De por qué el mundo, desde hace ya demasiados siglos, es un lugar carente de geometría y teología, y qué están haciendo determinados quijotes (algunos con el apetito de Sancho Panza), de Nueva Orleans hasta Ucrania, de Alemania a la Patagonia, para remediarlo. No es fácil: a veces, incluso el amor de Dios resulta contraproducente.
Las circunstancias que rodearon la publicación de La conjura de los necios resultan tan exageradamente patéticas que os costará creer que son ciertas. Sobre todo porque es uno de los libros más exageradamente cómicos que tendréis la oportunidad de leer en vuestra vida. Uno de los principales actores del caso, un afamado escritor de Luisiana llamado Walker Percy, lo contaba más o menos así:
En 1976 empecé a recibir llamadas de una desconocida. Lo que me proponía era absurdo: quería que leyera una novela que había escrito su hijo, ya fallecido, a principios de los sesenta. “¿Por qué iba yo a querer hacer tal cosa?”, le pregunté. “Porque es una gran novela”, me contestó ella. Hice lo posible para quitármela de encima, pero la anciana fue tenaz y un día apareció en mi despacho con un voluminoso mamotreto. No tenía más salida que hojear unas páginas, y esperar que fuesen tan ostensiblemente malas que pudiera zanjar el asunto de inmediato. Así que empecé a leer. Y seguí leyendo. Al principio, con la lúgubre sensación de que no era tan horrible como para dejarlo; luego con un cierto interés; después con una emoción creciente; y por último, con incredulidad: no era posible que fuera tan buena.
Aún hubo que esperar unos años más, pero el aval de Percy posibilitó que el libro escapara de la mazmorra en 1980. Lo publicó la pequeña editorial de la Universidad Estatal de Luisiana, una tirada casi artesanal de apenas 2500 ejemplares. Se vendían por 12.95 dólares, que no era poco para la época. A las seis semanas se agotaron. Las críticas fueron extáticas, abundando en expresiones como “genio”, “clásico”, “una vez entre un millón…”. El año siguiente, La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, ganó el Premio Pulitzer. Se ha traducido a 25 idiomas, lo han leído millones de personas, es parte ya del canon de la gran literatura norteamericana. Las pocas copias que circulan de aquella edición inicial se cotizan a miles de dólares en el mercado anticuario.
Lo patético de la historia es lo siguiente: Toole se había suicidado tras un periodo de depresión y paranoia provocadas por la desesperación creciente de no encontrar editor para la novela. Robert Gottlieb, el desalmado que por entonces se hacía cargo de estas cosas en Simon & Schuster (una de las editoriales de referencia en el mundo anglosajón) lo estuvo mareando dos años enteros, de 1964 a 1966. “Tienes talento, muchacho, mucho talento. Pero tu libro necesita más cambios. Es que no habla de nada, ¿sabes? Carece de propósito“. Toole corrigió y corrigió, pero Gottlieb, insaciable, nunca estaba conforme. Al final el joven desistió, cogió el manuscrito y lo guardó en un cajón. El 26 de marzo de 1969, Ken, como lo llamaban sus allegados, se aseó con pulcritud, se puso su mejor traje, conectó el extremo de una manguera al escape de su coche, introdujo el otro por la ventanilla, y arrancó el motor. La versión de La conjura de los necios publicada por la Louisiana State University Press no incluye ni una sola de las modificaciones recomendadas por Gottlieb.
Luego volveré a eso del “propósito”, pero primero dejadme que os presente a Ignatius J. Reilly, el obeso, verborreico, masturbatorio y flatulento sol en torno al que orbita La conjura de los necios. Un combinado de “Oliver Hardy delirante, Don Quijote atocinado y Tomás de Aquino perverso”, como triunfalmente lo describiera Walker Percy, Ignatius pasa su recién estrenada treintena en su casa de la calle Constantinopla, Nueva Orleans, cebado por una madre casi tan estrafalaria como él. Allí redacta una diatriba contra el mundo moderno (y eso abarca del Renacimiento para arriba), al que condena por su ausencia de “buen gusto y decencia”, por su falta de, y esta metáfora le encanta, “geometría y teología”. Pero un día la Rueda de la Fortuna da un giro atroz y se ve arrastrado al torbellino de la “existencia contemporánea”; tendrá, contra su voluntad, que empezar a buscarse empleo. Conoceremos entonces al resto del planetas, y planetoides, del sistema solar Reilly. Burma Jones, filósofo del arroyo; Darlene, la stripper de la cacatúa; el patrullero Mancuso, el policía más inepto de todo el Barrio Francés; Dorian Greene, mariquita vocacional; Myrna Minkoff, contestataria de buena familia y única (platónica) excepción a la galopante misoginia de Ignatius; la octogenaria señorita Trixie, que se duerme al menor descuido y solo ansía jubilarse… Son todos disparatados, y sin embargo hay algo extrañamente familiar en ellos. Luego se ha sabido que el libro está trufado de experiencias propias, de gentes y momentos que Toole conoció y vivió en Nueva Orleans. Más que nada, es un relato autobiográfico, todo lo dislocado que queráis, pero autobiográfico al fin y al cabo. Responsabilizar a Gottlieb de su debacle sería demasiado; la brecha que separa a genio y locura tiene, demasiado a menudo, el espesor de un cabello. Pero impelido a expurgar más y más fragmentos de su obra, se debió de sentir como si le arrancaran el alma a tiras.
Releyendo el libro me ha asaltado un pensamiento inquietante: Toole podría haber tenido hoy las mismas dificultades, si no más, para publicarlo. Su sátira de los gays y el feminismo, por ejemplo, habría puesto tiesas las orejas a los comisarios de la corrección política. Pero las arremetidas de este Quijote con cuerpo de Sancho, a lomos de su carro de vendedor de salchichas, son perfectamente democráticas: el proletariado, la derechona, la policía, la academia, latinos, negros y blancos, pornógrafos y mojigatos… aquí recibe hasta el apuntador. El mayor sarcasmo, no obstante, es circular. Si La conjura de los necios es autobiográfica, entonces Ignatius es Ken Toole.
Un “propósito”, reclamaba el cegato Gottlieb, y sin embargo no podía ser más obvio. “Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él” empieza Toole, citando a Jonathan Swift. A su faltona, gorrona y glotona manera, Ignatius Reilly es un héroe genuino en cuanto que radicalmente consistente; varado en un mundo que detesta y no comprende, se niega a saber nada de él. Todos tenemos, creo, un poco de Ignatius y un mucho de necios. Hace unos días, en una boda de esas a las que acudes por compromiso, compartiendo mantel con gente que no conocía de nada y tragándome el típico vídeo moñas que no interesa ni a los novios, me preguntaba cómo los porcentajes “Ignatius-necio” se distribuyen en mi sangre. Volverte Ingatius del todo es peligroso, puedes acabar emborrachándote con monóxido de carbono, pero sé que debería serlo mucho más. Ojalá me atreviese.
La aciaga relación entre escritor y editor, que siempre se había desarrollado a través del correo, tuvo una conclusión tan apropiadamente absurda y coherente como el mismo libro. Toole viajó desde Nueva Orleans a Nueva York a explicarse en persona ante Gottlieb, solo para descubrir, ya en las de oficinas de Simon & Schuster, que estaba fuera de la ciudad. Medio ido intentó defender su caso ante una de las secretarias de Gottlieb, a la que el espectáculo debió de dejar bastante espantada. Al menos Ken pudo dejar su número de teléfono, y en honor del editor hay que decir que le llamó. Estuvieron hablando una hora pero Gottlieb fue inflexible. No sé con qué frase se despidió Toole de él, pero esta no hubiera estado mal: “Mr. Gottlieb, es usted un perfecto necio”.
La conjura de los necios
A confederacy of dunces (original en inglés)
Aunque no precisamente un virtuoso, Ignatius Reilly es sin duda un melómano convencido: cuando lo conocemos acaba de comprarse unas partituras para su trompeta y una cuerda nueva para su laúd. Por desgracia sus gustos son un tanto restrictivos. “Tenía la esperanza de que conociese usted la obra de Scarlatti. Fue el último músico”, le comenta al dueño de Vendedores de Salchichas Paraíso. No sé si se refiere a Scarlatti padre (Alessandro) o su hijo Domenico, aunque para el caso es lo mismo porque, francamente, hoy no tengo el cuerpo ni para cantatas ni para ni sonatas. Aparte de que estamos en Nueva Orleans, la cuna del Dixieland, o jazz tradicional, modalidad que en la genealogía del género se ubica entre el ragtime y la era de las big bands, y que inexplicablemente aún no había aparecido en este blog.
Bueno, inexplicablemente tampoco, porque dar con un tema de Dixieland con la teología y la geometría adecuadas es tarea casi tan penosa como opositar a notarías. Lo primero, porque muchas de las piezas más conocidos del reportorio son o cansinas, o estridentes, o ambas cosas a la vez (¿”When the saints go marching in”? ¿”Down by the riverside”? Venga ya…). Y luego, cuando escuchas una que te convence, ¿qué versión escoges? Las de época son técnicamente costrosísimas, y con los artistas de otras generaciones se pierde el sabor del original. Es verdad que subsisten obsesos del revival empeñados en tocarlas al estilo clásico, pero no se les encuentra tan fácil; como imaginaréis, no son de los que colapsan las listas de éxitos… Y lo último, aunque eso reconozco que ya es cabezonería mía: ¿cómo va a ser dixie si no suena el banjo?
“Sweet Georgia Brown”, publicada por Ben Bernie, Maceo Pinkard y Kenneth Casey en 1925 es uno de mis (pocos) temas fetiche del Dixieland. Me interesa sobre todo su sibilina cadencia, una obra maestra del disimulo: las armonías se deslizan de un presunto acorde dominante al otro, la subdominante no da señales de vida, y solo tras 12 compases se resuelve con la tónica. Se ve que no soy yo solo quien la encuentra interesante, porque hay centenares de (per)versiones en todos los estilos concebibles del jazz y del no jazz (¡hasta los Beatles la grabaron!). Buscando y rebuscando una interpretación con la exactitud dinámica que requiere la canción he acabado nada menos que en Córdoba, Argentina. Treinta años largos llevan allí unos profesores de música, que se hacen llamar la Small Jazz Band, desentrañando los misterios del jazz à la Nueva Orleans, y a fe que les ha cundido. Y por si acaso no nos vemos en otra parecida, y a fin de equilibrar el programa con un tema más plácido, me conviene recurrir a “Do you know what it means to miss New Orleans?”. No se la escucharéis a ningún pionero del dixie, ni con costra ni sin ella, porque ya estaban todos jubilados cuando se estrenó en 1947, pero el anacronismo está justificado: es de la banda sonora de una película, New Orleans es su título, ambientada en el apogeo del jazz caliente. De estos Dixie Jazz Stompers que la versionan no puedo deciros prácticamente nada, pero su diáfana lectura de la pieza habla por sí sola.
En cuanto a Ignatius, ¿qué tendría que decir al respecto? De entrada cualquier dislate, porque del jazz opina que “la psique bombardeada por esos ritmos no puede aguantar mucho tiempo, y se descompone y atrofia”. Pero bien que se arranca a bailar con “esos ritmos” (con dantescas consecuencias, todo hay que decirlo) cuando intenta embarcar en sus enredos a los infelices de la Cruzada por la Dignidad Mora. Por otra parte, me sorprendería que en Nueva Orleans te vendan así como así partituras para trompeta de los Scarlatti, si es que existen. Vamos, que no me extrañaría nada, lo que se dice nada, que las que compró Ignatius fueran más bien de “Sweet Georgia Brown”, “Do you know what it means…” o similares. Qué truhán.
Sweet Georgia Brown / Small Jazz Band
Sweet Georgia Brown / Small Jazz Band
Do you know what it means to miss New Orleans? / The Dixie Jazz Stompers
Do you know what it means to miss New Orleans? / The Dixie Jazz Stompers
Bien podría ser Efim Bogoljubov (1889-1952) lo más próximo a un Ignatius Reilly que ha dado el ajedrez de élite. La fotografía de abajo, de 1926, no hace para nada justicia a este tragaldabas, pero he decidido ser compasivo; tendríais que ver la tripa descomunal que lucía en sus años finales, expandida, como la de Reilly, a base de ingentes cantidades de salchichas frankfurt. Y luego está el Bogoljubov ajedrecista, que ese es más Ignatius todavía: bravucón hasta el delirio (“cuando juego con blancas, ganó porque muevo primero, cuando lo hago con negras, gano porque soy Bogoljubov” es su frase más mítica) y con una habilidad innata para pisar todos los callos posibles.
Ucraniano de origen, renunció a la ciudadanía soviética —siendo el vigente campeón de la URSS— y emigró a Alemania; los comunistas reaccionaron de inmediato (ya sabéis qué poco aguante tenían para estas bromas) declarándolo “no-persona” y borrándolo de todos los registros oficiales. En el bando occidental tampoco es que despertara demasiadas simpatías, sobre todo a raíz de sus coqueteos con los nazis (se sospecha que llegó a ser miembro del partido); de hecho, la FIDE no le otorgó inmediatamente el título de gran maestro cuando lo creó en 1950, y eso que había disputado dos matches por el título mundial. De Capablanca escribió, a raíz del torneo de Moscú de 1925, “es obvio que a Capablanca le resulta muy difícil alejarse de su estilo árido de juego; su técnica, por otro lado, ha sido como mínimo igualada por Bogoljugov”. Esto tiene su gracia porque en dicho torneo Capablanca derrotó a Bogoljugov con un sacrificio de pieza bastante salvaje. A Alekhine lo sacó de sus casillas intrigando para que no participara en el torneo de Märisch-Ostrauer de 1923, y acusándole sin pruebas ante Maróczy, Gunsberg y Tarrasch de amañar una partida con el genial cubano. Y al pobre Nimzowitsch, que era judío, le hizo sudar tinta en un banquete al que asistían un montón de oficiales del Reich instándole a que probara los escalopes de cerdo, el mismo Nimzowitsch al que timó en Karlovy Vary 1923 volviéndole una jugada atrás y ganándole después. Podríamos seguir: ya os digo, Ignatius J. Reilly total.
Así que es natural que los aficionados se hayan tomado a Bogoljogov un tanto a pitorreo, y consideren sus dos encuentros por el título contra Alekhine en 1929 y 1934, en los que fue contundentemente derrotado por el campéon, meros juegos florales sin otra utilidad que servir de coartada a Alekhine para esquivar la revancha con Capablanca. Es muy injusto: sus resultados en los años veinte no desmerecen para nada a los de los más grandes de la época (primero en Bad Pystian 1922 por delante de Alekhine, triunfo compartido con este y Maróczy en Karlovy Vary 1923, victoria en Moscú 1925 superando a Capablanca y Lasker, nuevo éxito en Bad Kissingen 1928, donde además de Capablanca también estaban Euwe, Rubinstein y Nimzowitsch…). Y si encontró financiación para sus infortunados matches contra Alekhine es porque, además, su ultraoptimista estilo de juego complacía al público y mucho. Su enfoque nada clásico del ajedrez, y su gusto por lo aparatoso, se funden en una mezcla muy curiosa de romanticismo e hipermodernismo, con partidas típicamente cerradas o semicerradas que estallan de súbito en torrenciales embestidas, un poco al modo en que Larsen jugaría muchos años después.
Con la partida de hoy se van a acabar las guasas, porque es de las que satisfacen los más exigentes estándares de decencia y buen gusto. Geometría, en concreto, tiene toda la que podáis necesitar, desde el escorzo fabuloso del alfil f1-d3-e4, pasando por esa dama en escuadra desde g3 hasta c7, hasta las diabluras del caballo por las casillas negras (si, como reza otra de sus frases célebres, “un caballo en e6 es como que te claven un clavo oxidado en la rodilla”, esos agujeros de d6 y f6 deben de equivaler a que te lo retuerzan con saña). En cuanto a la teología, sabed que Bogoljubov fue hijo de un clérigo e incluso estudió 11 años en un seminario. Más un pequeño chiste: “Bogoljubov”, lo mismo que “Gottlieb”, se traduce como “amado por Dios”.
Confieso que aún no he comprendido la honda fascinación que entre muchos lectores produce este relato, La conjura de los necios, si bien es cierto que está escrito con gran sinceridad, profundidad psicológica y sarcasmo. Recuerdo cuando me lo recomendó mi querido amigo Jota, hace ya veintitantos años; me prometió una lectura genial, asombrosa, apasionante, obsesionante; y no fue así. La novela me gustó pero no me llegó a sorprender (como si lo hicieron, por ejemplo, Poe o Meyirink), ni a emocionar (como si lo hicieron Kipling o Dickens), ni a obsesionar (como si lo hicieron Kafka o Dostoyevski, cuyo tema de la burocracia continúa, esta novela, al tratar sobre el trabajo del protagonista en las oficinas de la fábrica). El efecto que la lectura de J. Kennedy Toole me produce se parece más a los escritos de Bukowsky, pero es menos intenso.
Le contesto con un retraso atroz y maleducado; he llevado dos semanas de locura.
Acumular expectativas excesivas puede jugar en nuestra contra; acaso mis comentarios en el blog creen a algunos el mismo problema que su amigo Jota le provocó a usted, porque a menudo me pierde la desmesura.
La conjura de los necios me hizo reír de veras cuando la leí la primera vez, de joven; particularmente me basta con eso, porque el arte de la risa siempre me ha parecido uno de los más esquivos. Ahora, al releerlo, me he reído menos, y sin embargo me ha parecido mucho mejor libro, porque me dice cosas que me interesan, y que me afectan. Debo haberme vuelto más Ignatius Reilly con el tiempo…