Presentando a una poetisa de los urinarios, un huno reconvertido a pastelero y otros sublimes fracasados. Se trata, por tanto, de un cuento de hadas posmoderno y proletario, donde las princesas extravían pendrives en lugar de zapatitos y los castillos son ominosas plantas de reciclaje. Los finales de los cuentos de hadas posmodernos no suelen ser los canónicos, pero con el de este vais a aplaudir hasta que os ardan las manos.
Os juro que necesito toda la calma, e incluso el karma, de mis clases de yoga, para no lanzar el mando a distancia a la tele durante los informativos. Venga la misma avalancha de malas noticias, como si no pudiera haberlas de otro tipo; la gasolina siempre sube, la bolsa siempre baja, los pantanos siempre se secan. El vertido de negritud contamina ya hasta la sección de deportes, donde las novedades en el tenis o el baloncesto de élite han sido desplazadas por eventos de lo más desagradable: el ciclista atropellado por un borracho, el alpinista despeñado por un barranco, los sórdidos abusos de un entrenador de juveniles.
La culpa no es de las emisoras, al menos principalmente. El hecho cierto es que las noticias que de veras interesan a la gente (aunque de boquilla se finja lo contrario) son las negativas; existe incluso un estudio de 2014 de dos politólogos, Marc Trussler (Estados Unidos) y Stuart Soroka (Canadá), que lo prueba con abrumadora evidencia estadística. No sé de dónde le sale esa vena masoquista a la raza humana. A lo mejor es un mecanismo virgencica-que-me-quede-como-estoy de nuestro subconsciente, íntimamente aliviado de que las cosas anómalas les pasen a otros; ya que, con lo corrientuchos que somos, si algo inusual nos sucede lo lógico es que sea malo.
Pues id diciéndole a vuestro subconsciente que este silogismo, aparte de cenizo, es falaz de cabo a rabo. Jean-Paul Didierlaurent es un contraejemplo muy a propósito, incluso doblemente a propósito. Tras aprobar las pertinentes oposiciones, este francés de los Vosgos (La Bresse, 1962) ha pasado toda su vida laboral en el servicio de atención al cliente de la compañía nacional de telecomunicaciones (la histórica France Télécom, luego privatizada como Orange). Se me ocurren trabajos menos estimulantes que ese, pero no muchos. Bien, el caso que es fascinado desde chico con las palabras, en 1997 se apuntó a un concurso local de relatos, que ganó tras ardua competición con otro cuento ¡que también resultó ser suyo! Y así sucesivamente: más o menos una vez por año escribía una historia, la enviaba a algún certamen y lo ganaba. Todo esto en sus ratos libres, obviamente, porque una plaza fija es una plaza fija y vivir del cuento es inviable. Hasta que por fin, cumplidos ya los cincuenta, se lía la manta a la cabeza… y pide una excedencia de un mes sin sueldo para escribir una novela que hacía años le rondaba la cabeza y que acabó, tras reintegrarse a su puesto, un año después. La contrató una pequeña editorial, Au diable vauvert; su título, El lector del tren de las 6.27. Pues nada, solo en Francia ya se han vendido centenares de miles de copias. Así porque sí. También se han vendido los derechos de traducción a veintitantos países, y esto incluso antes de que se distribuyera a las librerías, así de tremendas fueron las reseñas previas; y está en proyecto el rodaje de una película. Es como si medio mundo hubiera enloquecido de golpe con la novela; yo he enloquecido con la novela; y vosotros, os lo garantizo, lo vais a hacer también.
Y no porque Guylain Vignolles, su protagonista, sea de los que despiertan pasiones. Treinta y seis años, soltero y sin compromiso, ni guapo ni feo, ni gordo ni flaco, ni frío ni calor. El infortunio le persigue desde la pila bautismal, literalmente, porque su nombre se presta a un infame retruécano, “vilain guignol” (feo monigote), que le ha hecho víctima de innumerables bromas. (¿Tira el autor de sus propios recuerdos? Su nombre también es singular por ser la suma de cuatro, Jean, Paul, Didier y Laurent, es decir, Juan, Pablo, Desiderio y Lorenzo). Así que Guylain ha optado por volverse invisible, por “fundirse con el paisaje hasta negarse a sí mismo y limitarse a ser un lugar nunca visitado”. Su trabajo es la deprimente guinda de su existencia: se gana la vida como obrero en una planta de reciclado de papel, triturando en una máquina espantosa, a la que llama “la Cosa”, libros que las editoriales no logran vender. Y sin embargo, Guylain ha dado con un método para aliviar, siquiera mínimamente, su desconsuelo; un modo de vengarse, a su manera, del artefacto atroz. Cada día, durante los veinte minutos que dura el trayecto de tren desde su casa a la planta, lee en voz alta a los otros viajeros hojas sueltas que el azar ha librado de las voraces fauces de la Cosa: un fragmento de novela policiaca, una receta de cocina, escenas románticas un tanto subidas de tono. Hasta que una mañana encuentra un pendrive en el vagón con varios textos grabados; escritos por una misteriosa chica, Julie, que limpia los aseos de un anónimo centro comercial. Y en el microcosmos de Guylain, que suponíamos encallado en la rutina inalterable de los días, algo empezará a moverse.
Un microcosmos poblado por una troupe de fracasados de tomo y lomo, que no obstante se resisten a que la oscuridad invada del todo sus vidas. Como Yvon, el vigilante de la planta, que habla en versos alejandrinos. O Giuseppe Carminetti, que ocupaba el puesto de Guylain hasta que la técnicamente conocida como Zerstor 500 engulló sus piernas, y ahora anda embarcado en un delirante plan para recuperarlas. Sin olvidar a las hermanas Delacôte, dos solteronas que cada día suben al tren por el mero gusto de oír a Guylain, y que saben de un lugar donde podría practicar con gran éxito su improbable pasatiempo; ni a la tía de Julie, toda una filósofa del inodoro y la lejía. Habréis notado que el amor a las palabras es la argamasa que compacta a esta panda de marginales: Guylain las lee, Yvon las declama, las Delacôte las escuchan, Julie las escribe, su tía las troca en aforismos; para Giuseppe, por fin, son ya inseparables de su carne. Vosotros también amaréis las palabras de Jean-Paul Didierlaurent, que ha aprovechado su experiencia en las distancias cortas para armar una historia que nunca se enfría, que oculta una sorpresa a cada vuelta de página; teñida de un humor finísimo, hasta en lo escatológico (“tialogismo n.º 3: en los lavabos, el poder pertenece siempre a quien posee el papel”), ajeno a las tentaciones del azúcar o el vinagre. Hacía eones que no devoraba un libro como he devorado este, obligándome a parar para que no se me gastara antes de tiempo; y un poco enfadado con Didierlaurent, casi os diría. Porque qué final, me preguntaba, feliz o triste me daba lo mismo, podría estar a la altura de un relato tan magnífico. No paséis cuidado. El final es sublime.
Comenta Didierlaurent que al acabar comprendió que había escrito un cuento de hadas contemporáneo. Con su príncipe y su princesa, por mucho que esta extravíe memorias USB en vez de zapatos de cristal. Tampoco faltan el monstruo hambriento y aterrador (la Zerstor 500), el villano sin corazón (el implacable jefe Kowalski), unas hadas despistadas (las damas del geriátrico Las Glicinas) y hasta un duende, Giuseppe, cuyas dotes taumatúrgicas son bastante mayores de lo que sugieren su ausencia de extremidades y su afición al tintorro. Y como todos los cuentos de hadas, este tiene su moraleja, moralejas más bien. La más obvia, la que ha encandilado a tantos miles de lectores, es que la gente corriente cuenta. Tras los rostros sin nombre que nos cruzamos en el metro o en el tranvía hay personas que sufren y sueñan, que albergan una grandeza en su interior que desconocemos y acaso desconozcan ellos también. Pero la peripecia de Guylain Vignolles propone también, y esto ya es más sutil, un posible camino hacia la redención; el único, en realidad, a nuestro alcance. Porque (fijaos cuando leáis el libro) lo que le va ocurriendo a Guylain no es tan fortuito como parece; si queremos abrir una rendija a lo extraordinario, hacer siempre lo correcto es nuestra mejor chance.
Ya lo sé, ya lo sé, los telediarios también cuentan noticias bonitas a veces. Como en mayo pasado, cuando Mamoudou Gassama, un sin papeles de Mali, escaló cuatro pisos de la fachada de un edificio parisino para rescatar a un crío que, desatendido por su familia, colgaba de un balcón sujeto tan solo con sus manos. De este suceso alucinante se hicieron eco multitud de medios, y Emmanuel Macron se echó la pertinente foto concediéndole la nacionalidad francesa por su heroísmo. No son días para ser malpensados, por lo que no nos plantearemos la que habrían organizado esos mismos medios si el Spiderman africano hubiese perdido pie. Sí lo son para pedir deseos, y ahí va el mío: mandamases de Atresmedia, Mediaset y RTVE, denle más cancha a la gente corriente y moliente, a esa cuyos días transcurren sin que les pase nada en especial. A Johnny Jennings, por ejemplo, un octogenario de Ringgold, Georgia, que lleva tres décadas reciclando papel y cartón y donando las ganancias (cercanas al medio millón de dólares, el equivalente a unos 80000 árboles) a una casa de acogida de la localidad. O a Irmela Schramm, una abuela berlinesa que durante un tiempo similar se ha paseado por la ciudad con un kit de pintura roja, quitaesmalte de uñas y una lija. Cada vez que ve una pegatina o un grafiti con una esvástica, los elimina y los reemplaza por un corazón; van ya unos 130000. O a Ramana Rao, un médico indio, que el día después de doctorarse, en 1973, abrió una pequeña clínica en Bangalore. Ayudado por su mujer, sus hijos (todos médicos) y algunos voluntarios, ha atendido desde entonces a dos millones de personas, sin cobrar una rupia por sus servicios.
Lo dicho, gente corriente y moliente.
El lector del tren de las 6.27
Le liseur du 6h27 (original en francés)
En la música lo corriente es el pop (apócope, claro, de popular), de ahí lo mucho que incomoda a los artistas con aspiraciones que les coloquen esa etiqueta. Es decir: que les encantaría vender tantos discos como Taylor Swift o Justin Bieber pero tocando lo que les da la gana. Es decir: vivir en un continuo espacio-tiempo absolutamente ajeno al que surgió del Big Bang. Billy Joel, por ejemplo, se las ha tenido más que tiesas con la crítica, y cierta razón lleva porque sus inicios sesenteros fueron indudablemente antagónicos a lo pastelero: véase Attila, un abismal dúo (órgano y batería) de psico-progresivo-hard-rock cuyo único álbum tuvo la exacta repercusión que merecía, o sea, ninguna. La debacle fue de alcance, porque Billy acabó tan deprimido que intentó suicidarse bebiéndose una botella de limpiamuebles, aunque algo sacó en claro del episodio: le birló la esposa a su colega.
Joel se reconstruyó en los setenta como cantautor melódico y entonces sí empezó a sonreírle el éxito, aunque no tanto, como apuntaba, la ceñuda crítica. De “Just the way you are” (en The stranger, 1977) dudó al principio hasta el propio compositor, que la intuía meramente alimenticia, carnaza para bodas. En esto tampoco le faltaba razón, y mucha, porque llegó al #3 de las listas estadounidenses —y ganó un Grammy— con ella y ha puesto fondo a infinidad de “sí quieros”. Lo cual, al menos a veces, no está reñido con la excelencia, y este es uno de esos casos. Puntos fuertes: 1) Le gusta a Paul McCartney. Si el más eximio confitero de todos los tiempos afirma que “Just the way you are” es de los pocos temas —no suyos—, junto con “Stardust” y “God only knows”, que le gustaría haber escrito, ojito. 2) El sabor a samba de la percusión. Una aportación del productor del álbum, Phil Ramone, y el batería, Liberty DeVitto, que golpea al unísono con escobilla y baqueta. La bossa nova nunca puede ser un error. 3) El doble solo de saxo de Phil Woods. Hay dos versiones de “Just the way you are” tan soberbias (de Barry White y Diana Krall) que casi las prefiero a esta. Casi: la aportación de este eminente jazzman, al que le pagaron 500 miserables dólares (sin royalties) por su trabajo, deshace limpiamente el empate. El mejor dinero que Ramone gastó en su vida. 4) Los coros. La cinta en bucle para los fondos vocales está fusilada directamente del “I’m not in love” de 10cc. Copiar de los buenos es de listos. 5) La letra. No hay peligro de que Joel reciba el Nobel de Literatura, pero esta vez se lució con los versos. La canción fue un regalo de cumpleaños para Elizabeth Weber, su primera esposa (aquella que le robó al otro bárbaro de Attila) y ensalza precisamente el amor sencillo, desprovisto de hipérbole y drama, y no obstante extraordinario. Por auténtico.
Puntos débiles: ninguno, o no la tendríais a tiro de clic. Si acaso, quizás, el gafe. Cinco años después Joel se divorció de Weber, y por lo visto es reincidente (ya va por su cuarto matrimonio): “Cada vez que dedico una canción a alguien con quien mantengo una relación, esta no dura”, declaró una vez. “Es una especie de maldición: aquí tienes tu canción, si quieres nos despedimos ya”. Los cuentos de hadas posmodernos pecan de ese problema, sus finales son también posmodernos a veces.
Just the way you are / Billy Joel
Just the way you are / Billy Joel letra y traducción
Wrapped up in books / Belle and Sebastian
Wrapped up in books / Belle and Sebastian letra y traducción
Más la navideña de rigor, no hay que perder las buenas costumbres. Desde que Judy Garland la lanzará, allá por 1944, “Have yourself a merry little Christmas” se ha convertido en uno de los estándares de la estación más sobados y melifluos, pero esta versión es tan fresca que cuesta reconocerla. La firma Ben Laver, un joven músico británico de formación clásica que también sabe trastear con las nuevas tecnologías. Aquí opta por un piano de pared de los de toda la vida, con una particularidad: le aplica la sordina. Se trata de un dispositivo que introduce una tela de fieltro entre los macillos y las cuerdas, al objeto de amortiguar el sonido y poder practicar en tu piso sin volver (del todo) locos a los vecinos. El efecto, casero y mullido, sumado a las atípicas oscilaciones de tonalidad que introduce Laver, revela un hecho sorprendente: “Have yourself a merry little Christmas” es un canción verdaderamente bonita.
Have yourself a merry little Christmas / Ben Laver
Have yourself a merry little Christmas / Ben Laver
Pierre-Antoine Cathignol no habría desentonado entre los secundarios de El lector del tren de las 6.27, y no solo porque su apellido suena parecido al de Guylain. Soltero a su pesar (le rechazaron tres propuestas de matrimonio) y, en general, un fracaso —así se describe él— en casi todo en la vida, ocupa sus días de pensionista recopilando información genealógica sobre sus ancestros, litigando con la administración local de Clermont-Ferrand (ciudad donde ha vivido casi toda su vida) y haciendo campaña en defensa de los derechos de los animales. Antes componía problemas y estudios de ajedrez, que han sido publicados en revistas especializadas (Diagrammes principalmente), e inventaba peculiares problemas de matemática recreativa (si queréis probar suerte, regala libros a quien se los resuelva); con el protagonista de algunos, un astrónomo llamado Diophantix Alexandrix, habría simpatizado sin duda Yvon, el vate-segurata de la novela.
Ignoro si en otras facetas de su vida Cathignol ha sido un desastre, pero como compositor de ajedrez garantizado que no. Aunque es problemista principalmente, en 1981 compuso un estudio aplaudidísimo cuya posición de partida es, sin discusión, la más coqueta de cuantas hemos visto (y veremos) en el blog. Está inspirado en una maniobra bien conocida que Carlo Francesco Cozio, un ajedrecista italiano del dieciocho, presentó en su obra Il giuoco degli scacchi (1766), e ilustra el diagrama de abajo. En esta posición las blancas ganan mediante 1.g6! y no hay forma de evitar la coronación: si 1…fxg6 entonces 2.h6! fuerza 2…gxh6 y 3.f6 decide. Análogamente, si 1…hxg6 seguiría 2.f6! gxf6 3.h6. En su estudio Cathignol hace lo mismo solo que enfrentando ¡ocho peones contra ocho!: una plantilla entera de obreros del tablero, uno de los cuales, exactamente uno, cobrará al final del día una señora paga extra.
Como os decía, Cathignol es sobre todo experto en problemas de mate directo, más específicamente duelos de caballo contra alfil que consigue alargar hasta extremos inauditos. Hace unos años os mostré un ejemplo clásico con esta alineación, en formato de estudio, pero el francés se supera con un mate en 28 jugadas durante el que no se produce ni una sola captura. Cathignol afirma, y me lo creo, que es un récord mundial: no existe en toda la historia de la problemística un mate sin capturas de esta longitud. Y no es solo el tamaño: la maniobra ganadora es de una finura inmensa, casi de cuento de hadas.
Fracasos como estos todos los que quieras, Pierre-Antoine.
Estudio de P.-A. Cathignol, Thèmes-64 1981
Problema de P.-A. Cathignol, Diagrammes 2004
Querido Víctor,
Gracias de corazón por dedicarme esta entrada. Te diré que me he saltado adrede la parte central en la que desgranas un poco el libro, porque con la pasión con la que hablabas de él el otro día ya me convenciste de sobra, y prefiero leer más a ciegas. Ya te diré cuando lo acabe 🙂
Estoy demasiado de acuerdo contigo en la negrura de los telediarios. Los veo a regañadientes, con un ojo abierto y otro cerrado, porque a mí también me gusta leer noticias más amables, que las hay. Por eso me gusta el periodismo científico: sus noticias suelen ser alentadoras y prometer un mundo mejor; al menos, los científicos lo intentan.
Me quedo con los 3 últimos personajes que comentas para endulzar un poco esta Navidad.
Gracias de nuevo, un honor aparecer entre tus talentosas líneas.
Un abrazo enorme.
P. D. Amo a Billy Joel.
¿Sabes lo que más detesto de todo? Ese momento en el que el presentador de turno, poniendo cara muyyyyy seria, te suelta: “Les advertimos de que las imágenes que van a ver a continuación son muy duras.” ¡Brrrr…!
P.P.D. Amo a las que aman a Billy Joel. 😛 😛 😛
Clarooooooooo, ¡¡¡si son muy duras no las emitas!!! 🙁
P.D. :))))