La música: “Helplessness blues” de Fleet Foxes
Se me parte el corazón cuando leo que las compañías discográficas han visto caer sus ventas un 50% en la última década debido a las descargas ilegales en Internet. De veras, se me parte.
Bien es cierto que al principio de la era digital no protestaban tanto, por ejemplo cuando te clavaban 3000 pesetazas de las de los ochenta por un cedé, el doble de lo que costaba un vinilo, y eso que se ahorraban un montón en portadas y otros costes. (Formato, dicho sea de paso, que aunque dista de ser perfecto no se han molestado en hacer evolucionar en treinta años). Tampoco hubo demasiado problema con la aparición de las grabadoras de compactos, total venían a venderlas más o menos las mismas compañías, que también comercializaban los cedés vírgenes. Se les gravaba con un canon para cubrir holgadamente las posibles pérdidas por copias y santas pascuas.
Pero, amigo, la cosa empezó a ponerse fea con la aparición del formato mp3, motores de búsqueda como Napster o Audiogalaxy y las redes P2P. Se ha hecho necesario tomar cartas en el asunto. Entiéndase, no es una cuestión de dinero, qué va, sino de principios: ¿quién va a cuidar si no de los pobres artistas, expoliados como están por los desaprensivos piratas de la red?
Bien, veamos lo que opina uno de ellos, Robin Pecknold, cantante y factótum de Fleet Foxes, una de las bandas que sin duda va a marcar tendencia los próximos años. En declaraciones a la BBC:
He descargado cientos y cientos de discos a través de Internet, ¿por qué debería importarme que otros hagan lo mismo con los nuestros? Hay que ser muy mezquino para eso. Quiero decir, ¿cuándo dinero necesita de verdad una persona? Me da asco oír a la gente quejarse de eso, la verdad.
Robin Pecknold, eres mi ídolo.
Helplessness blues / Fleet Foxes
Helplessness blues / Fleet Foxes letra y traducción
Con apenas dos álbumes, Fleet Foxes (2008) y Helplessness blues (2011), el grupo tiene ya a toda la crítica rendida. No han descubierto la pólvora, ni mucho menos; sus apabullantes armonías vocales beben de fuentes tan obvias como los Beach Boys, Simon & Garfunkel o los Zombies. (Sí, hay un gran grupo de los sesenta que se llama así, igual os lo pongo algún día. Que el nombre sea una tontuna no tiene nada que ver; y ni siquiera es peor que “los escarabajos del ritmo”, que es el que eligieron ciertos jovenzuelos de Liverpool…) La gracia está en que, como acabáis de escuchar, suenan fresquísimo.
De los dos discos prefiero sin dudar el segundo, que me parece más confiado y compacto. Además, igual son imaginaciones mías, pero Pecknold, que es vegetariano radical, ha debido de usar los huevos que no se come en casa para aclararse la voz, que ahora intuyo más limpia. Podéis comprobarlo por ejemplo en Someone you’d admire, si preferís una canción de corte intimista, o en Grown ocean, si os apetece algo más dinámico.
Esto no significa que el primer trabajo sea desdeñable, todo lo contrario. He doesn’t know why, por mencionar uno de sus temas, es excelente, y tan auténtico como el rebaño de cabras que metieron en la casa, establo o donde fuera que filmaran el vídeo. Con las barbas y greñas que lucen, parece mismamente que marchan de camino al portal de Belén.
Momento y lugar: Campeonato de Federaciones Rusas, Rostov 1962. Entre las mesas pasea tranquilamente Oleg Chernikov, un fuerte maestro al que espera, o eso cree él, una jornada de lo más plácida. Su oponente, con blancas, ha entrado en una variante de tablas muertas, sin duda en busca de un empate rápido. Y sin embargo, pasa el tiempo y el adversario no mueve. Diez, veinte, hasta cuarenta minutos. De repente, uno de los chicos que cuidan de los tableros murales se le acerca muy excitado y le dice: ¡Señor, su oponente acaba de entregar la dama!
Chernikov no despegó el trasero de su silla el resto de la tarde. Sabía de sobra que los ataques de su rival, incluso con dama de menos, no eran cosa de tomarse a broma. No en vano había machacado en sendas, asombrosas y muy conocidas partidas a jugadores del rango de Polugaevsky y el mismísimo Mikhail Tal, a este último apenas meses después de haber perdido la corona mundial ante Botvinnik.
Desde luego Rashid Gibiatovich Nezhmetdinov (1912-1974), que así se llamaba el adversario de Chernikov, era un ajedrecista muy poco convencional. Para empezar, por diversas razones (una de ellas que pasó varios años jugando con notable éxito a las damas, una especialidad muy apreciada en su país) no empezó a competir en serio hasta 1946, a una edad en la que generalmente un jugador o está en el cénit de su carrera o ya ha dejado atrás sus mayores logros. Curiosamente, nunca obtuvo el título de gran maestro, y eso a pesar de haber ganado el campeonato de Rusia 5 veces, que aunque en esos tiempos no tenía un nivel comparable al campeonato soviético, no dejaba de ser un torneo muy duro. Su problema, como el de tantos jugadores de su generación, fue que apenas pudo competir fuera de la Unión Soviética, y las estrictas normas de entonces exigían la participación en torneos internacionales para obtener el máximo título.
Hay que reconocer que el juego de Nezhmetdinov presentaba ciertas lagunas a nivel posicional y estratégico y eso marró su progresión, pero ay de aquel que osara enfrentarse a él en una posición abierta donde pudiera desplegar toda su creatividad. Hablan tres campeones del mundo; Botvinnik: “Nadie ve las combinaciones como Nezhmetdinov”; Euwe: “Fue, hasta el grado más alto, Gran Maestro de la belleza en el ajedrez”; Tal: “Los jugadores mueren, los torneos se olvidan, pero las obras de artistas de su talla les trascienden y viven para siempre”. No esta mal para un simple “maestro”…
No os he dicho como acabó la partida Nezhmetdinov-Chernikov, aunque seguro que lo imagináis. De hecho, los demás participantes en el torneo decidieron por unanimidad que el premio a la partida más bella se le otorgara directamente a Nezhmetdinov. Fue uno de los muchísimos que ganó a lo largo de su carrera.
Nezhmetdinov-Chernikov, Rostov 1962
Mencioné antes de pasada las partidas Polugaevsky-Nezhmetdinov, Sochi 1958 y Nezhmetdinov-Tal, Bakú 1961. Hay que verlas para creerlas, de modo que ¿para qué derrochar superlativos cuando puedo transcribir las opiniones de los propios derrotados? Polugaevsky: “Debo de haber vencido a Rashid en una docena de partidas. Pero aquella derrota fue tan buena que con gusto las hubiera cambiado todas por estar al otro lado del tablero”. Tal: “Fue el día más feliz de mi vida”.
Ambas, junto a la de hoy, son sus producciones más famosas, pero Nezhmetdinov tiene partidas brillantes a carretadas. Nezhmetdinov-Kotkov, Krasnodar 1957 es una de tantas; quizás no sea del mismo rango que las anteriores, pero más de un gran maestro daría un dedo por haberla jugado.