ellos lo regalé, pero me temo que dormita en una estantería, tan virgen (a su pesar) como las hermanastras de Cenicienta; el otro lo guardo en lugar seguro, esperando a un lector entre mil dispuesto a jurar amor eterno a Engelbrecht, el boxeador enano surrealista.
Quién sabe si serás tú ese lector.
“Una tranquila partida de ajedrez” (episodio del libro)
The exploits of Engelbrecht (original en inglés)
A Ian Dury (1942-2000) el apodo “boxeador enano surrealista del rock” le habría encajado como un guante, y además creo que él hubiera apreciado la broma. Lo de su talla es, por desgracia, literal: a los nueve años contrajo la polio y apenas rebasaba el metro y medio. Peleón tuvo que serlo y bastante, o no hubiera prosperado en el más bronquista de todos los barrios rockeros, es decir, el punk. Y si no os parece surrealista que este contrahecho cantante, que encima no tenía ni un gramo de voz, se convirtiera por méritos propios en uno de los iconos musicales de finales de los setenta…
Admitamos que parte del fenómeno Dury fue simple morbo, que él mismo fomentó explotando su look con bastante desparpajo, pero también hay razones válidas detrás: unos textos divertidos, penetrantes y muy trabajados, y una intuición diabólica para compatibilizar estilos en apariencia heterogéneos por la que habrían vendido su alma nuestros actuales parlamentarios. “Sex & drugs & rock & roll” es desde luego su canción bandera, pero cuidado con “Reasons to be cheerful, part 3”, donde en apenas cinco minutillos logra la proeza de soldar proto-rap, funk, disco, samba y guitarreo cañero, con la guinda de un momentazo soul que Barry White habría bendecido y con el que vais a besar la lona sí o sí. Entretanto, el admirable Dury nos irá explicando todas las razones que tenía, a pesar de sus circunstancias, para estar contento; una de las cuales es socia de un singular club deportivo.
Reasons to be cheerful, part 3 / Ian Dury & the Blockheads
Reasons to be cheerful, part 3 / Ian Dury & the Blockheads letra y traducción
No os sorprenderá que mi otro episodio predilecto de The exploits of Engelbrecht sea el que cierra el libro, “Una tranquila partida de ajedrez”. De momento es el único traducido al castellano; apareció en el número 26 de la ya extinta revista Gigamesh. (Sí: hubo un tiempo, no tan lejano, en que la editorial Gigamesh hacía más cosas aparte de hincharse la tripa con Juego de tronos). Como cualquier otro evento surrealista, el ajedrez según san Engelbrecht tiene sus peculiaridades; de hecho, las cosas se salen definitivamente de madre cuando uno de los peones (un boy scout que se viene demasiado arriba) promociona a bomba atómica.
Esto es curioso: no sé si engelbrechtianos o no, unos aficionados alemanes inventaron en los noventa algo llamado “ajedrez atómico”. La novedad respecto al convencional es que toda captura provoca una “explosión” que hace desaparecer, no solo la pieza comida, sino también la que se la come y todas las situadas (sean del color que sean y con la excepción de los peones) en las casillas adyacentes a aquella donde se produjo la captura. Si una captura implica la explosión de tu propio rey es ilegal, y por tanto un rey no puede capturar pieza alguna. Un sugestivo corolario de esta norma es que permite que ambos reyes estén en casillas contiguas; más aún, una estrategia bastante común para lograr tablas es conseguir que tu rey se mantenga siempre pegado al del vecino, ya que así no puede ser objeto de jaque. No siempre funciona: en la posición de arriba, por ejemplo, el blanco puede forzar la victoria mediante 1.Rc4 Rd4 (notemos que este rey no está en jaque porque si la dama comiera en d4 destruiría a su rey en c4, lo que es ilegal) 2.Rb5+ (ahora sí es jaque) Rc5 (el rey negro debe mantener la conexión; de lo contrario, la dama se le echará encima y acabará con él) 3.Ra6+ Rb5 4.Ra7+ Ra6 y ahora sí es válido el “mate-explosión” 5.Dxa5#.
Hasta donde he podido averiguar, ni compositores ni problemistas han prestado de momento atención a esta exótica variante del juego, de modo que recurriré al formato estándar para liquidar la sección. El estudio, una revisión del tema excelsior de grandísimo mérito, parece en las antípodas de lo extraordinario: posición natural, cinco piezas en total. No obstante, un intrépido peón se las apañará para patearse el tablero entero, y vale, no promociona a bomba atómica, pero por el destrozo que provoca casi lo parece.
Buenos días.- Ha conseguido usted intrigarme con esta obra, The exploits of Engelbrecht, de Maurice Richardson, de la que incluso es la primera vez que he oído hablar. Realmente me gustaría leerla, y me temo que habré de hacerlo “online” a través del enlace que tan amablemente ha dispuesto.- No deje nunca de escribir y aconsejarnos; se agradece un montón.- Un cordial saludo.
¡Pues bienvenido a la “secta”, y ya me contará qué le ha parecido!
Le cuento. El episodio “Una tranquila partida de ajedrez” es bestial, pura dinamita surrealista. Resulta inconcebible que el autor haya podido mantener el tono y el paisaje hasta el final. Pero no podré comprobarlo. No hay manera de hacerse con el dichoso libro (jejeje).
Efectivamente, un drama no poder leerlo íntegro. 😉