La música: “Adagio de Espartaco y Frigia” de Aram Khachaturian
La historia de la humanidad está llena de misterios que probablemente jamás seamos capaces de desentrañar. Algunos se pierden en la noche de los tiempos y uno puede entregarse a delirios especulativos, por definición tan difíciles de justificar como de desmentir. ¿Son las pirámides de Gizeh y las líneas de Nazca en Perú los últimos vestigios de una desorbitada arquitectura extraterrestre? ¿Existió una civilización prodigiosa en medio del océano, arrasada por un cataclismo que ella misma provocó, de la que más tarde se nutrió el mito de la Atlántida? Podríamos seguir, pero antes convendría esclarecer enigmas más recientes que, incluso sin el manto de siglos de polvo y olvido, parecen desafiar toda explicación racional.
A mí, por ejemplo, siempre me ha parecido incomprensible que fuera precisamente en Rusia donde enraizó ese invento tan gris y repelente llamado comunismo, porque si un pueblo hay con el alma hipersensible a la belleza ese es el ruso. Y desde luego, cuando la fealdad campa a sus anchas los artistas son los primeros que despiertan sospechas. Ya se ha explicado aquí que los sucios tentáculos del régimen toquetearon incluso una disciplina tan aséptica como la composición ajedrecística, así que los músicos no iban a irse de rositas. De acuerdo con la doctrina oficial, había que abominar del progresismo que imperaba en Occidente y regresar a las melodías tradicionales; darle al proletariado canciones que pudiera entender y disfrutar, preferiblemente hormonadas hasta las cejas de propaganda anticapitalista y revolucionaria.
Eran las circunstancias ideales para que Aram Khachaturian, hijo de un humilde tendero armenio de Tiflis, la capital de Georgia (de donde también era originario Stalin), y un enamorado del folclore local, despuntara. No tardó que convertirse en el niño mimado del Kremlin y él a su vez, con esa ingenuidad infinita que ha caracterizado a tantos y tantos grandes creadores, compró con entusiasmo la mercancía que vendían las autoridades. Hasta tal punto que, tras recibir los cien mil rublos del Premio Stalin por su ballet Gayane, el de la archiconocida “Danza del sable” (que no sé cómo demonios encaja en una trama que discurre en un koljós, dicho sea de paso), devolvió el dinero al gobierno, instándole a que lo usara para comprarle tanques al Ejército Rojo.
De poco le sirvió tanta devoción en febrero de 1948, cuando Andrei Zhdanov, secretario del Comité Central del Partido Comunista, promulgó un infame decreto donde se acusaba a los tres titanes de la música soviética (Prokofiev, Shostakovich y el propio Khachaturian) de “formalistas” y “anti-populares” y se les forzaba a pedir perdón en público. Khachaturian, que por entonces era secretario general de la Unión Soviética de Compositores, fue destituido sin contemplaciones y exiliado de Moscú.
Para el armenio fue como descubrir que un amigo íntimo llevaba pegándosela diez años con su mujer; devastado, consideró seriamente abandonar la composición. Por suerte, tan solo cuatro meses después, Zhdanov cayó en desgracia y en octubre fallecía de un oportuno ataque cardiaco. Así las cosas las aguas volvieron poco a poco a su cauce, y a finales de 1953 un reverdecido Khachaturian se atrevió a firmar un artículo titulado “Sobre la audacia creativa y la inspiración”, donde llegó a escribir, nada menos, que la “corrección ideológica” y la “técnica musical” no podían justificar la “falta de pulso creativo” consecuencia de “componer bajo dictado” y “mirar con miedo sobre el hombro”. Es decir: para haberse matado. Es verdad que Stalin llevaba ya medio año embalsamado, pero la volatilidad política de aquellos tiempos era manifiesta: en tan solo tres meses, Lavrenti Beria había pasado de ser el hombre fuerte del régimen a desfilar ante un pelotón de fusilamiento condenado por traición.
Con Espartaco, el ballet que completó al año siguiente, todo pareció conforme a derecho. ¿No fue acaso el propio Marx quién saludó al rebelde esclavo como el primer gran héroe socialista? La obra le valió a Khachaturian un Premio Lenin, y desde el mismo día de su estreno en el Teatro Kirov de Leningrado concitó el favor entusiasta de la crítica y el público. Pero es inevitable sospechar que los romanos de los que quiere liberarse el Espartaco de Khachaturian calzan recias botas de cuero y escriben en cirílico.
Y de una cosa estoy seguro: esta vez no le devolvió al estado ni un solo kopek del premio.
Adagio de Espartaco y Frigia / Aram Khachaturian
Adagio de Espartaco y Frigia / Aram Khachaturian
Orquesta: Wiener Philharmoniker; dirección Aram Khachaturian
Aram Khachaturian no puede adscribirse en propiedad a la escuela de Tchaikovsky y su delfín Rachmaninoff, pero es innegable que Espartaco pone punto y final a la tradición del gran ballet clásico, y, cuando se habla de ballet, “clásico” y “romántico” son términos casi sinónimos. Del mismo modo, no parece descabellado referirse a Leopold Mitrofanov (1932-1992), el discípulo del inigualable Korolkov (firmó con él cuarenta estudios entre 1954 y 1963, entre ellos tres primeros premios en sendas competiciones de la FIDE), como el último gran romántico de la composición ajedrecista.
Pero aunque Mitrofanov compartió con su mentor el gusto por los estudios de fuerte impacto estético, cabe adivinar en sus trabajos una templanza que nos remite al mejor Kubbel, el compositor al que más admiraba. ¿Y qué ocurre cuando metes a Korolkov y Kubbel en una coctelera y la agitas bien? Pues que te sale el que Tim Krabbé describió entusiásticamente como “mi favorito al estudio del milenio”.
Mitrofanov presentó el estudio a un concurso organizado en memoria de Shota Rustaveli, un poeta georgiano del siglo XII. Hubo alrededor de 250 participantes, pero el jurado (entre cuyos miembros se contaba el ex campeón mundial Mikhail Tal) lo tuvo muy fácil. En palabras del gran compositor ruso Alexander Herbstman, otro de los jueces: “Inmediatamente después del examen preliminar, la obra de arte de Mitrofanov produjo una tremenda impresión por la intensidad y la novedad de la idea. Nuestro trabajo fue decidir a qué estudios dábamos del segundo premio para abajo”.
Incluso en los días más soleados puede asomar una nube que emborrone ligeramente el cielo. Tres años después del certamen, el maestro soviético Alexander Kuindzhi descubrió una increíble continuación que permitía empatar a las negras. Comento el caso con algún detalle en mis notas al estudio, pero lo sustantivo es que el propio Mitrofanov, un año más tarde, dio con una limpísima manera de resolver el problema: no hay más que pasar un caballo inicialmente situado en c3 a b2 y todo funciona a la perfección. ¿Algo más que comentar en la sección de sucesos? Tal vez matizar un poco eso que dice Herbstman de “la intensidad y la novedad de la idea”. Naturalmente, se refiere a la monstruosa jugada 7.Qb5!!, más tarde bautizada por los especialistas como “la desviación de Mitrofanov”. Se da la circunstancia de que exactamente la misma jugada, con una intención análoga, aparece en un estudio del compositor húngaro-rumano Paul Faragó (Revista Română de Şah, 1936), pero la posición de Faragó es muy aparatosa y, lo que es peor, oculta un grave error. Con toda seguridad Mitrofanov llegó independientemente a esta idea, de modo que no me entere yo de que nadie le quita un ápice de mérito.
Como sabéis, la revuelta de Espartaco acabó siendo aplastada por el Imperio romano, pero el final de la historia pudo haber sido distinto, porque tras derrotar a las tropas de Craso Longino en el valle de Po el paso de los Alpes quedó franco. Pero en vez de escapar de Roma, él y sus huestes regresaron al sur, no se sabe si en busca de más botín o de más gloria, y acabaron todos crucificados. Frigia, la esposa de Espartaco en el ballet de Khachaturian, no es más que una invención del maestro armenio; quizá, de haber existido en la realidad, hubiera podido hacer desistir al gladiador de su temerario plan. En el estudio de Mitrofanov, muy apropiadamente, dos humildísimos peones hacen hincar la rodilla a un poderoso ejército de piezas negras (dama, caballo y alfil) que nada tiene que envidiar a una legión romana. Haz el amor y no la guerra, que dirían los activistas del Mayo francés.
Estudio de L. Mitrofanov, Vecherni Tbilisi 1967
Muy poquita cosa en lo físico (apenas superaba el metro y medio de altura, debido a la grave desnutrición que sufrió de niño durante el asedio de Leningrado), fue un hombre de gran simpatía y amabilidad. De ello dan fe sus colaboraciones con una veintena de colegas, hecho sin parangón en la historia de la composición ajedrecística. Ya expliqué no hace mucho que en el caso de un trabajo conjunto la FIDE reparte los puntos que otorga entre los coautores de la obra. No se me ocurre otra razón por la que este extraordinario artista, que obtuvo a lo largo de su carrera alrededor de cuarenta primeros premios, solo consiguiera el título de maestro internacional de composición (1980).
Habrá, entonces, que reservar espacio en este apartado para algunas de dichas colaboraciones, empezando naturalmente con Korolkov. Los tres primeros premios en los torneos de la FIDE de los que hablé antes son todos excelentes, pero mi favorito es el de 1958, una astuta maniobra sistemática en las que las dos torres blancas son continuamente amenazadas por un peón, y que se resuelve, gracias a una sutilísima jugada del rey al inicio del estudio, con un inesperado ahogado.
Inolvidable, también, un estudio que hizo a medias con David Gurgenidze, excelente compositor georgiano (hoy nos sale Georgia hasta en la sopa) del que tengo que hablaros algún día, y que apareció en Molodoj Leninets (Kurgan), 1982. Hay un sacrificio de dama (una de las especialidades de Mitrofanov), una extraña maniobra con el rey y una todavía más extraña jugada con la torre, que no es sino el arraque de un carrusel que acaba en la alcoba del monarca adversario. Korolkov lo hubiera firmado.
Bajamos la persiana, ya con Mitrofanov trabajando en solitario, con una grandiosa miniatura (si se me permite el oxímoron) reminiscente de un celebérrimo estudio de Réti y publicada en Vecherni Tbilisi en 1971. El blanco, con dos caballos de desventaja, frena un peligrosísimo peón pasado del negro mediante el improbable artificio de alejarse todavía más de él en las dos primeras jugadas.