De cómo falsificar diarios, combatir sin pegar un tiro y otras tretas del gremio de los embusteros. Aunque sabed, troleros del mundo, que no hay forma de esconder vuestros ojos mentirosos.
Siempre creí que eso de escribir diarios era un pavada propia de niñas de colegio de monjas. Con mis bidones de memoria cada vez más porosos, y los años deglutiendo mi pasado a la par que mi futuro, me doy cuenta de mi craso error, pero poca solución tiene ya la cosa. No es ninguna tontería, no, lo de escribir un diario, y el de Jerzy Kosinski, en concreto, se ubica en las antípodas exactas de la literatura monjil. Si se trata o no de un verdadero diario, o de un diario verdadero, ya es harina de otro costal.
Jerzy Kosinski (nacido Józef Lewinkopf) tenía seis años cuando Hitler invadió Polonia. Para ponerlo a salvo sus padres lo enviaron a una aldea remota, con una partida bautismal amañada que ocultaba su ascendencia judía. El crío se extravió y acabó deambulando de un villorrio a otro. Por puro milagro, sobrevivió y tras el armisticio pudo reencontrarse con su familia. Más adelante estudió historia y sociología, llegando a profesor de la Academia Polaca de Ciencias, y sirviéndose (otra vez) de documentación falsa pudo cruzar el Telón de Acero e instalarse en Estados Unidos en 1957. En 1960 conoció a una millonaria casi veinte años mayor que él, con la que se casó en 1962, y en 1965 publicó un relato autobiográfico, El pájaro pintado, donde narraba sus experiencias durante la guerra. Consiste en una serie de episodios más o menos conectados, de una espeluznante hermosura, en los que el niño, tratado como un apestado (cuando no como un endemoniado) por los asilvestrados labriegos, es testigo de un catálogo de todo lo vicioso y abyecto que cabe en el ser humano. Las penurias del pequeño Jerzy encogieron las almas de millones de lectores de todo el mundo; los expertos otorgaron a la obra, casi por unanimidad, la vitola de clásico del Holocausto.
Hubo, sin embargo, algunas voces discrepantes. De la Europa del Este, donde se prohibió de inmediato, llegaron críticas feroces por el modo ultrajante en que se retrataba al aguerrido proletariado rural (un articulista pronosticó que el autor acabaría sus días suicidándose en un mugriento hotel de la Riviera); mirada con más detenimiento, la riada de espantos que arrastraba a la criatura parecía, realmente, demasiado dantesca para ser verídica. Antes de la publicación del libro, Kosinski había presentado los hechos como reales en diversos foros; ahora, sin embargo, se mostraba más y más esquivo. No obstante, logró que su madre (que todavía vivía en Polonia) le enviara una carta corroborando que había pasado la guerra solo. Por lo demás, su exitosa carrera literaria prosiguió, así como la académica: dio clases en Princeton and Yale, entre otras universidades. Se convirtió en un prominente miembro de la jet neoyorkina. Aparecía con frecuencia en el show de Johnny Carlson, hizo buenas migas con Roman Polanski, trabajó como actor en Rojos, la película de Warren Beatty. En 1982 estalló la bomba. El semanario The Village Voice publicó un demoledor artículo de investigación donde se demostraba que: a) Jerzy pasó toda la guerra en compañía de sus padres y un hermano adoptivo, primero en una pequeña ciudad, luego en una diminuta aldea; fueron ayudados, y a veces escondidos, por diversos católicos que allí vivían; b) partes de El pájaro pintado y otros libros eran plagios de obras polacas anteriores a la contienda; c) la versión final de la novela tuvo que ser redactada por algún “ayudante”, ya que en los sesenta Kosinski no dominaba el inglés como para escribir con tanta solvencia. Para redondear el pastel, se hicieron públicos los gustos sexuales nada convencionales del escritor; ciertos pasajes del capítulo 12, más que sórdidos de por sí, resultaban ahora doblemente perturbadores. Cercado por los denunciantes, debilitado por diversas dolencias, se le cerraron todas las salidas. En 1991, a primeros de mayo, Jerzy Kosinski ingirió una dosis letal de barbitúricos, se bebió un ron con Coca-Cola, selló una bolsa de plástico en torno a su cabeza, e hizo buena la profecía conjurada, un cuarto de siglo atrás, por aquel articulista de Europa Oriental.
A la luz de la información anterior, El pájaro pintado emerge como un creación literaria fascinantemente ambigua: ¿es una crónica básicamente fiel, a pesar de todo, del genocidio, o más bien un macabro cuento de hadas? Las salvajadas de los autóctonos católicos durante la ocupación alemana (con la obvia aquiescencia de los invasores) están más que documentadas. El 10 de julio de 1941, en Jedwabne, un pueblo en el noreste del país, dos decenas de lugareños encerraron a 300 judíos en un establo y los quemaron vivos, y hay testimonios de atrocidades por el estilo en Wasosz y Radzilow. Por otra parte, si la familia Kosinski-Lewinkopf tuvo noticia de estas maldades abisales en su escondite, y la información se filtró de algún modo al niño, su todavía semimágica visión del mundo debió de contaminarse hasta extremos inconcebibles. Llama la atención que el libro no mencione los trenes de la muerte o los campos de exterminio más que el capítulo 9, y en un contexto casi anecdótico. (Algunos prisioneros agujerean el suelo de los vagones y se dejan caer cuando la locomotora pierde velocidad. Normalmente son destrozados por las ruedas, y los pueblerinos rapiñan los restos en busca de ropas, zapatos, incluso fotografías; pero una vez sobrevive una chica, y su violación dará pie a una de las escenas más grotescas de toda la obra). Se libra una guerra, está claro, pero no parece que su rumbo interese lo más mínimo a unos campesinos ensimismados con sus demenciales y sanguinarias supersticiones. Sorprendentemente, los alemanes tratarán al expósito con más humanidad que sus mismos compatriotas; comparados con los bestiales palurdos casi parecen ángeles, mortíferos sin la menor duda, pero ángeles así y todo.
No: no creo que El pájaro pintado sea, en lo fundamental, una novela sobre el Holocausto. Antes bien, exhibiendo el horror nazi a la par de la depravación aldeana, encuentra su denominador común: la cotidianeidad. En la introducción que acompaña a la segunda edición del libro, en la que Kosinski se defiende (todavía mintiendo) de las acusaciones de habérselo inventado todo, el escritor revela la anécdota específica que dio pie al título y que, reimaginada, se narra en el capítulo 5. Conoció a un rústico que se divertía cazando pájaros, pintándoles las alas de vivos colores, y liberándolos. Cuando volvían a la bandada los demás, incapaces de reconocerlos como de su especie, los picoteaban implacablemente hasta matarlos. El nazismo no fue un meteorito que rodaba por el cosmos y chocó contra la Tierra por una aciaga casualidad. Es una enfermedad social crónica, grabada a fuego en nuestros genes, lista para activarse a la menor oportunidad. Avisa, como un herpes, cuando pagamos al aparcacoches subsahariano procurando que nuestra mano no se roce con la suya, o cuando buscamos otro contenedor donde arrojar la basura para no coincidir con el inmigrante rumano que escarba en el que tenemos bajo casa. Moros y cristianos, negros, blancos o amarillos, fachas contra rojos, castizos y antitaurinos, del Barça y del Madrid, en el fondo es siempre lo mismo. Es fácil encontrar a quien odiar por ser distinto.
Para ser una fabulación plagiada por un pringado a sueldo, menudas verdades suelta por su pico El pájaro pintado.
El pájaro pintado
The painted bird (original en inglés)
Como es de suponer, esto de los embustes (léase infidelidades) ha dado juego a raudales en la balada romántica. Mismo aquí, en música y ajedrez de diez, he colocado dos canciones que encajan de lleno en la categoría. Si en “Il giardino proibito” Sandro Giacobbe daba una exhibición de labia y se deshacía en excusas ante su novia burlada, en “Cry me a river” Ella Fitzgerald le indicaba, muy claramente, dónde podía meterse sus explicaciones. Bien estará, en aras de esa paridad que tanto agrada a los/as ideólogos/as de género/a, contraprogramar con un tema donde sea al varón a quien le crezca la cornamenta.
Eagles hicieron honor a su nombre y volaron muy alto, altísimo, en los setenta. Su legendario Hotel California anda casi seguro entre los veinte álbumes más vendidos de la historia, y ni siquiera es el más rentable de los suyos: Their greatest hits (1971-1975), un recopilatorio con lo más granado de sus discos anteriores, le saca diez millones (!!!) de copias de ventaja. “Lyin’ eyes”, más incluso que “Hotel California”, es su canción definitiva. Es puro y canónico country-rock, ese híbrido tan americano que Eagles entendieron como pocos y vendieron como nadie: fácil sin ser facilón, hondo pero recto, ácido y tierno a la vez. Y esto vale para la música y la letra, porque pocos temas conozco, caso de que conozca alguno, donde ambas se acoplen de manera tan siamesa. “Lyin’ eyes” es, por añadidura, la canción definitiva sobre el engaño. Porque ellos asumen que la traición es el coste de un futuro menos frío, el viejo, o un presente más abrigado, el joven; en cuanto a ella, que fantasea con un pasado irreversiblemente extraviado, es con diferencia la más engañada de los tres.
Lyin’ eyes / Eagles
Lyin’ eyes / Eagles letra y traducción
He guardado para los bises uno de mis más recientes, y curiosos, descubrimientos. A principios de los dos mil, y con el nombre artístico de Vinyl Kings, siete veteranos y muy respetados músicos de estudio (unos u otros habían colaborado con gente tan lustrosa como Etta James, Tina Turner, Steve Winwood, Madonna, Dusty Springfield, Everly Brothers o el mismo Glenn Frey, el “Eagle” coautor y cantante de “Lyin’ eyes”) se dieron el gusto de grabar dos álbumes (Little trip, 2002, y Time machine, 2005) con los que rendían tributo muuuuy explícito a su música favorita, la de los sesenta, a los Beatles en especial. El homenaje es tan descarado y falto de pretensiones, y está hecho con tan buen gusto, que es imposible no simpatizar con ellos. “One love at a time” es la más convincente de todas sus piezas: serán unos Beach Boys de mentirijilla, pero los auténticos la habrían firmado encantados.
One love at a time / Vinyl Kings
One love at a time / Vinyl Kings letra y traducción
Y para los “trises”, por qué no, los Beatles. Los auténticos. O no: según los puristas “Free as a bird” es un fraude vergonzante, rayano en la necrofagia. Sirvió de cabecerá al primer volumen de Anthology, un triple recopilatorio con rarezas y tomas alternativas de los fab four. Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr la grabaron en 1995, a partir de una casete setentera que Yoko Ono conservaba de su esposo. Para disimular la deficiente calidad técnica de la materia prima, Jeff Lynne, el productor de la canción, “vaporizó” la voz del ausente; y hay un reprise final, un poco al estilo de “Strawberry fields forever”, donde se le escucha decir, de atrás para adelante, “turned out nice again” (“salió bien otra vez”). Por una asombrosa casualidad, de la que nadie se percató en el momento, suena como “made by John Lennon”.
Que esto os parezca efectista o emocionante dependerá mucho de lo que la música de John, y el modo en que murió, signifiquen para vosotros. La canción me volvió a la memoria releyendo el capítulo 13 de El pájaro pintado, donde el crío escapa de una aldea por un lago helado usando una lona a modo de vela, en uno de los escasos momentos del libro en que su vida vira de suplicio a goce: “Patinando a través de esa infinita planicie blanca me sentía tan libre y solitario como un estornino que se hubiera remontado por el aire”. Acababan de publicarla cuando la oí por primera vez, en el gimnasio, en un programa de radio que la monitora usaba como acompañamiento (al menos eso es lo que creo recordar, lo que a falta de diario viene a ser lo mismo). Absolutamente pillado por sorpresa, pues ignoraba su existencia, me puso los pelos de punta; todavía lo sigue haciendo, y lo hará hasta mi último día.
Free as a bird / The Beatles
Free as a bird / The Beatles letra y traducción
Sin querer insinuar que hay un gen trolero en los polacos o los judíos, porque sería del género tonto, se da la circunstancia que esas fueron justamente la nacionalidad, y la etnia, del más vendeburras de todos los grandes ajedrecistas, Johannes Zukertort (1842-1888). Los datos biográficos que proporcionó al Eastern Daily Press in 1872 habrían sonrojado al barón de Munchausen: tenía sangre azul, dominaba nueve idiomas (el sánscrito inclusive), era un espadachín consumado y articulista del más influyente periódico alemán, se había doctorado en medicina, estudió música con el eminente compositor y pianista Ignaz Moscheles, y combatió con tal fiereza en la guerra franco-prusiana que se le premió con la Orden del Águila Roja, la Cruz de Hierro y hasta siete condecoraciones más. En realidad su padre era predicador, lo echaron de la facultad por no asistir a las clases, tampoco portó por el conservatorio, no publicó jamás nada no relacionado con el ajedrez y es harto dudoso que pegara un tiro en su vida. Algunas lenguas sin duda sabía (hebreo, alemán, polaco, inglés), quizá más porque tenía una memoria excepcional, pero de ahí al sánscrito, o a las catorce de las que llegó a presumir más adelante…
De excelente jugador, en cambio, nunca necesitó jactarse: eso saltaba a la vista. Y eso que aprendió bastante tarde, a los 19 años, curtiéndose en innumerables partidas (él afirmaba que tres mil) con el legendario Adolf Anderssen. De Breslavia se marchó a Berlín y, en 1872, a Londres, el único lugar de Europa donde era remotamente factible vivir del ajedrez. Ya tenía suficiente nivel como para retar en un match al indiscutible Steinitz, si bien perdió con claridad (9-3). El león austriaco se retiró temporalmente y Zukertort siguió progresando. Su impresionante récord de 1876 de 16 partidas simultáneas a la ciega (+13-1=2) acrecentó su popularidad, y tras sus éxitos en el torneo de París de 1878 y en sendos duelos contra Rosenthal (1880) y Blackburne (1881), con Anderssen fallecido y Stenitz todavía fuera de la circulación, muchos le consideraban ya el número uno. Y aunque Steinitz retornó exitosamente en Viena 1882, donde Zukertort solo pudo ser cuarto, este se la devolvió con intereses al austriaco, sacándole tres puntos de ventaja en Londres 1883. El choque de trenes resultó inevitable, y en 1886, tras arduas negociaciones, se disputaba en Nueva York, San Luis y Nueva Orleans el primer match por el título mundial de la historia del ajedrez.
El encuentro se dirimía al mejor de 10 triunfos y Zukertort empezó fenomenal, liderando 4-1, pero cometió un grave fallo de planteamiento. En lugar de buscar posiciones abiertas donde lucieran sus mejores virtudes, el ingenio táctico y el cálculo preciso, consintió en que la lucha derivara al ámbito estratégico, erróneamente convencido de que entendía el juego de posición mejor que su propio inventor. Steinitz, que además era más fuerte física y psicológicamente, volteó el marcador sin dificultad y se impuso 10 victorias a 5, con 5 tablas. El varapalo supuso un grave quebranto para Zukertort, y no solo en lo deportivo y lo económico (el ganador se llevó casi toda la bolsa): hay razones para sospechar que sufrió un ataque hacia el final del match, y su conocido “interés” por el láudano, una bomba de relojería que mezcla opiáceos como la morfina y la codeína, tenía que pasarle factura antes o después. Acuciado por las obligaciones económicas siguió jugando, pero su ajedrez cayó en picado; dos años más tarde, mientras competía en el British Chess Club, sufrió una hemorragia cerebral y falleció.
Pero centrémonos en Londres 1883, porque lo que hizo Zukertort allí parece igual de mentira que su currículum. Fue un evento de 14 jugadores, entre ellos los más solventes del momento, disputado a doble vuelta. En las primeras 23 rondas Zukertort amasó unos inconcebibles 22 puntos (la única derrota ante Steinitz, al que venció en la otra partida que jugaron), dejando el certamen más que resuelto. Fue una lástima que, exhausto (y probablemente medio envenenado con todo lo que se había metido en el cuerpo para ir aguantando), entregara las tres últimas jornadas, dos de ellas ante los colistas, porque de otra manera estaríamos hablando, quizá, de la mayor hazaña de siempre en el ajedrez de torneo. Hay que matizar, no obstante, que los organizadores habían incluido una singular cláusula para estimular la combatividad de los contendientes. Si una partida acababa en tablas, se repetía hasta obtenerse un resultado decisivo, que era el que se usaba para la clasificación; solo tras tres tablas subía el empate al marcador. Zukertort en concreto disputó siete desempates, y agradezcamos el cielo la invención de los patrocinadores porque uno de esos tie-breaks, frente a Blackburne, dio lugar a una de las combinaciones más atronadoras que se recuerdan. El público quedó anonadado, se discutió si la partida estaba al nivel de la “Inmortal” Anderssen-Kieseritsky (con la ayuda informática de la que hoy disponemos sobraría la controversia; la combinación de Zukertort es correctísima, no así la de Anderssen). James Minchin, uno de los redactores del boletín del torneo, cuenta que Zukertort había concebido el sacrificio de dama siete jugadas antes, con lo que sumando las ocho de la variante principal llegamos hasta las quince. Obviamente, Minchin solo pudo saberlo por una persona. ¿Faroleaba Zukertort, como tantas otras veces? Así lo pensaba Steinitz, y lo comprendo: si admites que un rival es capaz de combinar así, puedes acabar creyéndote hasta que vuela.