Una del oeste, de las que llaman crepusculares. En el reparto figuran dos cowboys vestidos de blanco, un indio medio loco de edad prodigiosa, un puma sanguinario que acecha en las montañas y unos forajidos que siembran el pánico en la frontera mexicana. Hay épica, amor y linchamientos, la esencia del Far West. Al final, como mandan los cánones, unos jinetes cabalgan hacia el ocaso, aunque la escena defrauda un poco: el sol poniente, visto de cerca, resulta ser un montón de estiércol.
Es como si también el planeta hubiera pillado la gripe.
Lo peor es que, lejos de mejorar, al paciente le sigue subiendo la fiebre. La prensa, tan agorera y catastrofista como siempre, se ha regodeado estos días con un dato: 2015, 2016 y 2017 han sido los años más calurosos desde que hay registros. A los que habitamos la España meridional no hacía falta que nos lo dijeran, en el preciso día que estoy escribiendo esto, en lo más crudo del invierno, el mercurio ha alcanzado los veintibastantes. La cifra casi ni asusta de lo extravagante que es, como esas películas tan exageradamente sangrientas que terminan dándote risa. Si por algo me fastidia, aparte de por lo obvio, saber que no estaré vivo dentro un siglo, es por auténtica curiosidad científica: ¿se habrá descubierto para entonces la vacuna medioambiental que le salve el pellejo al enfermo, o habrá estirado definitivamente la pata? Cuando vienen mal dadas, la gente reacciona a veces atiborrándose de algo que le gusta. Es un comportamiento necio, aunque excusable, del que no puedo presumir estar inmunizado. De modo que: al igual que los estudiantes que se hartan a dulces para quitarse el mal sabor de boca por un examen fallido, yo os propongo que apacigüemos nuestra ansiedad por el calentamiento global dándonos un atracón… de nieve. Si no la tenéis a mano no hay problema, encontraréis toda la queráis, y más, en The track of the cat, un asombroso western de Walter Van Tilburg Clark.
Una del oeste en el blog, sí, aunque no de la clase que imaginaríais. Con su primera novela, The Ox-Box incident (1940), donde tres presuntos cuatreros acaban linchados por un asesinato que no solo no han cometido, sino que ni siquiera se ha producido, Clark ya había enloquecido a los expertos volteando todos los estereotipos del género. Se la considera el primer western propiamente moderno: el crítico Clifton Fadiman no dudó en compararle con Dashiell Hammett, afirmando que había logrado con el western lo mismo que este con el relato de detectives, es decir, transformarlo en arte literario. The track of the cat, publicada nueve años después, confirma con intereses todo lo bueno que anticipaba The Ox-Box incident, aunque por razones que se desconocen, y sobre las que se ha especulado bastante, supuso el fin de su breve carrera como narrador, que abandonó para dedicarse la docencia. Admite perfectamente una lectura lineal, porque la historia te mantiene en vilo y la prosa medida de Clark retrata con el mismo vigor la sofocante batalla de voluntades que acontece puertas adentro y la neurótica embriaguez de la persecución a campo abierto. Pero es también, y sobre todo, una compleja alegoría sobre el mal; su esencia, y su presencia inevitable en el mundo y las almas de los hombres.
El lugar: un valle en el estado de Nevada, tajado, a la manera de una cicatriz, por un cañón majestuoso. En medio del valle, aislado del resto del mundo, está el rancho de los hermanos Bridges. Arthur, el mayor, tiene más de poeta que de ganadero; Curt en cambio es el gran tirador, el hombre curtido y, en la práctica, el jefe de la propiedad; el joven Harold, por fin, camina un tanto empequeñecido a la sombra de los otros dos. Las nieves han llegado antes este año, y con ellas un sanguinario puma de piel oscura que se ha instalado en el cañón y está causando estragos entre las reses de la familia. Un cielo de plomo amenaza temporal, pero Curt no se lo piensa dos veces y parte con Arthur en su busca. La expedición es un desastre: Arthur, perdido como siempre en sus ensoñaciones, es atacado por sorpresa por el animal y muere. Entra en acción, así, el gran protagonista de la novela, que no es tanto el puma físico como el Puma Negro, con mayúsculas, que es blanco en realidad; del color de las montañas que se ciernen, acechantes y ultrajadas, sobre unos invasores que nunca fueron bienvenidos. Es un enemigo maligno, sí, en cuanto que hostil al hombre, pero su malignidad es tan ambigua como su coloración; a fin de cuentas, si una bacteria tuviese cerebro, también apreciaría malevolencia en los anticuerpos del organismo que intenta exterminarla.
No caben matices, en cambio, para el mal que infesta el interior del rancho, focalizado en la enlutada matriarca del clan. Su marido y la única hija de la pareja, Grace, remedan a su modo las personalidades de Curt y Arthur, pero degradados por el alcohol, el primero, y la desesperanza, la segunda, no son rivales para la amargada puritana, que usa su biblia como una garra, y que concibe como obscenos accidentes la belleza y el amor. Tiene a su alcance, por cierto, a una presa idónea, la novia de Harold, que no ha podido elegir peor momento para visitar a su chico. Curt, entretanto, ata el cadáver a su caballo y lo envía de vuelta a casa, pero él permanece en el cañón. Ha llegado la hora: bajo el cielo, bajo el techo, comienza la cacería.
Pero el desenlace se demora. El puma posee un instinto casi sobrenatural para escabullirse, y Arthur no debería ser enterrado hasta que Curt regrese. La misma acción parece transcurrir a cámara lenta, como despacio avanza Curt, envuelto en la mortaja blanca de la tormenta, como poco a poco se curvan los hombros de los Bridges bajo el peso omnipresente de la muerte. Y sin embargo el tiempo apremia, porque la comida va escaseando en el zurrón, y los primeros gases de la descomposición ya se huelen en la cocina. Paulatinamente, el relato adquiere la textura de una pesadilla gótica y dejamos de distinguir quién es quién, como si cazador y presa corrieran en círculo y la segunda cobrase la necesaria ventaja para aparecer de súbito a espaldas de su perseguidor. Joe Sam, un indio de edad prodigiosa que trabaja para los Bridges, cuya familia diezmó antaño una bestia similar a la que da caza (¿a?) Curt, asume un rol curiosamente semejante al del coro en una tragedia griega, replicando en el rancho, con sus atávicos rituales, el drama que se vive en los riscos del cañón.
Walter Van Tilburg Clark no hace prisioneros, os lo advierto. Sería como hacerse trampas en el solitario, una traición al lector. El mal es inapelable, indestructible; no es posible extirparlo porque es parte integral de nosotros, como no podemos arrancarnos la piel. Se diría que lo necesitamos: para mantenernos alerta, para no dormirnos en la guardia cuando la noche parece tranquila. Si el mundo acaba convirtiéndose en una caldera infernal estaremos en nuestra salsa, porque somos cualquier cosa menos ángeles.
Lo que tenga que pasar de aquí a cien años, pasará. Y aunque no podré verlo, soy optimista: sé que, de un modo u otro, algo se nos ocurrirá. No a base de ecologismo ajijí, de ese que algunos practican desde smartphones fabricados en los más denigrantes y tóxicos entornos laborales del planeta; ni desde la bulimia hiperconsumista que declara como obsoletos objetos a los que aún no les caducó la garantía. En algún lugar, a horcajadas entre lo vanamente espiritual y lo salvajemente material, existe una solución, y la mente humana sabrá encontrarla. Llevamos los suficientes miles de años en el negocio para merecernos el beneficio de la duda, y no nos hemos paseado por los cráteres lunares para ahora arredrarnos por unos gradillos de más. Algún día, ya lo veréis, volverá a nevar.
Luego, cuando el ventisquero nos deje incomunicados en la AP-6, nos quejaremos, pero ese es otro tema.
The track of the cat (original en inglés)
En música y ajedrez de diez hemos coqueteado con el country más de una vez, desde una versión de “The hawk” que pone la carne de gallina, cortesía de Mark Isham y Marianne Faithfull, hasta híbridos tan refrescantes como este tema de los hermanos Avett, pero tratándose de musicar un western no debemos conformarnos más que con country de pura cepa. En su formato más hardcore de trata de un género muy raquítico melódica y armónicamente, así que es difícil que una genuina canción country te enganche a menos que aporte un cierto valor añadido, bien por su letra, bien por esa mezcla imprecisa de voz, presencia e interpretación que llamamos carisma.
Aplicado a Townes Van Zandt, el calificativo “carismático” parece un chiste malo. Su garganta no podía compararse ni de lejos con las de los totémicos Johnny Cash o Willie Nelson; y bipolar e hipersensible por naturaleza, enflaquecido por sus atroces adicciones, no era precisamente de los que te ponen un escenario patas arriba. No puedes evitar preguntarte qué diantres se le había perdido en esos locales cutres donde actuaba para cuatro gatos, viviendo en hoteles baratos y cabañas sin electricidad ni agua corriente; siendo, como era, excepcionalmente inteligente y encima de una familia adinerada de Texas con intereses en el negocio petrolífero. No hay una respuesta simple para eso. En los ochenta cambió su suerte, al menos en apariencia. Artistas de bastante relumbrón (Emmylou Harris y Don Williams, Merle Haggard y el citado Nelson) versionaron con gran éxito dos de sus temas, y gracias a los royalties su situación financiera se estabilizó. Se dejó ver por televisión, su música empezó a apreciarse en las Islas Británicas, donde dio bastantes conciertos. Pero sus demonios íntimos, fueran los que fuesen, seguían reclamando su ración de vodka y heroína, y el día de Año Nuevo de 1997, tenía 52 años, su corazón dijo basta. Como os comentaba, no es fácil explicar, o entender, qué impulsa a alguien a autodestruirse así. Él soñaba, decía, con hallar “esa nota exacta” con la que alguien pudiera conectar (“una persona, no más”) hasta el extremo de cambiar su vida, y lo sacrificó todo, literalmente todo, en pos de ese ideal desmesurado. Cuando lo escuchas desgranar, con su voz dulcemente imperfecta, cualquiera de sus canciones de amor, frontera y oscuridad, sabes de inmediato que cuanto te cuenta es auténtico; tal es la esencia de su singularidad, y su grandeza, como artista.
Esto en cuanto al carisma. En cuanto a sus textos no hay mucho que discutir, nadie en el country los ha escrito así de buenos. Otro de los grandes del género, Steve Earle, tiró una vez por elevación: “Es el mejor letrista del mundo entero, y me subiría a la mesa de Bob Dylan con mis botas de cowboy para decirlo”. Van Zandt era el primero en tomarse a guasa esta blasfemia (“He visto a los guardaespaldas de Bob, y si Steve cree que puede subirse a su mesa está gravemente equivocado”), pero sirve para os hagáis una idea de su musculatura lírica (el dios Dylan, dicho sea de paso, le admiraba tanto que le propuso varias veces, sin éxito, trabajar en colaboración). Una musculatura que, en el caso de “Pancho and Lefty”, envidiaría hasta El Increíble Hulk.
“Pancho and Lefty” (incluida en un álbum de 1972, The late great Townes Van Zandt, cuyo título —“El difunto gran Townes Van Zandt”— suena casi a declaración de principios) es lo más parecido a un hit “en tiempo real” que Townes tuvo en su carrera. Sin exagerar: aunque de salida la FM la aireó bastante, su proyección se frenó enseguida porque la discográfica quebró a los pocos meses. En el documental Heartworn highways, rodado en 1975, Townes la presenta sarcásticamente, antes de interpretarla, como “un popurrí de sus grandes éxitos”, y explica que trata “de dos bandidos mexicanos que vio en televisión dos semanas después de escribirla”. En una entrevista de 1984 lo “aclara” afirmando que no debería reclamar la canción como suya, pues había aparecido en su cabeza como de la nada, y que con seguridad no pensaba en Pancho Villa mientras la escribía; si bien añade, como contradiciéndose, que alguien le dijo luego que Villa tenía un secuaz al que llamaban Zurdo (“Lefty” traducido al inglés). Y lo remata contando una anécdota reciente: se había librado de una multa por exceso de velocidad cuando los patrulleros que lo detuvieron descubrieron que era el compositor de “Pancho and Lefty”, precisamente los apodos por los que los conocían en la comisaría. “Así que creo que tal vez hable de ellos, de esos dos tipos… espero no volver a verlos en mi vida”. Para entonces “Pancho and Lefty” ya se había convertido en un éxito apabullante, gracias a la versión publicada por Nelson y Haggard un año atrás. Muchos countrifílicos, intimidados quizá por la leyenda de ambos intérpretes, o molestos por los sobrearreglos tex-mex de la grabación original, que no le hacen ningún favor (el propio Townes lo reconocía), opinan que la versión de Nelson y Haggard es la definitiva. Será porque no conocen la limpísima mezcla alternativa, mariachi-free, que vais a escuchar a continuación, recuperada con mucho tino para el recopilatorio póstumo The best of Townes van Zandt (1999), y que también puede encontrarse en Sunshine boy: The unheard studio sessions & demos 1971–1972.
Aparte las explicaciones de Townes, si a lo de antes puede llamársele explicaciones, el encanto de “Pancho and Lefty” reside justamente (además de en una melodía tan sencilla como convincente) en su muy calculada ambigüedad. Superficialmente es la historia de dos forajidos de leyenda, el temerario Pancho y el enigmático Lefty, que gozan de su libertad a rienda suelta y a espaldas de la ley. Es el cliché de los clichés del Far West, pero unos pocos versos más tarde Pancho ha muerto y Lefty se pudre en un cuchitril. Van Zandt introduce un finísimo juego de palabras: “hang around” y “slip away”, que yo he traducido como “dar tumbos por ahí” y “escurrirse”, aluden también al balanceo del ahorcado cuando se abre a sus pies la trampilla del patíbulo. Y comprendemos que de leyenda nada: Lefty y Pancho nunca preocuparon demasiado a las autoridades, que simplemente, cuando les vino bien, pagaron a uno para que traicionara al otro. Soñabas con cabalgar hacia el crepúsculo junto a tu amigo; pero el sol poniente, visto de cerca, ha resultado ser un montón de estiércol.
La vida te gasta bromas pesadas y a veces, es verdad, los sueños degeneran en pesadillas. Decidimos en función de lo que sabemos, como mejor podemos, y envejecemos cargando, para bien o para mal, con el peso de esas decisiones. Ahora la misteriosa estrofa inicial cobra pleno sentido: no es a Pancho, ni a Lefty, a quien le huele el aliento a queroseno, sino a Townes, y él lo sabe mejor que nadie.
Pancho and Lefty / Townes Van Zandt
Pancho and Lefty / Townes Van Zandt letra y traducción
No faltan los besugos (como una política por todos conocida, que en su día puso firmes a los mozos manchegos como Guapa de la Feria de Albacete y ahora pone firmes a nuestras tropas como ministra de Defensa) que se implantan “de” delante del apellido para simular una supuesta ascendencia aristocrática (como si eso fuera positivo), pero lo habitual es que la preposición anteceda a un apellido de los llamados toponímicos, es decir, originado en un cierto lugar. Este sitio suele ser una población (de Burgos, Dávila…), un accidente geográfico (del Río, de la Vega) una construcción (de la Torre, del Pozo) o de carácter vegetal (del Bosque, del Manzano). La idea se reproduce en otras lenguas romances, por ejemplo en el portugués “da Costa” o el italiano “della Chièsa”, e incluso en esa jerigonza, el neerlandés, que me resisto a llamar idioma porque es tan indescifrable que valdría para encriptar datos bancarios. Aquí es la partícula “van” es la que hace el papel de “de”, y además de en Holanda la encontramos (debido a la emigración de colonos de esta nacionalidad al Nuevo Mundo durante el siglo diecisiete) en algunos apellidos estadounidenses, en concreto los de dos de nuestros invitados del día —en el caso del novelista reciclado a segundo nombre—: así, Van Zandt podría traducirse por “del Acantilado” (lo que no deja de tener su cierta macabra retranca, conocida la vida del personaje) en tanto que Van Tilburg equivaldría a oriundo de Tilburgo, una de las de las ciudades más importantes de los Paises Bajos.
Entre los aficionados al ajedrez, esta localidad es recordada por ser la sede del torneo más fuerte que se disputaba en el mundo en las décadas de los ochenta y —con el permiso de Linares— los noventa. Anatoly Karpov tiranizó el evento con su habitual falta de clemencia, anotándoselo en siete ocasiones y saldando con victorias sus cinco primeras participaciones, pero hoy quiero acordarme de otro fuerte jugador soviético al que le fue maravillosamente casi siempre que viajó allí: ganó en 1981 y 1986 (la primera vez que Karpov no subió a lo más alto del cajón), fue segundo en 1984 y quedó semifinalista en 1993, cuando el torneo ya se disputaba por el sistema de eliminatorias.
Decir “fuerte jugador soviético” es decir bastante, pero en el caso de Alexander Beliavsky, que es de quien os hablo, se queda muy corto, ya que luce en su palmarés cuatro campeonatos de la URSS (1974, 1980, 1987 y 1990) y dos participaciones en los cruces de Candidatos (1983 y 1985). Más este dato glamurosísimo: es el único jugador de la historia, junto a Keres y Korchnoi, que ha sido capaz de derrotar a nueve campeones del mundo (Smyslov, Tal, Petrosian, Spassky, Karpov, Kasparov, Kramnik, Anand y Carlsen; en mi entrada sobre el estonio le reservé este honor en solitario, pero Korchnoi y Beliavsky se subieron al carro cuando Carlsen destronó a Anand). De hecho, dejando a un lado a los intocables Kasparov y Karpov, probablemente sea el mejor jugador de la URSS de los ochenta, con la que ganó cuatro olimpiadas y la que lideró en Tesalónica 1984, mientras los susodichos se dejaban la salud en su inacabable e inacabado match.
En su apogeo, Big Al (como familiarmente se le conoce en el circuito) destacaba por su poderoso y creativo estilo y un muy buen feeling para las posiciones dinámicas, que compatibilizaba con un abanico de aperturas bastante ortodoxo. Otro aspecto muy destacable, y aplaudido, de su carrera ha sido su repugnancia (que todavía, con 64 años, mantiene intacta) por las tablas sin lucha, que más de una vez le ha costado la victoria en un torneo. La siguiente partida, cosecha Tilburgo 1981, está entre lo más selecto de su bodega e ilustra a la perfección su modo de entender el ajedrez. Larsen, que siempre fue un espíritu libre, se echa enseguida al monte, pero los dos cowboys blancos lo devuelven al corral en menos de lo que se dice Yippee ki-yay!