Bienvenidos, damas y caballeros, al mayor espectáculo de ilusionismo del mundo. Conocerán a un brujo chino (¿o es árabe?) que posee el don de la invisibilidad, a un prestidigitador bonaerense (¿o es inglés?) capaz de obrar prodigios con su sola mano izquierda, a un profesor español (¿o es yanqui?) que domina con igual destreza las nuevas tecnologías y la teletransportación. Siempre dos por el coste de uno, ya ven, aquí no escatimamos en medios. Para el final hemos reservado, como es natural, el mejor número: serán ustedes mismos, damas y caballeros, quienes creen y ejecuten el truco. Pero no olviden pasar por taquilla, porque la magia tiene un precio. Vaya si lo tiene.
Un día del pasado octubre, mientras echaba un rato de siesta en casa, fui objeto del más extraordinario de los fenómenos que he experimentado (y sin duda experimentaré) en mi vida. Fui teletransportado al escenario del principal teatro de mi ciudad.
Venga va, tiene truco. Esa tarde actuaba allí un conocido ilusionista, Jorge Blass, cuyo número estrella (le ha vendido a David Copperfield los derechos de su exhibición en Estados Unidos, para que os hagáis una idea) se desarrolla resumidamente como sigue. Blass selecciona al azar a una persona del público (importante: esta persona no está compinchada con él) y la invita a subir al escenario; a la vez, uno de sus ayudantes traslada una caja al centro del mismo con un carrito con ruedas, como esos que se usan para mover palés. Blass explica al espectador que tiene un regalo para él en la caja, que es relativamente grande pero liviana (el mago lo demuestra alzándola del suelo sin esfuerzo). Y ahora viene lo fantástico: le da una tablet para que entre en Facebook con su contraseña y escoja, siempre al azar, a uno de sus amigos de la red; vuelve a elevar la caja, la suelta dejándola flotar en el aire unos instantes y luego la empuja violentamente hacia abajo. Dentro de la caja aparece, abracadabra, el amigo en cuestión, que en este caso era yo.
Del truco revelaré tan solo que es ingenioso en extremo y notablemente arriesgado, en el sentido de que puede fallar por diversas razones, no todas achacables a la impericia del prestidigitador. Sí os haré notar que, como cualquier número de magia profesional de cierto lustre, consta de tres partes. La primera es la preparación, durante la que se exhiben los artefactos y personas que tomarán parte en el juego y se insinúa al público el tipo de efecto que quiere conseguirse (selección del espectador, colocación de la caja y promesa de un regalo, en nuestro caso). Luego viene la actuación, en la que el mago usa sus dotes técnicas e interpretativas para generar en la audiencia la máxima sensación de expectación e incertidumbre (si la caja no puede contener nada pesado ¿qué pinta el amigo de Facebook?). La tercera etapa es el producto de la magia o, como se denomina a veces en el mundillo, el prestigio: el conejo que sale de la chistera, el naipe hecho pedazos y milagrosamente reconstruido; en el número que nos ocupa, un servidor.
Admito que es cruel dejaros con la miel en los labios, pero no sufráis: cuando acabéis El prestigio sabréis de teletransporte todo cuanto necesitáis saber. Es la única novela sobre ilusionismo que he leído y la única que pienso leer, porque que haya otra de tanto nivel me parecería cosa… de magia. De partida, y esto no es novedad, es cien veces mejor que la adaptación cinematográfica —El truco final— de Christopher Nolan, director que ha firmado una obra maestra, Memento, y varias grandes películas que, sin embargo, no son tan grandes como él se cree. ¿No se dio cuenta, por ejemplo, ni nadie se lo explicó, de que la estructura de la historia remeda las tres fases del acto mágico que acabo de enumerar?
La “presentación” transcurre en la Inglaterra contemporánea. El periodista Andrew Westley, especializado en sucesos poco comunes, se desplaza a un caserón en Derbyshire, sede de la Iglesia Extasiada de Jesús, a investigar una aparentemente fiable, pero absurda, información: el líder de la secta ha sido visto en dos lugares a la vez. Westley tiene más motivos que la mayoría para mantener la mente abierta: a pesar de toda la evidencia en contra está convencido de tener un hermano gemelo, hasta el punto de que a veces siente que se comunica telepáticamente con él. Lo de la Iglesia Extasiada resulta ser un bulo; quien está interesada en verle, en realidad, es una joven aristócrata venida a menos, Katherine Angier, que todavía posee una parte de la mansión. La chica parece empeñada en contarle una historia de sus antepasados que no le interesa lo más mínimo; lo que sí le interesa es que su misterioso gemelo se ha hecho sentir con más y más insistencia conforme se acercaba a la casa.
El meollo de la novela (la “actuación”) es la enconada rivalidad de dos magos, Alfred Borden y Rupert Angier, respectivos bisabuelos de Andrew y Kate. (Toda la película de Nolan se centra en ella, aunque con bastantes libertades y una crucial tergiversación con respecto al texto). La enemistad de Borden y Angier trasciende con mucho lo profesional, pero el combustible que aviva la llama, por así decir, es una ilusión que ha dado fama internacional al primero y es la envidia de toda la profesión, “El nuevo hombre transportado”. Dos cabinas en el escenario ampliamente separadas, opacas, con las puertas frente al público. Borden entra en la primera con una pelota, dejando la puerta abierta. Lanza la pelota rodando hacia la segunda cabina, cierra la puerta y simultáneamente se abre la otra, sale Borden y recoge la pelota. En ese momento las tres paredes y la puerta de la primera se desploman hacia los lados, mostrando que no hay nadie dentro. El secreto, pensaría uno de primeras, es burdo y tan viejo como el sol: Borden usa, tiene que usar, un doble. Salvo que Angier es un experto, no un crédulo panoli, ha estudiado el show a fondo ¡y es seguro que quien sale de la segunda puerta también es Borden! Desesperado imitará por un tiempo a su rival, él sí con la ayuda de un doble… hasta conseguir inventar un número de transportación todavía mejor; y ahora será el perplejo Borden quien rechinará los dientes. Entremedias el relato da un volantazo hacia lo steampunk que también debería rechinarnos a nosotros, pero estamos pasándolo tan bien que hasta eso nos cae en gracia.
Una estruendosa ovación, por favor, para el ingeniero del espectáculo, el Christopher importante, el autor de la novela. Priest sabe muy bien cuál es el axioma número uno de la magia: nunca expliques el truco. No es solo, ni principalmente, una cuestión corporativa, de no arruinar el negocio. Por muy sofisticado que sea el gatchet óptico, psicológico o mecánico que sustenta una ilusión, la explicación siempre defrauda porque es inferior al efecto. La magia funciona porque deseamos ser engañados, porque moriríamos por que fuera cierto que un tipo, sin más que chasquear los dedos, pueda transportarnos desde el despacho a un teatro. Sabedor de que el bicéfalo misterio de la transportación tendrá que aclararse tarde o temprano, Priest adopta una estrategia muy inteligente, narrando los hechos (y dosificando las revelaciones) a través de los diarios de ambos magos. Todo está ahí desde el principio, si lo quieres buscar, porque nada de lo que escriben Borden o Angier es falso; si bien, artistas de la simulación como son, saben de sobra que el engaño más perfecto es una verdad contada a medias. (Paradójica, pero consistentemente, en esta epifanía de Christophers, gemelos, dobles y duplicidades, ambos diarios concluyen con idéntica frase: “Seguiré solo hasta el final”). La pelota está al tejado del lector, al que toca decidir por cuánto tiempo se alumbra con la incierta luz de gas del Londres eduardiano, entretejida de humo y de sombras, antes de pulsar el interruptor y que la estridente claridad eléctrica inunde la habitación.
Por fin, en el “prestigio” de El prestigio, nos enteramos en qué acaba lo de Kate y Andrew, que en términos convenientemente abstractos y disimulados os resumiré de este modo: la magia tiene un precio. Borden y Angier, como Fausto, se someten a pactos de los que extraerán sus poderes, contrayendo una deuda que ni siquiera la muerte podrá condonar. La magia tiene un precio, vaya si lo tiene, y esto es cierto es más de un sentido. Es sintomático que Priest sitúe la trama principal en los albores del siglo veinte, época de invenciones como la radio, el gramófono o el cine, que habrían aborrecido por diabólicas los inquisidores medievales. Y quizá no andarían muy desencaminados, porque nuestro furioso romance con la tecnología tiene bastante de mefistofélico: mirad lo que hemos terminado comiendo, o respirando, o deseando. Rodeados de objetos tan óptimos, tan perfectos, estamos forzados a serlo también, así que, de un modo u otro, hemos aprendido el arte del ilusionismo y a disfrazarnos de ciudadanos concienciados, familias de ensueño y trabajadores sin tacha. La magia tiene un precio, por mucho que no seamos, no queramos ser, conscientes de ello, y cuanto más sofisticado es el engaño, y más prolongado, más exorbitantes los intereses exigidos. Pero ese, naturalmente, es el prestigio de este truco.
El prestigio
The prestige (original en inglés)
Obviamente para Ali y Rober, Rober y Ali. Vuestro truco de la doble oposición es de lo mejor que se ha visto en años y todavía me tiene… estupefacto. Pero aún me asombra más la luz que desprendéis cuando estáis juntos, eso sí es magia de verdad.
Seguro que Jorge no se lo toma a mal: mi prestidigitador predilecto es el argentino René Lavand. No porque sus números estuviesen fuera del alcance de otros colegas, ¡pero es que los hacía con una sola mano! Cuando tenía siete años un coche lo atropelló y perdió la mitad del brazo derecho, pero esto no le impidió, aun siendo diestro, convertirse en un cartomago de fama mundial. Su peculiar limitación física, las historias con que adornaba sus actuaciones (¿ha nacido porteño sin labia?) y su originalísimo modo de hacer magia le conferían un carisma extraordinario. Él se autodenominaba “lentidigitador”: su especialidad era realizar sus trucos muy despacio, para exacerbar la ilusión de imposibilidad en la audiencia. “No se puede hacer más lento”, precisamente, es como bautizó a su juego más famoso. En Youtube hay varios vídeos donde aparece haciéndolo, uno en particular del programa Nada x aquí de Cuatro presentado por el propio Jorge Blass. No os lo perdáis, asombroso es poco para describirlo.
“Mano lenta” (“Slowhand”), a todo esto, es el apodo (y el título de uno de sus álbumes) de un guitarrista legendario como pocos, Eric Clapton. Se le ocurrió a Giorgio Gomelsky en 1964, cuando Clapton tocaba en los Yardbirds y Gomelsky era el mánager del grupo. A veces Eric rompía alguna cuerda en pleno escenario; debía de ocurrirle con cierta frecuencia, porque el público cogió la costumbre de empezar a aplaudir mientras la cambiaba, al principio muy despacio, paulatinamente más rápido (los británicos llaman a esto “slow handclap”, aplauso lento). De ahí el juego de palabras: Slowhand Clap(ton).
El mote es irónico, no hará falta decirlo: nadie ha delimitado el lenguaje y el papel de la guitarra en el rock tan decisivamente como lo hizo este titán en los sesenta, primero en los Yardbirds y sobre todo en Cream (las comparaciones con Jimi Hendrix son pertinentes, pero no olvidemos que cuando este empezó a despuntar Clapton era ya una gran figura). Lo que no quita para que el tema que catapultó a Clapton al superestrellato mundial… sea una balada. Ya sabéis, “Tears in heaven”, escrita en memoria de su hijo Conor tras la desgraciadísima muerte de este en marzo de 1991, con cuatro años, al caer de un rascacielos en Manhattan. Compuesta en principio para la banda sonora de Rush (estrenada en España como Hasta el límite), Clapton la tocó en vivo por primera vez en una memorable actuación acústica para la MTV que sería el germen de Unplugged, a la postre el álbum más exitoso, con mucho, de su carrera (de hecho es el disco en directo más vendido de la historia: 26 millones de copias, ahí es nada).
La actuación fue, verdaderamente, una catarsis para Eric. A lo largo de la misma interpreta nada menos que cuatro canciones que había escrito para lidiar, de un modo u otro, con la pérdida sufrida (las otras son “Circus”, “My father’s eyes” y “Lonely stranger”); y la entusiasta reacción del mercado, siempre propenso a la lagrimilla, se explica en parte por ello. No quisiera parecer cínico: “Tears in heaven” ha tocado el alma de millones de personas por muy variadas y buenas razones, aunque no es oro todo lo que reluce. Cuando Conor nació Clapton estaba enganchadísimo al alcohol y la cocaína y se desentendió por completo de la madre y el bebé; y, fijaos qué sádico puede ser el Destino a veces, la tarde antes de la tragedia fue la primera que padre e hijo pasaron a solas. “Circus” y “My father’s eyes” no aparecen en la versión estándar de Unplugged (sí en la versión “DeLuxe”, publicada en 2013) pero posteriormente se grabaron en estudio, para el álbum Pilgrim de 1998. “Lonely stranger”, por contra, constituye una intrigante anomalía en su discografía: no hay versión en estudio, no se escucha en sus conciertos ni recopilaciones, no dice una palabra de ella en su autobiografía. Es extrañísimo porque se trata de un supertema, de los mejores que ha compuesto en su vida. Clapton ha explicado con cierto detalle qué inspiró sus canciones de duelo. “Circus” evoca esa tarde última juntos, en que acompañó al niño a un espectáculo circense; en “My father’s eyes” intenta describir el paralelismo entre mirar a los ojos de su hijo y ver los de su padre, al que nunca conoció —lo criaron sus abuelos—; la letra de “Tears in heaven” —escrita por Will Jennings a partir de sus indicaciones— surge de una inquietud que le agobiaba desde la muerte de su abuelo: si existe otra vida, ¿nos reconoceremos allí? Bien, bien, ¿pero no echáis algo a faltar? El sentimiento de culpa, ¿por ejemplo? Porque en circunstancias así yo estaría para que me encerraran…
Lo único que ha contado de “Lonely stranger” (a instancias de un entrevistador de Guitar Player en 1993) es que la compuso “para animarse”, mientras estaba en Los Ángeles ocupado con la banda sonora de Rush, sintiéndose como un extraterrestre en los exóticos ambientes hollywoodenses. Pero está claro que hay mucho más, y mucho más duro que eso, en el texto. Eres un mago, Mano Lenta, pero me da que esta vez te hemos pillado el truco.
Lonely stranger / Eric Clapton
Lonely stranger / Eric Clapton letra y traducción
Recuperando a René Lavand: ¿qué es más difícil de hacer con una sola mano, un truco de cartas o tocar el piano sin que se note que te falta la otra? No sabría yo qué decir. Lo que sí sé, y esto os va a sorprender, es que hay muchos compositores que han escrito obras de piano para ser tocadas únicamente con la mano izquierda. Muchos, pero muchos. Así como setecientos. (Para la mano derecha, por el contrario, no hay casi cada. La razón es que con la izquierda es mucho más factible marcar la melodía con el pulgar y el acompañamiento con los otros dedos; con la derecha, en cambio, correspondería al meñique simular la voz principal, pero es prácticamente imposible, salvo que tengas una mano muy rara, conseguir la separación necesaria con el resto de dedos —aparte de que el pulgar se saldría del teclado, comprobadlo). Este estrambótico subsubgenero pianístico nació casi con el propio instrumento, mayormente como una especie de gimnasia músico-intelectual para llevar al límite a intérpretes y compositores. La Primera Guerra Mundial también supuso un macabro acicate, “gracias” a las amputaciones que sufrieron algunos prometedores pianistas en el campo de batalla. Entre ellos, muy significadamente, Paul Wittgenstein, hijo de un magnate austriaco (y hermano del célebre filósofo), que pagó elevadas sumas de dinero a compositores tan prestigiosos como Ravel, Prokofiev, Britten o Richard Strauss, entre otros, para que le escribieran piezas adaptadas a su minusvalía.
El de la foto de abajo es Nicholas McCarthy, el único pianista manco (este, de nacimiento) que actualmente se gana la vida como concertista; es también la única persona, en sus circunstancias, que ha sido capaz de graduarse en el prestigiosísimo Royal College of Music de Londres en sus ciento treinta años de historia, hazaña tanto más notable cuanto que no comenzó a recibir clases de piano hasta los catorce años. De Solo, el primero de los dos álbumes que ha publicado hasta la fecha, he extraído esta chulada, creada especialmente para él por Nigel Hess (a la derecha), un compatriota conocido sobre todo por sus bandas sonoras para la televisión, el cine y el teatro. El sustrato peliculero de Hess se deja notar en la melodía principal, tan sencilla como inmediatamente atrayente, que sin embargo no tarda en desviarnos hacia armonías mucho menos lineales y predecibles. Se puede hacer más rápido (tendríais que escuchar a McCarthy tocar algunos endiablados arreglos de los estudios de Chopin) pero no sé si tan bonito.
Nocturne / Nigel Hess
Nocturne / Nigel Hess
Más difícil todavía: matemático profesional, creador de acertijos lógicos, filósofo, compositor de problemas de ajedrez, pianista y mago. Raymond Smullyan (1919-2017) tuvo el número de manos ordinario pero es casi lo único normal de este personaje que parece sacado de una novela. De El Señor de los Anillos, por más señas:
Smullyan demostró enseguida unas dotes excepcionales para la música, ganando la medalla de oro en una competición pianística a los doce años. Pero, ay, tenía el corazón dividido: le fascinaban las paradojas lógicas. Este segundo enamoramiento arranca del 1 de abril de 1925 (el equivalente anglosajón de nuestro Día de los Inocentes) cuando, enfermo y postrado en cama, su hermano mayor entró a verle por la mañana. “¡Bien, Raymond, hoy es el Día de los Inocentes y voy a gastarte una inocentada como no te han gastado otra en tu vida!”. El chico esperó todo el día, pero no ocurrió nada. ¡La broma consistía en que no había broma! “Recuerdo —escribiría más tarde— estar despierto hasta mucho después de que apagaran las luces preguntándome si realmente había sido embromado o no”. Entre esto, y que el joven tenía un espíritu demasiado indómito como para someterse a las rutinas del sistema tradicional de enseñanza, pasó los años siguientes entrando y saliendo de diversos centros y estudiando música y matemáticas por su cuenta. Como de algo había que vivir, a los veintitantos se hizo mago profesional (!) —su nombre artístico era Five Ace Merrill—, complementando sus ingresos como vendedor de aspiradoras (!!) y dando clases particulares de piano. Por fin, casi con cuarenta años, se graduó en Matemáticas en la Universidad de Chicago —aún hubo que convalidarle un curso de Cálculo que le faltaba por hacer, con el muy convincente argumento de que lo había enseñado en un college (!!!)—. Se doctoró en Princeton cuatro años después, compaginando a partir de entonces una carrera académica más o menos convencional con la publicación de un sinfín de libros de lógica recreativa (también escribió sobre filosofía taoísta e incluso grabó un disco) que le proporcionaron un gran reconocimiento internacional.
Además de para la magia, las matemáticas, el piano o las aspiradoras, Smullyan encontró tiempo en sus años mozos para componer una cantidad considerable de problemas de ajedrez, tan poco convencionales como su inventor. Permanecieron sin publicar mucho tiempo pero uno en concreto, que había mostrado a un compañero de doctorado en Princeton, se hizo muy popular cuando este —sin conocimiento ni consentimiento del autor— lo envió a un periódico de Mánchester. Smullyan compiló finalmente sus trabajos ajedrecísticos en dos volúmenes, The chess mysteries of Sherlock Holmes (1979) y The chess mysteries of the Arabian knights (1981), traducidos a nuestra lengua como Juegos y problemas de ajedrez para Sherlock Holmes y Juegos de ajedrez y los misteriosos caballos de Arabia, respectivamente. Con la chispa que le caracterizaba —buscad por ahí las trampas lógicas con que robaba besos a las chicas incluso nonagenario, son la monda— Smullyan aliña los problemas con introducciones ambientadas en los universos de Sherlock Holmes y Las mil y una noches. El de Mánchester aparece en una de las portada (arriba) y lo describe así:
Harún al-Rashid —Padre de los Creyentes— ha aprendido muchos secretos de magia de hechiceros de todo el mundo. Uno de sus trucos favoritos se lo enseñó un brujo chino (¡cuyo nombre, desafortunadamente, he olvidado!). Es el arte de la invisibilidad. De modo que aquí tenéis a Harún, a plena luz del día, en una de las sesenta y cuatro casillas del encantado reino del ajedrez. Pero nadie puede verlo, por la sencilla razón de que es invisible. ¿En qué casilla está?
El problema tiene su miga, porque la primera impresión es que la posición es incorrecta, da igual donde esté Harún (el rey blanco) o a quien le toque mover. Veamos: si el rey estuviese en b3 torre y alfil le darían jaque a la vez, pero eso es imposible porque si, digamos, la última pieza negra que ha movido es el alfil, la torre ya habría dado jaque antes y el rey tendría que haber salido de allí. De acuerdo entonces, el rey blanco no está en b3 (obviamente, tampoco en c2) así que el rey negro está en jaque, lo cual es francamente extraño porque no hay modo de que el alfil blanco haya llegado a a4 sin haber dado jaque previamente, y por tanto expulsado al rey negro de d1. O sí: el rey blanco podría haber estado en b3 y dar jaque a la descubierta moviendo a a3 o c3. Pero es la pescadilla que se muerde la cola, porque hemos demostrado hace un instante que b3 es justo el sitio donde de ninguna de las maneras puede estar.
Y no obstante, tan cierto como que hay Tierra y hay Cielo, en algún lugar ha de estar Harún. Desempolvad vuestra varita mágica, a ver si lográis que reaparezca.
Como siempre sorprendiendo, a pesar de los duros calores estivales.
¡De eso se trata! 🙂 ¡Nos vemos el sábado en Águilas!