De lucecitas pálidas a luces con mayúsculas, de luciérnagas y luminarias, de iluminados a diestra y siniestra; indiscutiblemente, la entrada con más consumo de kilovatios hasta la fecha.
Está visto que no tengo remedio. Esta vez pensaba portarme bien, lo prometo. Lo primero, eligiendo a un compatriota, que ninguno había traído hasta ahora a la sección, lo cual es bastante sonrojante. Había un par de obras obvias, con tanta chicha por dentro como por fuera: La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, y Nada, de Carmen Laforet. Acaso sean las novelas españolas fundamentales del siglo XX: las que nos sacudieron del letargo cultural de la posguerra, que no admitía más que la loa jabonosa al bando vencedor y el folletín rosa-catolicista, retratando sin anestesia esta amargura nuestra, tan cainita y y tan funesta, que había propiciado la contienda fraticida. Que ambas pasaran intactas el corte del nihil obstat es cosa que no se explica. O los censores estaban de ejercicios espirituales o, más probablemente, se creyeron sus finales, lo que tampoco comprendo porque son tan descaradamente reaccionarios que no engañarían a un niño.
No sabría por cuál de las dos decidirme. Sin duda La familia de Pascual Duarte está mejor, y más inteligentemente escrita. Es también más insincera; el andamiaje de denuncia social disimula una complacencia, un tanto gratuita, con los desmanes de (en esencia) un psicópata al estilo Puerto Hurraco. Por su parte, la peripecia nihilista de Andrea y Román, Heathcliff y Cathy transportados a una Barcelona que apesta a hoja muerta y pescado podrido, tiene un caudal expresivo que amortiza de sobra su trazo a veces inseguro. En el cómputo global ambas son novelazas, ya está. Y vengo yo y aparco entremedias de estas moles alpinas, con una obrita bajo el brazo donde los árboles hablan y un anciano venerable te aguarda a las puertas del otro mundo. El autor es español, algo es algo, aunque dudo que sirva de atenuante siendo vástago, como era, de los Fernández Flórez; amigos de toda la vida de otra insigne familia de El Ferrol, los Franco Bahamonde nada menos. ¿Pero qué culpa tengo yo de que El bosque animado sea mejor novela que cualquiera de las otras dos?
Si algún crítico literario seguía este blog, cosa improbabilísima, ya no: acaba de morir, como Bon Scott, atragantado con su vómito. Ya se sabe, la intelectualidad dominante carga paquete a la izquierda, y Wenceslao Fernández Flórez arrastra el peor de los sambenitos posibles, el de escritor fascista. No tanto por su amistad con el dictador (que también) como por las proclamas que aventó durante la guerra, desde Portugal, en favor de los insurrectos; y por un libro, Una isla en el mar rojo (menudo titulito), donde noveló sus vicisitudes de aquellos años. Convenientemente, se pasa por alto que al principio de la rebelión (le pilló en Madrid) se libró por los pelos de ser “paseado” por los del Frente Popular refugiándose en la embajada holandesa, y solo gracias a un salvoconducto de Julián Zugazagoitia, ministro de la Gobernación, pudo salir del país. Como tampoco se menciona su defensa a muerte de Zugazagoita cuando la Gestapo lo capturó en Francia en 1940 y lo deportó a España (defensa que no impidió que lo fusilaran y deterioró gravemente su relación con Franco), ni su posterior repudio de la novela. (“Fue la única que hoy me pesa haber escrito. Fue una obra precipitada, parcial. Sólo conocía una cara de la tragedia, y por tanto no estaba en condiciones de hacerla”).
¿Estamos tontos o qué? Si a mí me vienen a buscar los milicianos a darme plomo de desayuno, y consigo salvar el pescuezo, yo habría cantado el “Cara al sol” hasta en japonés. Para que conste: Fernández Flórez nunca fue falangista ni nada por el estilo. Si en su obra anterior a la guerra, que es casi toda (El bosque animado lo escribió ya casi sesentón), así como en sus artículos periodísticos, se significó por algo, fue por darle estopa a los cimientos del Movimiento Nacional, es decir, la Iglesia, el Ejército y la Justicia. No me preguntéis por su verdadera ubicación ideológica, ahí ya titubeo. Madrid le concedió su Medalla de Oro, el gobierno republicano lo condecoró en 1935. Díaz-Plaja le llamó “el conservador subversivo”, él mismo se autodefinió una vez como “socialista heterodoxo”. Y Fernando Fernán-Gómez, el gran actor, director y escritor (cuyo aprecio por el azul se calcula rápido recordando que la bandera anarquista adornó su féretro), tampoco es que aporte mucha luz: “Lo curioso es que era un hombre absolutamente de derechas, pero con una literatura absolutamente disolvente, de izquierdas, libertaria, antimilitarista, defensora del amor libre…”.
Yéndonos a lo que nos interesa, la filosofía que impregna El bosque animado es, sin discusión, conservadora a ultranza, pero no entendáis esto como “ultraconservadora” en el sentido político del término. Fernández Flórez interpreta el universo como un inmenso lienzo, sujeto a unas leyes naturales e inmutables; cualquier intento de refutarlas es perverso y sobre todo vano. El hombre no es más que una parte minúscula del paisaje, el tipo que toca los platillos en una gran orquestra: su papel consiste en chocarlos en el momento justo, sin desafinar. El autor sitúa la acción en el bosque (la fraga) de San Salvador de Cecebre, un paraje del municipio coruñés de Cambre donde pasaba sus vacaciones estivales, metáfora en chico de este retablo, panteísta y estático, que es el mundo. Un recinto donde cada ser, de la mosca sucia y pegajosa al señor del pazo, tiene su “estancia” (Fernández Flórez usa con intención ese término en vez de “capítulo”), su pequeño hueco reservado, y resulta imprescindible a su insignificante manera.
“¿Pero no ve que ese es el problema?”, insiste el crítico (no estaba muerto, menos mal, solo desmayado). “¿Qué clase de literatura, salvo la más retestinada y carca, propugnaría la inacción como receta frente a la desigualdad?”. Precisemos. En El bosque animado hay sensibilidad social a espuertas (también, por cierto, genuina conciencia ecológica), no por discreta y fatalista menos eficaz. Verdaderamente, el hambre sideral de Marica da Fame es mil veces más punzante que los ayunos masoquistas de Andrea; y cuánto más duelen las mezquindades de Juanita Arruallo que las trompadas de Duarte. Si se tratara de Cela, la Arruallo habría acabado degollada por Hermelinda o Pilara en su cama, pero Fernández Flórez utiliza una escala de medición más amplia. La democracia, el humanismo cristiano, la abolición de la esclavitud, la emancipación de la mujer: las ideas que nos han engrandecido nunca se impusieron con la violencia, sino que se filtraron en las conciencias a lo largo de siglos de persuasión. De modo que Hermelinda emigrará, y probará fortuna en la gran ciudad; y la pequeña Pilara olvidará sus penurias diarias ensayando en su alcoba a oscuras, con sus piececitos descalzos, las danzas que bailará en la aldea cuando se haga mayor. “Y vino la Muerte, y pasó su esponja por toda la extensión de la fraga y desaparecieron estos seres. Pero detrás todo revivía, y se erguían otros árboles y se encorvaban otros hombres, […] y allí están con sus luchas y amores, con sus tristezas y sus alegrías, que cada cual cree inéditas y como creadas para él, pero que son siempre las mismas”.
Si yo ya sé, señor crítico, que no le voy a convencer. Pero a usted, desde su atalaya, y mí, desde mi ignorancia, nos une el gusto por la palabra bien trenzada, tan bien como lo está la fabra de Cecebre, que es “una legua, dos leguas de vida entretejida, cardada, sin agujeros, como una manta fuerte y nueva”. Aparte sus prejuicios por un instante, hombre, y déjese arrastrar por este torrente de escritura musical e imaginación a granel, donde sentimentalismo y humor se alían para alcanzar cotas de inspiración lírica de las que no ven todas los días. Y sonría con las andanzas del bandido Fendetestas, que igual regatea con el asaltado para hacerle precio de amigo, que aprovecha “el secular afán emigratorio, reforzado por el también secular afán de no pagar el pasaje” de todo gallego que se precie para librarse del alma en pena que le está fastidiando el negocio. Y emociónese con el amor, torpe y desesperado, que Geraldo, el pocero cojo, profesa a la despampanante Hermelinda. Y goce, en fin, con párrafos tan extraordinarios como estos:
Llovió tanto que parecía mentira que restase aire para respirar en el espacio lleno de hilos líquidos y de partículas acuosas que iban y venían, flotando, con aspecto de diminutos seres vivos, como si aquel mar tuviese también su plancton. El viento, quizá sorprendido por su fracaso o afligido por su torpeza, se había quedado quieto, quieto, tal la criada que rompió la pecera y encharcó la alfombra. Y en varios días nada se movió bajo la lluvia: ni hojas, ni pájaros, ni hombres. En los establos penumbrosos, los bueyes fumaban su propio aliento, y en el balcón techado del cura, el gato —con la cola pegada al costado izquierdo, como una espada—, sentado sobre su vientre, miraba con ojos de chino una hora y otra hora, entre los barrotes pintados de azul, cómo caían tubitos de cristal desde las tejas, adormecido en romanticismo.
Y ahora reléase Nada, o La familia de Pascual Duarte, y mire si encuentra un fragmento la mitad de hermoso que el que le acabo de mostrar. Ya le digo yo que no.
El bosque animado se ha llevado varias veces a la gran pantalla, con fortuna dispar. Están El bosque maldito, de 1945, y un corto de 1975 titulado Fendetestas, cintas ambas que desconozco, luego la inolvidable película de José Luis Cuerda, con un Alfredo Landa estratosférico de cabeza de cartel (1987), y por fin la adaptación más que libre, en cutreanimación 3D, que se estrenó en 2001. Esta última es una bobada integral de la que es muy difícil salvar algo, desde luego no el par de temas que Luz Casal escribió para su banda sonora. Ha sido una constante en la carrera de la coruñesa, acaso la mujer más carismática del pop español de siempre: desde que ejercía de rockera al límite con sus impactantes ceñidos, hasta que, archidoctorada por la vida, se ha acomodado en valores refugio tan consabidos como el bolero o la bossa nova, pocas veces las canciones han estado a la altura de su intérprete.
La principal excepción a esta regla es, obviamente, “No me importa nada”. Las grandes canciones suelen tener una buena historia detrás, y “No me importa nada” no es una excepción a esta regla. La autora del texto es Gloria Varona, una administrativa del Ministerio de Empleo y Seguridad Social, poetisa en los ratos muertos, cuyo apellido debería resultar familiar a los seguidores del blog. Era la tercera letra que escribía para su hermano Pancho, entonces (mediados de los ochenta) un compositor en edad de merecer. A Gloria las palabras le salieron de corrido: con ellas ajustaba cuentas con una relación que mantenía por esos días, tan funcionarial como su puesto de trabajo, que solo seguía en pie por pura inercia. Pancho, por contra, necesitó dos años y la ayuda del guitarrista Manolo Rodríguez para encontrar los acordes justos, unos acordes que esquivasen lo pastelero pero subrayaran que, al margen de quien diga la última palabra, en una ruptura siempre hay dos perdedores. El tema era clarísimamente para Ana Belén, con la que Varona ya había trabajado alguna que otra vez; o eso pensaba él. Pero resultó —contaría después— que la estrella madrileña no estaba grabando en ese momento y Luz sí. “Y como yo estaba muy orgulloso de la canción y de mi maqueta, me enteré de en qué estudio estaba y me presenté por el morro. Hola, le dije, me llamo Pancho Varona. Tengo esta canción, puede que te interese”. Horas más tarde recibió una llamada: “Nos la quedamos”. Y todos fuimos felices y comimos perdices, los Varona, Luz y el resto del mundo (quito Ana Belén): porque qué voz podría hacer justicia a esta balada resabiada, a este homenaje al amor propio frente al amor embalsamado, más que la voz, ronca y bronca, de Luz Casal.
La familia de Pascual Duarte y Nada también tienen sus correspondientes versiones cinematográficas, coincidente en el tiempo con Fendetestas la primera, la segunda rodada a rebufo del éxito avasallador que alcanzó la ópera prima de Laforet cuando se publicó. Ninguna de las dos escapó a los pringosos dedos de la censura, pero en el caso de Nada la avidez de su guadaña fue verdaderamente pantagruélica, hasta el punto de llevarse por delante media hora de metraje. Es una película curiosa de ver, a pesar de los pesares, con esos contrapicados en blanco y negro al estilo de Ciudadano Kane, pero la novela merecería una adaptación a la altura de su categoría. Si la ruedan, por favor, que no le pidan a Luz Casal (ni a nadie) un par de nuevas canciones, más apropiada que “No me importa nada” no se puede concebir.
No me importa nada / Luz Casal
No me importa nada / Luz Casal letra de la canción
El ajedrez español de la posguerra atesora una historia descomunal. La titularé “Arturito, el cartero prodigioso”. Tiene ese patetismo, transparente y agridulce, de las páginas más intensas de El bosque animado; con algunas pinceladas de sabor local casi podría pasar por uno de sus episodios. De villano ejercerá, quién si no, el sátrapa de El Ferrol.
La historia empieza en 1943, precisamente el año en que se publicó nuestro libro de hoy. El lío lo organizó un periodista del diario Marca, Manuel de Agustín, que había convencido al general Moscardó (entonces máximo responsable del deporte patrio) de que sería más útil al Régimen organizando el campeonato de España de ajedrez que haciendo el servicio militar. El director de Marca, Manuel Fernández Cuesta, no lo tenía tan claro: “El ajedrez no me interesa porque los jugadores están locos. Pero te haré caso si me traes un fenómeno, una luciérnaga que alumbre nuestras páginas”. Por una feliz casualidad un chiquillo de 11 años, un tal Arturo (o Arturito, como le llamaban todos) Pomar, estaba dando que hablar en las Baleares tras quedar segundo en el campeonato provincial. A de Agustín no le debió de costar demasiado trabajo recordar al campeón Ticoulat, con pasado republicano, que sus “compromisos profesionales” le impedían participar en el nacional, y allá que fue Arturito en su puesto. De Agustín había ideado un auténtico aquelarre, más propio de maratonianos que de ajedrecistas. Se disputaban dos torneos eliminatorios, con un total de veintitrés jugadores, que clasificaban a diez finalistas; a continuación, estos competían para nominar un aspirante al título, ostentado entonces por Rey Ardid, e inmediatamente después se jugaba un match a diez partidas (venció el ínclito José Sanz, por cierto). Enchufes aparte, el chaval dio la cara, pasando segundo de su grupo. Derrengado, quedó último en el torneo de aspirantes, pero ya daba igual: Pomar fue la sensación del evento y Fernández Cuesta consiguió la luciérnaga que necesitaba.
Y en esa España cenicienta de los cuarenta, la de las cartillas de racionamiento y la autarquía, la Arturitomanía se desató. El fulgor de su luz crecía a ojos vistas: llegó a ser tan popular como lo es hoy su paisano Nadal. El año siguiente, en el torneo de Gijón, arrancó un empate, en una partida a cara de perro, al campeón del mundo Alekhine. El Caudillísimo lo recibió en El Pardo. En el Torneo de la Victoria de Londres de 1946 quedó en mitad de la tabla, resultado muy meritorio considerando los rivales; Euwe, uno de los ganadores, apuntó que tenía madera de campeón mundial. Tras volver a España, con 14 años todavía, consiguió el título nacional por primera vez (lo lograría en otras seis ocasiones). El Caudillísimo lo recibió en El Pardo de nuevo. Se le hicieron pruebas psicológicas y se le declaró oficialmente superdotado.
Y entonces… nada. No es que se estancara, ni mucho menos (en 1950 ya era maestro internacional), pero no se forja un campeón solo con raza, pundonor y salero. La familia tenía que comer y se le embarcó en larguísimas giras de simultáneas por toda América, interesantes para la cartera, beneficiosas para la maltrecha imagen de España en el exterior, absurdas para su crecimiento como jugador. Pudo emigrar pero decidió regresar a su país. Marca, por su parte, volvió a lo de siempre, el fútbol. Pasaron los años. A Arturito, ya Arturo, empezaba a ralearle el pelo en la coronilla y el dinero en el bolsillo. En 1959, un año después de casarse, consiguió una plaza en la oficina de Correos de Ciempozuelos y renunció a vivir del ajedrez, aunque no al ajedrez. Sin presión, y sin prepararse apenas, juega mejor que nunca. Obtiene un bronce individual en la Olimpiada de Leipzig de 1960, gana el zonal de Madrid y se clasifica para el Interzonal de Estocolmo de 1962, antesala del torneo de Candidatos al título de Botvinnik: allí le esperan, entre otros, Fischer, Petrosian, Korchnoi, Geller, Portisch, Gligorić, Stein, Benko. Era ahora o nunca, y la dictadura franquista, que tanta tripa había sacado con él cuando le convino, estuvo a la altura; a la altura que cabe esperar de un régimen así.
Se le permitió ausentarse un mes de Ciempozuelos, sí, pero sin sueldo; de hecho, tuvo que tirar de ahorros para compensar al funcionario que le sustituyó mientras estaba en Suecia. Mientras el resto de jugadores viajaban con un ayudante, Pomar, que jamás tuvo entrenador (si descontamos 20 clases que se le pagaron a Alekhine tras lo de Gijón), contaba con un librillo de 15 pesetas como única ayuda técnica. Román Torán, un jugador de la época que protestó a la Federación por este ultraje, fue sancionado. Increíblemente, a falta de cuatro rondas para el final (de un total de 23), estaba en el paquete de cabeza, con opciones reales de clasificarse. Con la moral, además, por las nubes, tras haber avasallado a Geller (a la postre subcampeón del torneo) en la jornada previa. Esta partida fue el culmen de su carrera, tanto en lo deportivo como en lo puramente ajedrecístico. En las breves semanas en que lo tuvo de alumno, Alekhine evaluó muy certeramente su estilo: “Pomar —y esta es la principal característica de su juego— no se plantea grandes combinaciones; antes bien, centra su atención en las combinaciones de detalle, tan apreciadas por Capablanca”. Tampoco saquemos los pies del tiesto, Capablanca solo hubo uno. Pero si no conoces la partida, y te dicen que el cubano llevaba las blancas, picas garantizado.
La moral por las nubes, os decía; las fuerzas, por desgracia, por los suelos. Había pasado noches enteras en vela analizando sus partidas aplazadas, mientras los adversarios descansaban y delegaban el trabajo en sus segundos; de las cuatro partidas finales solo pudo sumar un punto. Su score valió para asegurarle el título de gran maestro, el primero que obtenía un español, pero la decepción fue tremenda. Tras sus tablas contra Fischer (junto a su empate ante Alekhine, y la de hoy frente a Geller, las partidas de las que más orgulloso se sintió siempre), el ciclón norteamericano, siempre tan diplomático, le había espetado: “Pobre cartero español. Con lo bien que juegas, tendrás que volver a poner sellos cuando termine el torneo”. Fue justo lo que pasó. Siguió compitiendo unos años, con resultados irregulares (el último de mérito su segundo puesto en Wijk aan Zee 1972), pero en Correos cada vez le ponían más trabas con los permisos y, lo peor, se le manifestó una enfermedad que interesó a sus articulaciones y el habla y culminó con un diagnóstico de vejez prematura. Dolencia, innecesario es decirlo, que ninguna institución oficial le ayudó a paliar. El próximo 26 de mayo hará un año de su fallecimiento, pero su llama, antaño tan deslumbrante, se había apagado muchísimo antes.
Una de las “estancias” de El bosque animado, “La lucecita pálida”, está protagonizada por un gusano que, entristecido por su fealdad y el aparente sinsentido de su existencia, suplica a la madre Naturaleza que le conceda un poco de belleza. Cuando esta le cuenta que la belleza (la tela de la araña, el cuerno del rinoceronte, las rayas del tigre) no es más que un utensilio para matar, el gusano, espantado, la maldice y huye. Irritada, la vengativa diosa de la Tierra satisface su deseo y lo transforma en el más bello de los insectos, la luciérnaga; y así, por mucho que intente esconderse, su luz lo delatará a sus enemigos, y le darán caza. Dije al principio que “Arturito, el cartero prodigioso” podría haber pasado por un episodio de la novela. Y tanto. Lo es.