La música: “La mer” de Charles Trénet
1 de septiembre. Se acabó. Ahí te quedas, playa.
Si es que no hay por donde cogerla: domingueros garrulos con fiambreras; críos pesados dándole a las palas; tatuados en tanga, requemados como tizones; vacaburras en topless; chiringuitos con música bacaladera y tufo a fritorrio; vamos, lo mejor de cada casa. Cuando me pilla renegón y escatológico, rezo para que los profetas del cambio climático acierten, se derritan los polos y una marea apocalíptica haga limpieza, lo mismo que si un dios muy cabreado tirara a fondo de la cadena.
Pues eso, que la playa es lo peor de lo peor, la madre de todos los latazos, salvo, claro, por una cosa: el mar. Ahora me cuesta encontrar las palabras: demasiado inaprensible, impasible, salvaje; demasiado monstruoso, demasiado hermoso, para la broma ocasional o el chascarrillo fácil. Tan aterrador, y tan fértil, que acaso solo quepa hacer lo que todas las generaciones que nos precedieron, aun a sabiendas de que es vano suponer que nos escucha: cantarle.
Así lo hizo Charles Trénet en 1946, y así tocó el cielo y se convirtió en uno de los grandes de la chanson francesa. Como ocurre a menudo con las cosas extraordinarias, “La mer” tuvo un nacimiento irrelevante, casi ridículo; dice la leyenda que la escribió en diez minutos, sobre un trocito de papel higiénico, mientras viajaba en tren por la costa francesa con su colega Léo Chauliac. La canción está fuertemente inspirada en “Heart and soul”, tema con el que Hoagy Carmichael había popularizado en 1938 una progresión armónica tan vieja como el mundo —introducida en la música popular por otra canción legendaria, “Blue moon”— y que todos habéis escuchado montones de veces. Técnicamente se describe como “I-vi-IV-V” (traducida a acordes, “Do-Lam-Fa-Sol”) y tiempo después sería bautizada como “la progresión de los cincuenta”, porque el doo-wop, o música “du-duá”, la usó hasta el empacho en esa década y los primeros sesenta. Con la ayuda de Chauliac, Trénet exprimió la progresión mucho más de lo que Carmichael se había atrevido y con gran efecto, dejando una canción para la historia que ha merecido cientos de versiones.
El mar del que nos habla Trénet no es un titán violento e implacable. Muy en sintonía con el cambio de género que propone la lengua francesa, es un mar en femenino, que moja con sus labios los rosales y acuna en su regazo a nubes y gaviotas. Puede que sea del amor, y no del mar, de lo que Trénet nos habla en realidad, pero quizás no haya diferencia: ¿qué son pleamar y éxtasis, resaca y abandono, tormenta y tormento, sino diferentes caras de la misma moneda?
P.S. Va de versiones. Si buscáis la canción por Internet tropezaréis con la grabación de 1946 con una probabilidad del 99% . Si vuestro capricho es tener esa, que es la que prácticamente todo el mundo reconoce como canónica, por lo menos aseguraos de que la copia está en condiciones —más de una supuesta remasterización de la canción es un timo de tomo y lomo— porque la calidad en origen de la susodicha grabación de 1946 es deleznable.
Pero permitidme que os diga que, en tal caso, erráis, porque sospecho que no es la que Charles Trénet consideraba definitiva; al menos, por lo que he podido constatar, no la cantaba así en sus actuaciones en directo. Con este enfoque alternativo Trénet la grabó en estudio en 1968. No he podido localizarla en ninguno de sus álbumes, pero sí en un recopilatorio con canciones de otros muchos artistas titulado Paris – Classic French songs. Esa es justo la versión que estáis a punto de escuchar.
La mer / Charles Trénet
La mer / Charles Trénet letra y traducción
No perdáis el tiempo buscando más éxitos de Charles Trénet, como Que reste-t-il de nos amours? o Ménilmontant. Son canciones viejunas, con olor a naftalina, tan pasadas de moda como el monóculo o las enaguas. Sobre todo, no caigáis en la tentación de oírlas dos veces: podríais terminar atrapados y teniendo que dar todo tipo de explicaciones cuando descubran que las escucháis en secreto en el coche. Si lo sabré yo.
Aunque el gran maestro Eduard Gufeld (1936-2002, ucraniano de nacimiento y posteriormente nacionalizado estadounidense) podía jactarse de haber derrotado alguna vez a compatriotas tan ilustres como Spassky, Tal, Smyslov, Korchnoi o Bronstein, se le recuerda, con una muy significativa excepción, más por sus anécdotas fuera del tablero que por sus hazañas dentro de él. Orondo, locuaz, de exuberante personalidad, era esa clase de tipo que o adoras o no aguantas. Escribió un montón de libros, también ofició como periodista y fue un viajero incansable; tanto viajó, de hecho, en una época en la que mejores jugadores soviéticos tenían grandísimos problemas para conseguir visados, que siempre se sospechó que estaba a sueldo de la KGB para espiar a sus colegas.
Anécdotas, como decía, las hay para todos los gustos, que el mismo Gufeld contaba una y mil veces a todo el que se le pusiera a tiro. Por ejemplo, tenía un malísimo perder. En un torneo en Vilna, cuando regresaba a la sala para reanudar una partida aplazada, cayó de pronto en la cuenta de que había sellado una jugada horrible, y cuando el árbitro abrió el sobre agarró la planilla y se la comió; y en otra ocasión, ya en Estados Unidos, en una posición perdida y en los apuros de tiempo, consiguió salvar la partida tras desquiciar a su oponente pulsando la alarma de incendios, que estaba justo sobre la cabeza del infeliz. Pero también era un romántico incurable. A los 17 años, cuando competía en un torneo juvenil por equipos, se enamoró perdidamente de Bellocka, una guapa moscovita que también participaba en el certamen. La chica no había mostrado el menor interés por el cada vez más desconsolado adolescente, pero un día Gufeld hizo un espectacular sacrificio de torre y todo la sala se arremolinó alrededor de su tablero. Toda la sala, menos la impasible Bellocka, que seguía concentrada en su partida. Gufeld ya no pudo aguantar más, fue a la mesa de Bellocka y le dijo: “Por favor, ven a ver mi combinación, he hecho este sacrificio por ti”. Por desgracia las cosas no salieron como él esperaba; la chica, descentrada, cometió un error y perdió su dama, tras lo cual salió precipitadamente del recinto con lágrimas en los ojos. Gufeld intentó remediar el desaguisado ofreciendo tablas a su rival (que este se apresuró a aceptar) y corriendo tras la chica para disculparse, pero lo único que consiguió fue que esta lo denunciara a la organización, que amonestó a Gufeld y le prohibió acercarse en lo sucesivo al equipo femenino ruso.
Ni que decir tiene, de lo que Gufeld hablaba con más orgullo era de su “Mona Lisa”, la partida de su vida. Su adversario, Vladimir Bagirov (un competente gran maestro soviético que quedó cuarto en el Campeonato de la URSS de 1960 y fue uno de los primeros entrenadores de Kasparov), llegó a comentar irónicamente que Gufeld había vendido comentarios de la partida a tantas revistas que con las ganancias se había amueblado el piso entero. Cedo la palabra al ganador para que os la presente con su inimitable estilo:
Todo el mundo ha nacido para ser un genio, pero muy pocos llegan efectivamente a serlo. ¿Qué pasa con el resto? Algunos son afortunados, pero en otros el genio queda dormido por toda su vida. Louge de Lille escribió “La Marsellesa” en el momento justo, y se convirtió, en palabras de Stefan Zweig, en “un genio de una noche”, y su genio nunca volvió a aflorar. Yo también fui afortunado; si había en mí algo de genio, este salió a relucir en la noche en que jugué con Vladimir Bagirov. No soy un Fischer ni un Kasparov, cuyo genio nunca duerme, pero por esa única noche me siento muy afortunado.
Cada artista sueña con pintar su Mona Lisa, y por tanto es lógico pensar que cada ajedrecista sueña con jugar su personal “Partida inmortal”. Y aun en el caso de que en el momento de crear esa obra no obtenga el reconocimiento destinado a las grandes creaciones, ni un aplauso general, incluso así, esa partida le producirá íntimamente una satisfacción inmensa, y simbolizará la concreción de un profundo anhelo personal. Logré crear mi “Gioconda” particular; no pretendo sugerir que merezca un premio de brillantez, pero en cualquier caso nunca he estado tan satisfecho de ninguna partida como de esa. Incluso ahora, simplemente al recordarla, me embarga un sentimiento de felicidad; cuando pienso en ella todas mis penas ajedrecísticas son olvidadas, y el sentimiento de la concreción de un sueño lo invade todo.
Poco me queda ya que añadir, salvo desearos que disfrutéis de esta obra maestra del arte ajedrecístico siquiera una fracción de lo que lo hizo su creador. Como extra he incluido en mis anotaciones algunas jugosos comentarios del propio Gufeld.
Bagirov-Gufeld, Kirovabad 1973
Como Gufeld presumió tanto, y con tan incontenible entusiasmo, de su “Mona Lisa”, es casi natural deducir que el resto de su producción ajedrecística carece de relevancia. No cometáis tal error, porque el ucraniano tenía un juego chispeante y táctico que dio muchísimo de sí. Puede que las partidas Smyslov-Gufeld, Moscú 1967, Gufeld-Tarve, Tallín 1969 o Gufeld-Ivanovic, Sochi 1979 nunca se exhiban en un museo tras un cristal antibalas de cuatro centímetros de espesor, pero hay que ser muy cateto para ir al Louvre y no ver más que un cuadro.