Porque a veces las relaciones se tuercen, y nunca viene mal saber cómo explicarle a la novia que te lo has montado con su mejor amiga, o qué veneno es el más efectivo para cortar definitivamente con ella. También podrías, claro está, consagrar tu vida a la papiroflexia y evitarte estos enredos.
Lo sé muchachos, lo sé. La pesadilla emasculatoria de mi última entrega os ha dejado un poco planchados. Pues arriba el ánimo porque el Rey de la Creación regresa al pedestal del que nunca debió bajarse. Temblad niñatas, Simba ruge de nuevo; hoy conoceréis a Desmond Thane, protagonista de Never come back, el clásico maldito del malogrado John Mair. Muy posiblemente sea el primer antihéroe de la ficción criminal; el más desahogado, sin ninguna duda.
De cómo enfoca Desmond sus relaciones con el otro sexo os vais a enterar nada más iniciarse el capítulo 1, donde nos lo encontramos averiguando el veneno idóneo para liquidar a Anna Raven, una reciente conquista que empieza a volverse un fastidio. No se lo plantea en serio, por supuesto, pero cuidado: es la pereza, más que la conciencia, lo que lo disuade. Yo sería tan canalla como él si entrara en los pormenores del excéntrico affair entre Anna y Desmond, una de las joyas de la corona de Never come back. Lo único que puedo revelaros es que será el detonante de un lamentable malentendido: una atrabiliaria organización internacional, que intenta aprovecharse del caos de una Europa sumida en la Segunda Guerra Mundial para implementar sus oscuros planes, confunde a Desmond con un espía. Ya sabéis lo que las organizaciones criminales suelen hacer con los espías, y él lo sabe igual de bien; si las piernas le darán para escapar, eso ya es otro cantar.
Introducido de refilón el suculento asunto “Desmond Thane y las mujeres”, tampoco penséis que es un dechado de virtudes con el otro cincuenta por ciento de la población. Si lo describo como un sociópata en potencia a lo mejor me paso un poco; como mínimo es cobarde, metomentodo, fatuo e intrínsecamente amoral: vendería con gusto a su madre (no digamos ya a su país) a sus perseguidores si con ello pudiera poner a salvo su trasero. Tendría que resultarnos odioso, incluso aborrecible… pero no es tan fácil porque gasta tal pico de oro que podría endilgarle un mechero a Satanás. Y como de una manera u otra siempre se las arregla para escabullirse de los líos que le van surgiendo (bien es cierto que para caer de bruces en otros aún más comprometidos), y los de la competencia son todavía peores que él (aunque no sé si por mucho), y Dios qué estilo tiene, terminamos apuntados a su club de fans cuando en buena lógica deberíamos estar reclamando su cabeza. Ahora el reto: ¿qué destino cabría imaginar, que a la vez fuera racional, sorprendente y satisfactorio, para un elemento así? Esperad al final y veréis.
Abundando en la caricatura temo no haber hecho justicia a Desmond y por ende a su creador, pues lo cierto es que se trata de un personaje tridimensional, complejo y vital. Mair tuvo bien cerca un modelo donde inspirarse: sus contemporáneos lo describen como un joven de especial magnetismo, extraordinariamente dotado (a pesar de una cierta tartamudez) para la conversación chispeante y erudita, bastante coqueto… y muy aficionado a apostar. No me atrevo yo a conjeturar qué deleite morboso puede experimentar un artista autorretratándose como un desalmado; sí os diré que los claroscuros de Desmond Thane son síntoma de una curiosa ambivalencia, por no decir esquizofrenia, que también asoma en otros planos de la obra y convierte a Never come back en un fenómeno literario totalmente aparte en la narrativa policiaca (y acaso en la narrativa en su conjunto). En términos generales, el tono de la intriga se podría describir como burlesco: la prosa de Mair es indefectiblemente sofisticada (¿dónde habéis visto a un villano analizar las consecuencias de su fechoría a la luz de las enseñanzas de Platón?) y a menudo muy divertida. Y sin embargo, es imposible obviar que todo el rato, en un rincón justo fuera del alcance de nuestro ángulo de visión, persiste una incertidumbre ominosa y latente. Como gancho técnico funciona a pedir de boca, al menos así me lo parece a mí, aunque tengo serias dudas de que fuera premeditado. Mirad: la acción se desarrolla en “tiempo real”, justo en ese momento, tras la llamada Phoney war o “Guerra de broma”, en que los alemanes acababan de forzar la capitulación de Francia y habían empezado a bombardear las Islas, pero los ciudadanos británicos aún no sentían en sus propias carnes los efectos del conflicto. ¿Qué iba a pasar a continuación? Nadie lo sabía. Al cabo ese aroma a “que sea lo que Dios quiera”, que impregna de norte a sur la peripecia de Desmond Thane, muy bien podría ser el destilado de la agónica incertidumbre que se respiraba en todos los hogares del Reino Unido.
Fundido a negro y cambio de escena. Con todo lo buena que es esta novela, debéis saber que Never come back se nos muere. Pesa sobre ella una maldición, tan dañina e implacable como la de la tumba de Tutankamón. Ya su lanzamiento fue tormentoso; hubo que retirar la primera impresión, bajo amenaza de libelo, porque uno de los personajes recordaba muchísimo, incluso en el apellido, al editor de un importante magazine londinense. En abril de 1942, pocos meses después de publicarse, la maldición se materializó con la máxima crudeza. John Mair, que había elegido la RAF tras el reclutamiento porque “era el único cuerpo del ejército donde la tropa llevaba corbata”, se estrelló durante unas maniobras de entrenamiento; aún no había cumplido los treinta. A la novela en sí se le dispensó una excelente acogida, y más tratándose de un autor primerizo. James Agate, uno de los críticos literarios más influyentes del país, afirmó que “era mejor que todo lo que había leído en años”; George Orwell, nada menos, la saludó como una variante del thriller absolutamente nueva; nuestro admirado Maurice Richardson sostenía que no había que perdérsela bajo ningún concepto. No tardaron en pagar por sus palabras. Orwell murió en 1950, Agate incluso antes, y Richardson… bueno, este podría haber fundado él solo una cátedra de malditismo.
Por otra parte, la desconcertante indefinición de Never come back resultó letal en el corto plazo. Extraviada en su particular tierra de nadie y ausente su autor, el público la olvidó, e ignorada permaneció durante décadas. Al escritor y ensayista Julian Symons hemos de agradecer su retorno del limbo. Tras dedicarle un párrafo elogiosísimo en su tratado Bloody murder: from the detective story to the crime novel (1972; traducido por la editorial Bruguera en 1982 como Historia del relato policial) y batallar sin éxito con las editoriales varios años, logró que en 1986 la Oxford University Press lo reeditara en tapa blanda. Ello no implica que el mal fario dejara de perseguir a la novela: Bruguera quebró ese mismo año, Symons falleció en 1994 y Never come back se hundió de nuevo en la ciénaga de la desmemoria. Es ocioso añadir que a nadie se le ha pasado por la cabeza traducirla a nuestra lengua.
Y así, en el año del Señor de 2016, en este universo lobotomizado por el mal gusto, donde Eurovisión bate récords de audiencia y Google te devuelve medio millón de entradas cuando escribes “Mario Vaquerizo”, resulta que no hay prácticamente rastro de John Mair o su libro en Internet. Unas pocas copias de la edición de OUP aún subsisten en el mercado de segunda mano, a precios de risa cuando el vendedor no distingue un obispo de una vaca, a precios de escándalo cuando sí. Never come back se nos muere, es la realidad; pero al menos me he dado el lujo de organizarle el funeral que se merece. Recemos para que la maldición no me alcance a mí también.
Never come back (original en inglés)
Recuperando el suculento asunto “Desmond Thane y las mujeres”, debo aclararos que se trata más que nada de un teórico de la seducción. Sin contar a Anna, que a fin de cuentas tampoco opone mucha resistencia, anda demasiado atrajinado como para que sus lances amatorios cristalicen. ¿Interesados en el lado práctico del tema? Sandro Giacobbe, el apóstol del meloseo azzurro, es sin duda vuestro hombre.
Cómo no recrearse en ese outfit casual y macarrilla, científicamente diseñado para licuarle la sangre al mismísimo San Genaro: pelazo partido a raya, vaquero apestillado y pechera desabotonada hasta el ombligo. Que no falte el detalle campestre, anticipando el gozoso retozo en el pasto fresco y húmedo, y sobre todo el esencial aporte del crucifijo, digno de un capo de la Cosa Nostra, como para convencerte de que pecar con él no es pecar del todo, o a lo sumo fácilmente condonable con unas cuantas jaculatorias al referido San Genaro.
Con semejantes poderes podría haberse limitado a posturear en el césped, esperando a que la fruta cayera del árbol por su peso, pero no: él prefería agarrar el toro… por los cuernos. La letra de “Il giardino proibito”, el tema que tanto éxito le proporcionara a mediados de los setenta, es un tour de force de la caradura de tan olímpicas dimensiones que exige un análisis estrofa por estrofa. Vamos a ello:
Y voy a contártelo todo
Lo he hecho con tu mejor amiga,
Quién lo hubiera dicho
En el fondo de sus ojos
Brillaba una expresión extraña
De quien ya no se contenta
Con una única persona
Así directamente, sin anestesia. Me da que pensar eso de que viene “lanzado”, como si fuera un tenista enrachado que hubiera encadenado siete Masters 1000 seguidos. Por lo demás, notable la explicación del tío: la niña ya no se contentaba con una “única persona”, presumiblemente su novio. ¿Piensa en serio este jeta que la existencia de otro cornudo en la historia puede servir de consuelo a la agraviada?
Se deslizó su vestido
Y se alzó nuestra inconsciencia
No me digas que ahora
Ese acto de amor
Empaña mi transparencia
No lo volveré a hacer más
No lo volveré a hacer más
Tras comprender que ha empezado con mal pie, nuestro galán recula y, posiblemente besando esa cruz que le cuelga del cuello, le jura por la gloria de su madre que ha sido la primera y la última vez que la engaña. La alusión al Edén aporta un cierto sustrato bíblico a lo de “no lo volveré a hacer más”, la excusa más manida y menos convincente de todos los tiempos. Y es que conviene invocar de algún modo la protección del Altísimo, no vaya a aparecer el hermano mayor de la chica con un trabuco. A destacar esa metáfora de sublime impacto poético: conforme la amante se despelota, a él se le levanta… “la inconsciencia”.
Allí estas tú, mi infinito amor
Allí estas tú, allí estas tú, ahora solo tú
Siento tanto que la vida sea así
No la he inventado yo
Y ahora, la apoteosis. Que sí, que por supuesto, que eres lo más de lo más, el alfa y el omega, el principio y el fin de los tiempos. Pero que conste: la culpa no es mía, es más, la víctima verdadera soy yo porque la sociedad me ha hecho así. En el fondo has tenido hasta suerte: ¡podría haberme dado por atarte a un tronco y rebanarte las extremidades con mi motosierra!
Resulta que luego no te das cuenta
De que te has pasado un poco de la raya
Siento tanto que la vida sea así
No la he inventado yo
“Ahí ahí, esa es la línea de defensa que me conviene. ¿Es mi imaginación, o ya empieza a titubear un poco? Si es que lo tiene que entender: no somos de piedra, la amiga está como un tren y a la postre solo me la he tirado un poquito, quiero decir, no está embarazada ni nada de eso”.
Pronunciar tu nombre
Piénsalo un poco…
Es solo por eso que cuando me ha abrazado
No he podido decirle que no
“Aparte de que te tengo que decir que esa amiga tuya es un auténtico zorrón. ¿Te quieres creer que cada vez que intentaba abrir la boca para pronunciar tu sagrado nombre y así espantar la tentación, aprovechaba para meterme la lengua hasta la amígdala?”.
En las estrofas restantes, Sandro se abona a la estrategia ya descrita así que no hace falta entretenerse más. Como a estas alturas aún no le han saltado a bofetones la dentadura, cabe deducir que terminará remontando el 5-0 y llevándose el partido. A mí no me extrañaría que, en la próxima canción, aproveche la racha para proponer un trío a las ragazzas.
Il giardino proibito / Sandro Giacobbe
Il giardino proibito / Sandro Giacobbe letra y traducción
Como John Mair, László Szabó (1917-1998) también fue llamado a filas en la Segunda Guerra Mundial, solo que en el bando contrario. Cuando estalló la contienda el joven László disfrutaba de una posición acomodada (trabajaba en la sección de divisas de un banco internacional) y ya se había convertido en uno de los baluartes del equipo húngaro, primero con su sorpresiva victoria, con tan solo dieciocho años, en el campeonato nacional (luego lo ganaría otras 7 veces, la última ¡32 años después!), más tarde con sus medallas de oro y plata, tanto individuales como colectivas, en las Olimpiadas de Múnich (1936) y Estocolmo (1937), y finalmente con su triunfo en el prestigioso torneo de Hastings 1938/39 superando al ex campeón mundial Euwe. Supuestamente tendría que haberse librado del alistamiento por su condición de deportista de élite, pero su ascendencia judía le ayudo más bien poco; tan poco, en concreto, que se le enroló en una unidad de trabajos forzados. Con la inteligencia práctica que caracteriza, si no a los ajedrecistas sin duda sí a los financieros, desertó en cuanto pudo y se entregó al enemigo, pasando los tres últimos años de la guerra en un campo de prisioneros soviético, que no es que fuera exactamente un balneario (al acabar la guerra pesaba cuarenta y pocos kilos, y eso que Botvinnik intercedió personalmente por él para que las condiciones de su cautiverio se aliviaran un tanto), aunque sin duda sí se lo hubiera parecido a los millones de judíos que tuvieron que vérselas con los nazis en Auschwitz, Treblinka y demás campos de exterminio.
Tras el armisticio, y con el banco donde trabajaba convertido en un montón de escombros, apostó por dedicarse al ajedrez a tiempo completo, y aquella tampoco fue una mala decisión: durante veinte años, hasta la irrupción de Lajos Portisch, fue el número uno indiscutible de su país, consiguiendo clasificarse tres veces para el torneo de Candidatos (en el de Amsterdam 1956 quedó tercero, solo por debajo de Smyslov y Keres). Le encantaba contar una anécdota del joven Bobby Fischer, con el que coincidió puerta con puerta durante el torneo de Buenos Aires de 1960. Una noche alguien llevó una chica de muy buen ver a la habitación de Bobby. La mañana siguiente quiso la casualidad que Fischer y Szabo salieran de sus habitaciones al mismo tiempo, y cuando este le miró con picardía el americano simplemente replicó: “El ajedrez es mejor”. (A otros les da por la papiroflexia, ¿eh Sandro?).
Szabo disputó notables partidas frente a adversarios de mucha alcurnia, pero creo que os lo pasaréis mejor con esta centelleante stravaganza del campeonato húngaro por equipos de 1937; al otro lado del tablero, un viejo conocido nuestro que también pasó las de Caín durante la guerra. Si a John Mair le hubiera dado por novelar una partida de ajedrez a lo mejor habría escogido esta, porque el sacrificio de la jugada 12 es un momentazo muy “Desmond Thane”: a pesar de que la situación está controlada, Szabó no puede resistir la tentación de volver a meter la cabeza en el avispero, confiando en que su labia táctica, la principal de sus virtudes ajedrecísticas, le sacará como siempre del embrollo.