La música: “Je suis seul ce soir” de Signor Jazz
Y por si la cosa no estaba ya complicada, ahora resulta que un exceso de currículum puede perjudicarte a la hora de buscar empleo. ¿Un doctorado en Historia Medieval, cuatro idiomas y el grado superior de piano? Chaval, lo tienes crudo: estás sobrecualificado. Según los gurús de recursos humanos es un error darte trabajo, porque estarás deseando encontrar uno mejor para largarte. No le pillo yo la lógica al argumento: ¿es mejor cargar con un cenutrio al que estarás deseando largar tú a las tres semanas? Pero claro, yo no soy gurú de recursos humanos…
Si eres músico no hay currículum más oportuno, ni más comprometedor, que un cedé con tus canciones. En 2008 Peter Williams, un contrabajista inglés que había echado raíces en Dinamarca, se encontró con un buen montón en su sótano y sin idea de qué hacer con ellos. Williams había grabado el disco en cuestión, Swing 41, en plan maqueta, con un cuarteto llamado Signor Jazz del que había formado parte por un breve lapso de tiempo. Sus colegas no quedaron muy entusiasmados con el resultado y el grupo se disolvió enseguida. Ignoro si en un momento de depresión se le pasó por la cabeza buscar trabajo en algún supermercado de Copenhague, quizás adaptando su currículum a la ocasión (“joven, voluntarioso, con agilidad manual y acostumbrado a levantar peso, ideal para la sección de charcutería o como reponedor de estanterías”). Lo que sí sé es que le regaló una copia a una pianista amiga suya, Cynthia Sayer, a la sazón miembro de la banda con que Woody Allen actúa todos los lunes en el exclusivo Café Carlyle de Nueva York. (Ya sabéis que el famoso cineasta es un clarinetista más que decente y tiene una rabiosa afición por el jazz clásico. Es célebre la anécdota de la entrega de los Oscar de 1978, donde ganó tres estatuillas por Annie Hall, mejor película, mejor dirección y mejor guion original, hito tan solo igualado por Billy Wilder con El apartamento. Allen pasó de todo porque esa noche tocaba en un pub; cuando se abrieron las plicas él dormía ya en su apartamento con el teléfono desenchufado).
La pianista tuvo la ocurrencia de sugerirle a Williams que enviase el disco al Gran Jefe. No era nada obvio de qué podía servir aquello, incluso si Allen se dignaba a escucharlo. Para conseguir trabajo seguro que no, porque el contrabajista de Allen, Conal Fowkes, es uno de los pesos pesados de su equipo. Imaginaos la sorpresa cuando dos años después, de vuelta a casa tras cenar con unos amigos, se encuentra un correo electrónico diciéndole que a un tal “Mr. Allen” le gustaría usar una de las canciones del disco, “Je suis seul ce soir”, para una película que acababa de terminar. Un rato estuvo dándole vueltas a la cabeza, intentando entender de qué iba aquello, hasta que al final cayó: “¡Ostras, a ver si va a ser Woody Allen!”.
Y así fue como la canción acabó formando parte de la banda sonora de Midnight in Paris. Si no la habéis visto es que no os enteráis de nada, porque es una de las cosas más adorables que hemos tenido la oportunidad de disfrutar en los cines en los últimos años; una de esas películas milagrosas que hacen que te sientas encantado de la vida, que te den ganas de darle besos a todo el que se te pone por delante, y, por descontado, que te enamores perdidamente (si no lo estabas ya) de la Ciudad de la Luz. La banda sonora (ganadora de un Grammy el año pasado) no solo no desmerece con el resto, es imprescindible para entender ese Paris intemporal, donde pasado y presente parecen confundirse en un parpadeo, en el que transcurre la trama. París, quizá más que ninguna otra ciudad, se define como la suma de sus músicas: el descocado charleston de los cabarets, el swing romaní y atufado de humo de los cafés, las chansons romantiques que susurran los acordeones a orillas del Sena…; Allen las visita una por una, mezclando sabiamente unas pocas grabaciones de época (Sidney Bechet, Josephine Baker, Enoch Light) con modernas pero respetuosas versiones de clásicos de siempre, e incluso añade algunas piezas nuevas, escritas con tan buen pulso que casan impecablemente con las demás.
Tal vez sea “Je suis seul ce soir”, precisamente, la pieza que mejor ilustra la ecléctica propuesta de Midnight in Paris. En su origen, 1941, con el nombre de “Seule ce soir”, es decir, “Sola esta noche” (el título suele modificarse en función del sexo del intérprete), la cantó Léo Marjane y prendió con gran fuerza en el corazón de tantos y tantos franceses que padecían aquellos años el dolor de la separación. Paradójicamente, Marjane fue acusada de colaboracionista tras la guerra y su carrera declinó con gran rapidez, aunque supo hacer mutis por el foro en el momento justo y con el máximo glamour, casándose con un barón y dedicándose a partir de entonces a ocupaciones tan chic (y por lo que parece tan saludables, cien años tiene y ahí sigue la tía) como la equitación y la cría de caballos. Signor Jazz revisitan la pieza al estilo de Django Reinhardt y Stéphane Grappelli, los dos visionarios que con una guitarra de las de toda la vida y un violín se sacaron de la manga en los años treinta el gypsy jazz. Separados por el canal de la Mancha durante el conflicto, no se dio la ocasión propicia para que la tocaran juntos; más vale tarde que nunca, como se suele decir.
Je suis seul ce soir / Signor Jazz
Je suis seul ce soir / Signor Jazz
En su libro The fireside book of chess, Irving Chernev y Fred Reinfeld elucubran sobre qué cualidades debe reunir una partida de ajedrez para que sea perfecta:
Por tanto nos enfrentamos a una paradoja: la perfección en el ajedrez solo es posible cuando uno de los oponentes comete errores. ¿Con qué habilidad se explotan estos errores? ¿Cómo de profundos son los planes para aprovecharlos? ¿Se ejecutan dichos planes de modo impecable? Una vez que respondamos a estas preguntas, sabremos si una partida de ajedrez es o no perfecta.
A continuación presentan varios tipos de “partidas perfectas”, y entre ellas, claro, ejemplos de ataques ejecutados con completa corrección. De una de estas últimas partidas llegan a afirmar, nada menos, que reúne méritos suficientes para ser considerada la mejor de ataque de todos los tiempos. Si sus méritos alcanzan o no para tan alto honor no me corresponde a mí decirlo; para adornar esta sección del blog, va sobradísima.
El destinatario de los encendidos elogios de Chernev y Reinfeld, el inglés Frank Parr (1918-2003), no fue un ajedrecista particularmente señalado, aunque a lo largo de su dilatadísima carrera se anotó algunos triunfos de cierta enjundia. Compitió 25 veces en el campeonato británico, su mejor resultado un segundo puesto en 1956. En la modalidad por correspondencia tuvo más éxito, llevándose el título hasta en cuatro ocasiones. Sin duda su victoria más relevante fue la conseguida en el torneo de Hastings en 1939/40. Este es el torneo decano del ajedrez mundial (su primera edición se remonta a 1895), y aunque en la actualidad no es un evento de primera fila, la lista de vencedores incluye, entre otros, a Pillsbury, Rubinstein, Euwe, Maróczy, Tartakower, Alekhine, Capablanca, Marshall, Flohr, Fine, Reshevsky, Szabó, Gligorić, Bronstein, Keres, Smyslov, Korchnoi, Larsen, Botvinnik, Kotov, Tal, Spassky, Stein, Portisch, Karpov, Timman, Andersson, Short y Judit Polgár: ¡casi nada!
En el salón de su casa Parr tenía colgado un tapiz que mostraba una de las posiciones clave de la partida. Me parece lógico, qué caray: cuando eres el firmante de semejante obra maestra, ¿para qué vestir la mejor pared de tu casa con un insípido bodegón?