Donde se refieren algunos hechos singulares, por no decir extraordinarios. Como cobrar treinta mil euros por ocho errores; o gritar ensordecedoramente con una mordaza en la boca; o arreglárselas para no ser extraordinario, y serlo incluso así.
Sois unos lectores de lujo, y sé que mi blog os encanta, pero tampoco es razonable esperar que me hagáis caso en todo. De modo que: aunque ya os recomendé este libro de pasada, el próximo julio hará tres años, permitidme que insista. Es preciso. Porque si algún libro hay que deba aparecer obligatoriamente aquí, es este.
La acción de Las casillas de la ciudad se desarrolla en Vados, capital de diseño, al estilo de Canberra o Brasilia, del ficticio estado sudamericano de Aguazul. El astuto presidente de la república (una especie de “democracia autoritaria”), que es asimismo el fundador y alcalde de la ciudad, encarga a un experto extranjero en análisis del tráfico, Boyd Hakluyt, hacer de la perfecta Vados un lugar más perfecto todavía solventando algunos problemas menores de circulación que han aflorado últimamente. En realidad, el presunto problema de “tráfico” no es más que el síntoma de un gravísimo conflicto cultural, largo tiempo larvado, entre la dominante minoría blanca y una creciente inmigración indígena que, hacinada en chabolas y con el paraíso al alcance de los dedos, empieza a cuestionarse el presente statu quo. Atrapado entre dos fuegos, y manipulado como una pieza de ajedrez que se sacrifica a conveniencia, Hakluyt se verá arrastrado por un torbellino de agendas ocultas, políticos corruptos y propaganda subliminal de consecuencias impredecibles.
Con su famosa “trilogía del desastre” (Todos sobre Zanzíbar, Órbita inestable y El rebaño ciego) John Brunner se convertiría años más tarde en el pope de la ciencia ficción sociológica, abordando asuntos como la superpoblación, la carrera armamentística o la polución con técnicas de cierta complejidad formal, inspiradas en los collages experimentales de John Dos Passos. De momento, en Las casillas de la ciudad se nos propone un thriller político sólido y coral, que aunque no exento de irregularidades (una evidente: la sobreabundancia de personajes impide su definición), explora rigurosamente la interconexión entre racismo y economía, con el inquietante trasfondo del control de los medios y la información.
Pues ya está. La apología más tibia y menos currada de cualquiera de los libros que he presentado hasta ahora en esta nueva sección del blog. Pero para qué explayarme más, si lo que hace extraordinaria a esta novela es, precisamente, que no parece extraordinaria. Lo de “la interconexión entre racismo y economía” es solo la cáscara del huevo, una excusa para disfrazar el alucinante reto de ventriloquía literaria que supone Las casillas de la ciudad: transmutar una partida de ajedrez, jugada por jugada, en pura ficción narrativa.
No era la primera vez que se intentaba. Lewis Carroll ya se había propuesto algo semejante en Alicia a través del espejo, pero es obvio que no se lo tomó muy en serio porque el breve problema sobre el que articula el relato no tiene ni pies ni cabeza (entre otras cosas, las blancas mueven nueve veces seguidas y dos damas se enrocan). John Brunner lo hizo bien. Para empezar, en vez de construir una absurda partida a su conveniencia, se ciñó a una real y además del más alto rango, en concreto la decimosexta del campeonato mundial que Steinitz y Chigorin disputaron en 1892. A continuación, identificó cada una de las 32 piezas con alguno de los personajes de la historia y, lo más difícil, se las ingenió para que todos los movimientos de la partida se tradujesen en acciones emprendidas por los personajes implicados. Sin trampas. Si, por ejemplo, Felipe Mendoza escribe un artículo atacando al funcionario Seixas, la jugada correspondiente es alfil negro (Mendoza) a c5, amenazando al peón de f2 (Seixas); cuando Sam Francis (el peón de d5) mata a Mario Guerrero (el peón de e4), en la partida se juega …exd4; más en general, con toda la subtrama en la que el Departamento de Tráfico intenta desmantelar el barrio de chabolas de Sigueiras, Brunner traduce la iniciativa que Steinitz despliega en el ala de dama. Y así sucesivamente, hasta el final, o para ser exactos, hasta la jugada 35 de las negras, porque Chigorin abandonó en la 38; pero eso también tendrá su explicación.
Ahora las instrucciones de uso. Brunner añade un epílogo donde explica “quién” es “qué” en la historia y detalla las acciones que se corresponden con cada captura de la partida. Aunque la curiosidad os consuma no lo miréis, u os espoileará la lectura. Mi consejo: leed el libro como si fuera “normal”, y disfrutadlo tal cual. Si optáis por la versión en español veréis que de vez en cuando, al acabar un párrafo, aparecen jugadas de ajedrez en azul; vosotros ni caso. (Bueno, salvo que le queráis echar al asunto vicio de verdad. En tal caso, haceos con un tablero y una libreta, anotad las jugadas, e intentad descubrir qué personaje es cada una de las piezas). Cuando hayáis acabado, no antes, pinchad el enlace a la partida que tenéis abajo. Aparte de los consabidos comentarios ajedrecísticos encontraréis, de nuevo en azul, referencias precisas a las páginas donde se materializa cada movimiento.
Esto sí es una apología currada y nada tibia de un libro, creo.
Las casillas de la ciudad
The squares of the city (original en inglés)
Steinitz-Chigorin, Campeonato del Mundo (partida 16), La Habana 1892
Algún día los etnogenetistas tendrán que explicárnoslo: cómo es posible que el ADN mediterráneo, macerado en hoja de coca, haya dado cancha a tanto déspota cafre en Sudamérica. Con todo, algo se ha progresado por allí en las últimas décadas. Pues por escandaloso que resulte el chandalismo bolivariano que se lleva ahora (que lo es), da risa cuando se le compara con las feroces dictaduras del Cono Sur de los setenta, y recordamos las decenas de miles de personas que “desaparecieron” en aquellos años terroríficos.
Pero por muy fuerte que sujete la mordaza el matarife no es fácil callar a un pueblo entero, y en Chile la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos concibió una forma de protesta originalísima, tan silenciosa como resonante: la cueca sola. En 1979 Pinochet había promulgado un decreto declarando oficialmente la cueca, una baile de cortejo tradicional, danza nacional del país. Lo que las esposas, hijas y madres de los desaparecidos empezaron a hacer, en calles y plazas y otros lugares públicos, fue tan simple como bailar: sin ruido, ni más acompañante que un pañuelo o una foto de la persona perdida; bailar la cueca a solas.
Sting aprovechó este poderoso material simbólico para componer “They dance alone (Cueca solo)”, uno de los himnos más emblemáticos de los años ochenta. El activismo de yate y casoplón siempre me ha despertado sospechas, pero no cabe negar al inglés su desenvoltura en las arenas políticas. Así, en The dream of blue turtles, su primer álbum en solitario (una desviación radical, y para nada desagradable, de los registros con que había triunfado en The Police), ya se había lucido con “Russians”, una canción en la que enfocaba el problema de la Guerra Fría desde la inesperada perspectiva de un padre de familia soviético. La melodía resalta el punto de la idea: esta prácticamente calcada de una suite de Sergei Prokofiev.
En “They dance alone” Sting acumula, de nuevo, acierto sobre acierto. Esos redobles como de pelotón de fusilamiento; el guiño, desde el sintetizador, a la flauta andina; el litúrgico recitativo en español; la explosiva samba final, que anuncia el ocaso inminente del régimen militar. La lista de personalidades que participaron en la grabación te deja atónito: Branford Marsalis, Eric Clapton, Mark Knopfler, Rubén Blades. Es como si, intuyendo la importancia de la ocasión, todo el mundo se hubiera apresurado a hacerse un hueco en la foto.
El drama chileno se ha abordado con eficacia desde el arte; a bote pronto, me acuerdo de Missing, película con la que Costa-Gavras ganó una Palma de Oro en Cannes, y La muerte y la doncella, obra de teatro de Ariel Dorfman que también sería llevada a la gran pantalla. Son ambos trabajos importantes, necesarios, conmovedores; pero ninguno logra escarbarme tan hondo como “They dance alone”.
They dance alone (Cueca solo) / Sting
They dance alone (Cueca solo) / Sting letra y traducción
Amortizados Steinitz y Chigorin, y puesto que en este blog se estrena camisa todos los días, el húngaro-británico Isidor Gunsberg (1854-1930) bien podría hacernos el papel, pues se ubica a medio camino entre ambos tanto cronológicamente (su apogeo llegó a finales de la década de 1880) como por estilo: de natural un atacante impetuoso, fue uno de los primeros en hacer suyos los paradigmas posicionales del primer campeón mundial.
Tras curtirse de joven de un modo de lo más insólito (recordad que era el que pensaba los movimientos del autómata Mephisto), Gunsberg decidió convertirse en ajedrecista profesional, y en apenas una década progresó hasta convertirse en uno de los jugadores más temibles del mundo. Sus años dorados coinciden con un insólito interregno en el ajedrez, ya que el emperador Steinitz, sintiéndose viejo, había abdicado del trono y apadrinado un fortísimo torneo (el Sixth American Chess Congress) cuyo vencedor sería designado provisionalmente campeón mundial, aunque con la obligación de disputar un match contra el segundo o tercer clasificado. Inesperadamente el evento acabó sin ganador: Chigorin y Weiss igualaron en cabeza y ni un play off a cuatro partidas pudo deshacer el empate. No obstante los planes prosiguieron y, tras la renuncia de Weiss, Chigorin y Gunsberg (que había quedado tercero) disputaron un encuentro a cara de perro en la Habana… ¡que acabó empatado 9-9! Total, que Steinitz se encasquetó de nuevo la corona, superó a Gunsberg (1890/91) y Chigorin (1892) en sendos apurados matches y solo Lasker pudo al fin derrocarlo en 1894. Tras tantas emociones el ocaso le llegó a Gunsberg bastante pronto, aunque pudo seguir viviendo del ajedrez, bien que modestamente, como periodista; pocos han publicado tantas columnas de prensa sobre este juego como él.
En el mencionado American Chess Congress, precisamente, se disputó la partida de hoy. Cuenta con un sólido aval, el de los 50 dólares del premio a la mejor del evento, la primera vez en la historia que se concedió un galardón de estas características. La elección provocó bastante controversia; no faltaron buenas partidas en aquel monstruoso certamen (imaginaos, 20 jugadores, todos contra todos, a doble vuelta) y Gossip en particular, que había destruido a Showalter con una espectacular entrega de dama, cogió una pataleta muy considerable. Yo me solidarizo con el jurado. La partida es tan armónica como instructiva, resiste como una tigresa el escrutinio implacable del ordenador y culmina con una exquisitez táctica digna del paladar más exigente.
A Isidor Gunsberg parece haberle perseguido la polémica, y viceversa. En 1916 (y no era la primera vez que llevaba a un diario de la competencia a los tribunales) denunció por libelo a un plumilla del Evening News que se había recreado, con algún deleite, en los frecuentes errores de su sección del Daily Telegraph. El caso suscitó cierta hilaridad en la corte, pero finalmente el juez falló en favor del demandante, dictaminando que, en cuestiones ajedrecísticas, usar el término “blunder” para referirse a ocho “despistes” de Gunsberg era pasarse de la raya. (En español “blunder” equivaldría a “error garrafal”, como dejarse una pieza, de esos que te cuestan carísimo; aunque no tanto como las 250 libras —descontada la inflación, el equivalente a 30000 eurazos de los actuales— con que el Evening News hubo de indemnizar a Gunsberg). De más calado fue la acusación de James Mason, el rival de Gunsberg en la partida de hoy, en relación al mundial que este disputó con Stenitz. Básicamente, lo que vino a decir fue que el campeón lo había preferido por ser judío (Steinitz también lo era) y mucho más flojo que Mason. El austro-americano montó en cólera y replicó calificando sus palabras como “impúdicas”, sugiriendo que debía de estar “intoxicado” cuando las escribió (lo que probablemente era verdad: de Mason se contaba que si se enfrentaba a ti sobrio, cosa que rara vez ocurría, era imposible que pudieras vencerle). En cambio, por esta vez, Gunsberg lo dejó correr; quizá pensó que el meneo que le había dado en el American Chess Congress hablaba por sí solo y servía como más que suficiente condena.