La música: “Konzert in A-Dur für Klarinette und Orchester – Adagio” y “Serenata ‘Gran Partita’ – Adagio” de Wolfgang Amadeus Mozart
Con esos dispositivos móviles tan completos que la gente lleva siempre encima, hay que reconocer que el arte fotográfico se ha devaluado un tanto. Cuando se compraban carretes, se revelaban y todo eso, era preciso dosificarse y calcular con finura tomas, iluminación y encuadres, no fueras a salir de la tienda de fotos, amén de sableado porque aquello costaba un dinero, con un sobre lleno de morralla. Ahora se aprieta el disparador a troche y moche, y si un día de excursión te cruzas con una cabra comiéndose un periódico y se presenta tirarle una docena de instantáneas, se le tiran, que para algo hay gigas de sobra en la tarjeta. Al final, por muchos gigas que tengas, la tarjeta se satura, pero no pasa nada porque las descargamos en el ordenador, que todavía tiene más memoria, y cuando este ya no da más de sí, a un disco duro portátil y así sucesivamente, porque el volumen de fotos acumuladas es de tal calibre que no da tiempo a revisar una por una todas las carpetas para ver cuáles valen y cuáles no. Un pelín patético, la verdad, pero así funcionamos.
Nada que ver con lo que ocurría hace tres siglos, porque para te hicieran un retrato tenías que ser alguien, y como la cosa se llevaba su tiempo no convenía morirse demasiado pronto (algo no precisamente trivial en esa época), no fuera a quedarse el encargo a medio. Justo lo que ocurrió, por ejemplo, con el cuadro que Joseph Lange le estaba pintando a su cuñado Wolfgang Amadeus Mozart.
Este retrato inacabado de Mozart no es, quizá, tan conocido como el firmado por Barbara Krafft (véanse las chocolatinas que la gente te trae de regalo cuando va de viaje a Austria) pero es sin duda preferible, entre otras razones porque aquella hizo el suyo con el compositor treinta años muerto. El fondo sombrío, las canas prematuras, lo abrupto de su remate le confieren, además, una especial carga simbólica, en consonancia con el trágico y súbito fallecimiento del retratado.
Lo que ocurrió en aquellos días finales de 1791 es de sobra conocido por el gran público a raíz de Amadeus, la oscarizada película de Milos Forman. O, mejor dicho, de sobra desconocido porque aquí cabe recordar el célebre aforismo periodístico: “No dejes que la verdad te estropee un buen titular”. Aunque el músico no atravesaba una situación económica precisamente boyante, sí era mejor que la del año anterior; La flauta mágica estaba siendo un gran éxito, mecenas húngaros y holandeses le prometieron un estipendio anual a cambio de trabajos ocasionales y empezaba a pagar sus deudas. Se desconoce la enfermedad exacta que acabó con su vida, pero lo que es seguro es que no fue envenenado por el pobre Salieri, cuya relación con Mozart era infinitamente mejor que la que vende el largometraje (incluso compusieron una cantata juntos). Y, por supuesto, su cadáver no fue arrojado a una fosa común en una bolsa como si fuera el de un pordiosero.
Si necesitáis sensaciones fuertes, preguntaos más bien como pudo un Mozart ya enfermo destilar una obra tan exquisita como su concierto para clarinete y orquesta en la mayor. La obra, de la que he seleccionado su movimiento más conocido, el segundo, revela a un artista en plena madurez que exhibe todo su talento para la melodía y la armonía, y que evoca meditación, contento o alegría con la misma pasmosa elocuencia. Si claridad, equilibrio y transparencia son los parámetros que definen el clasicismo musical, bien podría considerarse este concierto como una especie de “patrón oro” con el que medir a los demás.
Si tenéis hambre de prodigios, dejaos de historias y escuchad a Mozart.
P.S. Un importante detalle técnico sobre esta composición es que Mozart la escribió en origen para clarinete de bassett, una variante del instrumento que permite llegar cuatro semitonos más abajo de lo habitual. Cuando se llevó a imprenta por primera vez, diez años después de la muerte de Mozart, la partitura se adaptó para poder ser interpretada con un clarinete convencional. Extraviado el manuscrito original, este hecho permaneció ignorado hasta mediados del siglo pasado y el clarinete de bassett cayó en desuso. Desde entonces se han hecho variados intentos de reconstruir la melodía original y construido instrumentos ex profeso para ejecutarla. Tal es el caso de la versión, en mi opinión brillantísima, que he seleccionado para vosotros.
Konzert in A-Dur für Klarinette und Orchester – Adagio / Wolfgang Amadeus Mozart
Konzert in A-Dur für Klarinette und Orchester – Adagio / Wolfgang Amadeus Mozart
Clarinete de bassett: Antony Pay; orquesta: The Academy of Ancient Music; dirección: Christopher Hogwood
Mozart es seguramente el compositor clásico con más obras de “esas que a todo el mundo le suenan”, pero con un catálogo a nuestra disposición que supera las seiscientas piezas podemos esquivarlas sin el menor problema:
- Mozart compuso su insólito concierto para flauta, arpa y orquesta en do mayor en 1778, de estancia en París mientras recorría Europa en busca de trabajo. La obra fue un encargo de Adrien Louis de Bonnières, duque de Guines y flautista, para él y su hija mayor, arpista a la sazón, y a la que Wolfgang Amadeus dio por un tiempo clases de composición. El desahogado aristócrata no tuvo la decencia de pagarle las clases ni el concierto, así que he añadido su foto a la derecha por si os apetece imprimirla, pegarla a la pared y tirarle unos cuantos dardos.
- Continuamos regresando al fatídico 1791 y a la cantata Ave verum corpus, una musicalización de un breve himno eucarístico del siglo XIV, no ya dos veces buena (por lo de breve) sino directamente sublime.
- Y concluimos apoteósicamente con el tercer movimiento de la Serenata n.º 10, apodada Gran Partita y compuesta aproximadamente en 1782, que pone fondo musical al primer encuentro entre Mozart y Salieri en la película. Evocando aquel momento, el decrépito Salieri confiesa: “Sobre el papel no parecía nada. Un comienzo simple, casi cómico. Una cadencia: fagots, clarinetes… igual que un acordeón oxidado, ja ja. Luego, de repente, imponiéndose, un oboe…; una sola nota mantenida en el aire hasta que el clarinete toma el relevo, la dulcifica y la convierte en una frase deliciosa. Ahh. Aquello no lo compuso un simple mono amaestrado. Era una música que yo no había oído, henchida de anhelo, de un insaciable anhelo. A mí me parecía oír con ella la voz de Dios”.
Serenata “Gran Partita” – Adagio / Wolfgang Amadeus Mozart
Serenata “Gran Partita” – Adagio / Wolfgang Amadeus Mozart
Oboe: Celia Niklin; clarinete: Antony Pay; clarinete tenor: Angela Malsbury; orquesta: Academy of St.Martin-in-the-Fields; dirección: Neville Marriner
¿Quién podría ser considerado como el Mozart del ajedrez? Morphy, Capablanca, Fischer, ahora dicen que Carlsen… Habría espacio para el debate, pero si se trata de buscar al sosias de Salieri mi voto va para Lajos Portisch (Zalaegerszeg, 1937). Apodado el “Botvinnik húngaro” por su fino olfato para el juego posicional, enseguida se aclara que palidece en la comparación con el sexto campeón mundial, y ahí están sus enfrentamientos directos para corroborarlo, con el ruso ya en el ocaso de su carrera: amén de dos tablas rápidas, un empate en Wijk aan Zee 1969, donde Portisch fue incapaz de hacer valer su ventaja de dos peones, y la estrepitosa derrota de Montecarlo 1968, en la que el excampeón implementó uno de los ataques más maravillosos que jamás se han visto en un tablero.
Puede que Portisch no haya disfrutado de la clarividencia mágica de algunos de sus más ilustres colegas y que el principal sostén de su carrera haya sido su estajanovista capacidad de trabajo, pero muchos hubieran dado un brazo por ser tan “mediocres” como él. Un fijo del top-10 en los setenta y los ochenta, disputó ocho veces el torneo de Candidatos (las mismas que Smyslov, Petrosian y Korchnoi, una más que Spassky y dos veces más que Keres) y ganó otras tantas veces el título de su país. A ello hay que sumar veinte participaciones en olimpiadas, con récord absoluto de puntos conseguidos y especial mención al triunfo final en Buenos Aires 1978 por delante del temible combinado soviético.
Hoy rendiremos homenaje a este imprescindible secundario del noble juego con una soberbia partida que disputó en 1969 frente al cuádruple campeón búlgaro Ivan Radulov. Si sois de los que abrís con el peón de dama y nunca habéis tenido muy claro qué hacer contra el clásico “muro de piedra” en la defensa holandesa (precisamente fue Botvinnik quien demostró el daño que las negras pueden hacer con este sistema), no perdáis el tiempo leyendo libros de teoría o mirando bases de datos, porque Portisch lo explica de cine. De hecho, sus jugadas son tan lógicas, tan de libro, que parecen al alcance de un maestro del montón. Quizás Radulov pensó eso mismo tras su jugada 29, convencido de que las académicas maniobras de Portisch, de puro trilladas, no podían conducir a nada especial.
Pero entonces mueve el húngaro, y comprendemos, comprenderéis, de que maestro del montón, ni un pelo.
Portisch-Radulov, Budapest 1969
Una de las más conocidas es su victoria sobre Larsen en la última ronda de San Antonio 1972, con la que consiguió el primer del torneo (compartido con Karpov y Petrosian) y que fue reconocida por Informator como la mejor partida del semestre, incluidas las del reciente mundial Spassky-Fischer. El flamante campeón estaba en la audiencia, y cuando acabó la partida se le acercó y le dio la mano, felicitándolo calurosamente por su juego y su espíritu de lucha. Acaso fuera la última cosa cuerda que hizo Fischer en su vida.
Ya que hemos mencionado a Petrosian, subrayar que el húngaro le tuvo tomada totalmente la medida en sus años de esplendor; consta en particular un soberano repaso en Moscú 1967 en apenas 24 movimientos.
Y como no solo de ajedrez posicional vive el hombre, y bien está de vez en cuando darle una alegría al cuerpo, nos despedimos con un festín táctico en toda regla: Portisch-De Firmian, Reggio Emilia 1989.