La música: “Sentimiento de amor” de Triana
Ni hay santo libre de polvo y paja, ni malhechor que alguna vez en su vida, aunque sea para variar, no haya realizado una buena obra. Vlad III de Valaquia, el personaje histórico en el que se inspiró Bram Stoker para crear su legendario Drácula, y cuyo sobrenombre “El Empalador” no se debe precisamente a lo bien que preparaba los pinchitos morunos, es sin embargo considerado un héroe nacional por los rumanos, entre otras cosas por regalarle tierras a los campesinos e incluso construirles ciudades. Y Bugsy Siegel, uno de los más sanguinarios gánsteres americanos, ayudó tras la guerra a muchos refugiados del Holocausto a instalarse en los territorios donde enseguida se constituiría el nuevo estado de Israel.
Ante tamaños galácticos, Teddy Bautista, insignificantemente encausado por apropiación indebida y administración fraudulenta, no pasa de ser un tercera regional, aunque por la inquina que se le tiene en las redes sociales diríase que es el propio Satanás hecho carne. Es hora de romper una lanza en su favor, pues también hay luces en su currículum, y desde luego no estoy contabilizando como tal su actuación como Judas (ya se podía haber buscado otro personaje) en Jesucristo Superstar. Me refiero al papel crucial que desempeñó en el lanzamiento de uno de los grupos de rock más recordados, y desde luego más singulares, que ha dado este país: Triana.
Cuando todavía no eran nadie, Bautista les abrió camino en los estudios Kirius, les prestó muchísimo equipo (era el cantante de un grupo llamado Los Canarios, que tenía por entonces un cierto éxito) y les ayudó a producir su primer sencillo y luego su álbum debut, el ya mítico El patio. Y, al césar lo que es del césar, había que tener mucho ojo para ver potencial en aquello. De hecho, unos meses después de su publicación, y a la vista de la escalofriante cifra de 29 ejemplares vendidos, la discográfica saldó el elepé.
Había que tener buen ojo porque Triana proponía una desacomplejada fusión del flamenco y el rock progresivo tan inverosímil, a priori, como mezclar el canto gregoriano con el son cubano. Pero el caso es que aquello tenía duende, el boca a boca empezó a funcionar, la casa de discos se dignó a promocionarlos en condiciones y tan solo cuatro años después, en 1979, ya estaban en lo más alto y vendiendo la escalofriante cifra (esta vez sin ironía) de trescientas mil copias de su tercer trabajo, Sombra y luz.
El sueño se truncó antes de tiempo con el fallecimiento en 1983, en accidente de tráfico, de su cantante, compositor y líder Jesús de la Rosa. Pero la semilla cayó en suelo fértil y su legado sigue fenomenal del salud. Buena prueba de ello es que en 2008, para conmemorar el veinticinco aniversario de tan triste suceso, se publicó un recopilatorio con algunos de sus mejores temas que incluye, como bonus, un disco de versiones firmado por gente tan variopinta y señalada como Joaquín Sabina, Bunbury, Ketama o Lluis Llach. (Las versiones, por cierto, son para llorar, aunque igual lo hicieron a propósito, con eso de que había que honrar a un difunto…).
En España somos un tanto morbosillos y enseguida subimos a un pedestal a todo el que muere joven. Si no les hubiera pasado lo que les pasó, sospecho que a Cecilia y Nino Bravo se les recordaría bastante menos, y puede que con Triana haya también un poco de eso. Pero la magia era real, eso lo tengo claro. Recuerdo que en casa hasta a mi abuela (cuyos referentes musicales eran Imperio Argentina y Antonio Molina, para que os situéis) y a mi madre les gustaban. Y digo yo que tres generaciones no pueden equivocarse a la vez, ¿verdad?
Sentimiento de amor / Triana
Sentimiento de amor / Triana letra de la canción
Las cosas como son: no todo el material de Triana ha aguantado igual de bien el correr de los años. Llegados a un cierto punto se endiosaron un poquito, y sus últimos discos dieron un giro al pop, supongo que para acaparar todavía más público, que ni me convenció entonces ni me convence ahora. Lo que no impide que contengan algunas canciones más que estimables; Un nido en mi ventana, un tema a tres guitarras que aparece en Un encuentro, es primoroso.
El cóctel Triana no se concibe sin su lado de progresivo y su parte más agitanada. Esta última es, con diferencia, la que más me engancha, y la que lleva la voz cantante en Diálogo, una de las muchas alhajas que guarda ese joyero llamado El patio.
Aunque como hemos visto con “Sentimiento de amor” aún sigue habiendo espacio para la introspección, el segundo trabajo de Triana, Hijos del agobio (1977), refleja ya en sus letras los vientos de cambio que recorrían España. Rumor es un estupendo ejemplo de esta faceta más reivindicativa del disco. La letra es utópica y naíf, cosa casi inevitable en tiempos como aquellos, pero su melodía es tan arrolladora e irreversible como el tsunami de libertad que nos arrastró a todos.
Y ya que hablamos de supervillanos, en esto del ajedrez el número uno indiscutible es Anatoly Karpov. No hay fregado de los setenta y ochenta en el que no anduviera enredado, siempre con las espaldas bien cubiertas por la poderosa federación soviética y la misma FIDE: su proclamación como campeón del mundo sin competir tras la espantada de Fischer en 1975, sus escandalosos duelos contra el desertor Korchnoi y, cómo no, el infausto campeonato del mundo que disputó contra Kasparov entre 1984 y 1985.
De acuerdo con las regulaciones del match, se impondría el primero en anotarse seis victorias, sin importar las tablas, aunque la FIDE había tenido un “detalle” con Karpov recuperando una vieja norma de los cincuenta, a saber, el derecho a un encuentro de revancha si era derrotado en este.
El match comenzó el 10 de septiembre de 1984, en el suntuoso Salón de las Columnas de la Casa Sindical de Moscú, el lugar donde se habían oficiado las honras fúnebres de todos los grandes líderes soviéticos, desde Lenin a Brezhnev. El arranque no pudo mejor para Karpov, que sorteó a placer las embestidas del impetuoso pero bisoño Kasparov y tras la novena partida mandaba ya en el marcador por un contundente 4-0. Pero entonces Kasparov comenzó a hacer algo inesperado: mimetizó la táctica de su oponente y se dedicó a pasar bolas desde el fondo de la pista, sin arriesgar lo más mínimo. El resultado fue una largísima sucesión de empates, hasta diecisiete, muchos de ellos sin lucha, hasta que Karpov volvió a imponerse en la partida 27: 5-0. El match quedaba visto para sentencia, o eso se suponía, y no fueron pocos los que reclamaron a Kasparov que se rindiera de una vez y acabara con aquella pantomina.
Pero el de Bakú, al parecer, tenía otros planes y, para sorpresa general, ganó la partida 32. Luego tablas y más tablas; los aficionados ya nos tomábamos a guasa el encuentro, los periódicos fueron poco a poco retirando sus enviados especiales y las autoridades soviéticas, desesperadas, planearon el traslado del evento al modesto Hotel Sport, en la periferia de la capital. Entonces, alrededor de la partida 40, Kasparov emergió de su autoimpuesto letargo y tomó la iniciativa, derrotando finalmente, y esta vez con negras, a un Karpov irreconocible en la partida 47. El marcador registraba ahora un 5-2.
Las alarmas empezaron a saltar. Karpov seguía a un paso de la victoria, es verdad, pero su endeble constitución era de sobra conocida, y durante los últimos meses había perdido peso de forma ostensible; mientras tanto Kasparov estaba hecho un toro y parecía en mejor forma que nunca. La siguiente partida se disputó el 8 de febrero de 1985 y fue la primera, y a la postre última que se jugó en el Hotel Sport. Kasparov volvió a imponerse y una semana después, cumplido casi medio año del inicio del infernal encuentro, el presidente de la FIDE, Florencio Campomanes, tomó una de las decisiones más escandalosas y controvertidas de la historia del deporte: el match se cancelaba sin ganador “para salvaguardar la salud de los contendientes” y se disputaría uno nuevo, al mejor de 24 partidas y partiendo de cero, ese mismo año.
De aquello han corrido ríos de tinta, y posiblemente la intrahistoria nunca se conozca bien. Karpov quedó como el malo de la película, al menos ante la prensa occidental, aunque algunos discrepan de este veredicto. Después de todo, afirman, él fue objetivamente el más perjudicado, ya que necesitaba tan solo una victoria más, frente a las tres de Kasparov, y también recuerdan lo que ocurrió en el match de Baguio, donde Korchnoi remontó una desventaja de 5-2 hasta el 5-5, solo para perder a continuación ante un Karpov que también entonces atravesaba problemas físicos. Esto es cierto, como también es verdad que la explicación más sencilla suele ser la correcta, a saber: a) el sibilino Campomanes era buen amigo de Karpov, y en su calidad de presidente del comité organizador favoreció descaradamente a los soviéticos en Baguio, permitiendo en particular la irrupción del parapsicólogo Zukhar en el patio de butacas durante la partida decisiva y contraviniendo así lo que se había pactado con la delegación de Korchnoi; b) la arbitraria resolución del filipino mantenía el derecho de Karpov a un match de revancha, que previamente se había resucitado con la excusa de que con el sistema a seis partidas el campeón perdía su tradicional privilegio a conservar el título en caso de empate, privilegio que con el cambio a la modalidad “al mejor de 24” Karpov recuperaba; y c) fueron los gritos de ira de Kasparov, y no los de Karpov, lo que se oyeron aquel día en la sala de prensa del Hotel Sport, y casi hasta en el Kremlin.
Pero estaba escrito que Kasparov iba a ser la némesis de Karpov, y en su siguiente encuentro aprovechó la oportunidad. Hasta un total de cinco campeonatos del mundo disputaron, siempre resueltos por estrecho margen a favor de Kasparov, a lo largo de una épica confrontación que coincidió, poéticamente, con los años en los que aquel muro en apariencia tan indestructible, el Telón de Acero, comenzó a venirse abajo.
Como recompensa a sus tenaces aunque baldíos esfuerzos Caissa, la diosa del ajedrez, brindó a Karpov una nueva oportunidad, cuando en 1993 Kasparov y Short disputaron el mundial a espaldas de la FIDE. Desposeído Kasparov, Karpov no tardó en hacerse con el devaluado título oficial. Aquello fue un acicate para el ya cuarentón jugador, que por un tiempo reverdeció laureles y recuperó su mejor forma, hasta el punto de imponerse en Linares 1994 con la tremenda puntuación de 11 sobre 13 (según el estadístico Jeff Sonas, el triunfo más arrollador en toda la historia del ajedrez de torneo), ante un plantel de estrellas que incluía a todos los jugadores que pintarían algo las dos siguientes décadas: Anand, Kramnik, Topalov, Kamsky, Shirov, Ivanchuk, Gelfand y, sobre todo, Kasparov, al que aventajó en dos puntos y medio. En 1996, bajo la tutela de Ilyumzhinov, el nuevo presidente de la FIDE, se llegó a apalabrar un match de reunificación entre los dos titanes, pero tras una desastrosa actuación de Karpov en el supertorneo de Las Palmas, donde quedó último y no ganó una sola partida, aquel acuerdo quedó en agua de borrajas. Karpov dijo adiós definitivamente al gran ajedrez en 1999, cuando se negó a defender el título bajo el aberrante sistema de knock-out que Ilyumzhinov (quién nos iba a decir que terminaríamos echando de menos a Campomanes) se sacó del bolsillo y que le forzaba a competir en igualdad de condiciones que el resto.
Yo siempre le tuve una tirria monumental, no solo por sus marrullerías y manejos en la trastienda, sino por el modo en qué jugaba. Su linaje era el de los posicionales, el de los Capablanca, Smyslov y Petrosian, pero había un problema con sus partidas: a fuer de profundas, resultaban incomprensibles. Y no es que lo diga yo, hasta el gran Spassky le confesó una vez: “No puedo jugar contigo, Tolia; me resulta imposible seguir el curso de tus pensamientos”. Sí añadís a eso el aspecto hierático y inexpresivo que lucía en sus buenos tiempos, podréis imaginar fácilmente la sensación que se les quedaba a sus adversarios: la de estar compitiendo contra una especie de ente cibernético inventado por algún genio loco en una de las mazmorras del KGB. Lo que sí estaba claro es que apretaba y apretaba, y al final, casi siempre, ganaba. Alrededor de 140 torneos ha amasado a lo largo de su carrera, la mayoría de primer nivel, muchos más que cualquier otro ajedrecista de la historia.
Su clásica partida contra Unzicker ejemplifica divinamente este estilo “boa constrictor” que le caracterizaba. Se la recuerda, desde luego, por la en aparencia absurda y en realidad brutal movida del alfil en la jugada 24, que por otra parte nos muestra muy bien el lado más vampírico del soviético. Resulta que la idea era en realidad de Spassky, que la había usado (sin éxito) en una posición similar durante la décima partida que su reciente match semifinal de Candidatos contra Karpov. Este la incorporó a su disco duro, la depuró, y… bueno, enseguida veréis qué ocurre cuando un arma así se deja al alcance de un tipo tan malvado.
El pobre Unzicker ha tenido el dudoso honor de pasar a la historia por encajar un par de las más contundentes somantas de que se tiene noticia (no olvidéis la Petrosian-Unzicker de hace unos meses). Al final de la partida, por lo visto, maldijo airadamente ¡en ruso! a su “idiota” caballo de b7 por no haber podido escapar de su ignominiosa jaula. Así era el gélido Karpov, muy capaz de sacar de sus casillas a sus rivales, las del tablero y las metafóricas.
Karpov-Unzicker, Olimpiada de Niza 1974
Me he alargado muchísimo hoy, porque la vida de un bellaco suele dar bastante más de sí que la un mirlo, pero no me puedo despedir todavía ya que, bellaco o no, este es uno de los tíos más grandes que ha dado el juego:
- Karpov-Korchnoi, partida 2 de la final de Candidatos, Moscú 1974. Karpov forjó su leyenda de maquina implacable con partidas así, desmenuzando en unos meros 27 movimientos la defensa dragón de Korchnoi con un precisión tan clínica, y casi cínica, que da pavor.
- Karpov siempre fue un tipo práctico, y se supo rodear de estupendos analistas que se hacían cargo del arduo trabajo teórico y lo proveían de un peligroso arsenal de ideas. El más creativo de todos ellos fue sin duda Igor Zaitsev, al que se debe el fascinante concepto con el que Karpov dio la vuelta a una variante entera de la apertura inglesa en la partida Timman-Karpov, Montreal 1979. Luego había que rematar el trabajo, pero para eso Karpov ya se las apañaba muy bien él solito.
- Y encima, cuando le daba la gana, sabía combinar. Siempre compensa revisitar su histórica performance en Linares 1994, en especial la partida Karpov-Topalov, no solo por sus tres sacrificios de torre, sino por la heterodoxa, a la par que efectiva, novedad teórica con que se desatan las hostilidades.