En buena medida la historia del ajedrez se nutre de la épica de los matches por la corona, pero el torneo de Candidatos de Zúrich 1953 deja en pañales a la mayoría de ellos: por su relevancia deportiva, anticipo de la atómica conflagración Este-Oeste de Reikiavik 1972; por su sustancia artística (en The mammoth book of the world’s greatest chess games, que contiene las que en opinión de Nunn, Burgess y Emms son las cien mejores partidas de la historia, figuran cuatro del certamen, y faltarían otras cuantas igual de buenas); e incluso, como veréis enseguida, por su carnaza extraajedrecística.
En agosto de 1953 se dieron cita en Zúrich (o más exactamente en Neuhausen am Rheinfall, donde se celebraron las ocho primeras rondas del evento), quince de los mejores ajedrecistas del momento para dilucilar quién disputaría el mundial a Botvinnik el año siguiente. Fue un maratoniano torneo a doble vuelta, donde entre tanta luminaria sobresalía un claro póker de favoritos, los subcampeones Smyslov y Bronstein, el indiscutible Keres y la gran amenaza (para los soviéticos, se entiende): el norteamericano Reshevsky. La intimidante delegación de la URSS incluía, aparte de sus nueve jugadores, alrededor de una veintena de arrimados entre segundos, asistentes y hasta un cocinero, y estaba comandada por una troika que la ya hubiera querido la Merkel para meter en cintura a Tsipras y Varoufakis: Dmitry Postnikov, vicepresidente del Comité de Deportes Soviético, un oficial de la KGB llamado Moshintsev, y el gran maestro Bondarevsky, que tenía buenas conexiones en ambos organismos. A Reshevsky, por contra, no le acompañaba más que una persona: su esposa.
Cubiertas las 15 rondas de la primera vuelta las cosas marchaban más o menos según lo previsto. Smyslov lideraba con 9½ puntos, seguido por Reshevsky y Bronstein con 8½, mientras Keres andaba perdido en medio del pelotón con solo 7 puntos. Pero entonces saltan las alarmas en el equipo soviético: las pruebas médicas atestiguan que Smyslov, el recomendado del Kremlin (ya hemos hablado en otras entradas del blog de las irregulares credenciales políticas de Keres y Bronstein), anda justísimo de fuerzas y difícilmente llegará en buen estado físico a las decisivas rondas finales.
Se decide que Smyslov firme unas cuantas tablas rápidas mientras va recuperando el resuello, pero el plan no termina de funcionar porque en la ronda 21 el moscovita se deja una pieza ante un estupefacto Kotov que, tras retorcerse en la silla durante cuarenta minutos, se resigna a aceptar el regalo y la partida porque lo contrario hubiera supuesto un escándalo de mayúsculas proporciones. Mientras tanto Keres había metido la directa, con lo que entre unas cosas y otras nos plantamos a la ronda 24 con Smyslov y Reshevsky comandando la tabla con 13½ puntos, seguidos por Bronstein y Keres con 13, y eso que justo antes Reshevsky se había hecho el harakiri contra el propio Kotov intentando forzar a lo loco un final de claras tablas, en tanto que Smyslov se había rehecho con una oportuna victoria frente al camarada Geller. Aunque Smyslov conservaba una ligera ventaja, pues había disputado una partida menos que sus rivales (como el número de contendientes era impar todos descansaban una ronda por vuelta), le esperaba un calendario de escalofrío: negras contra Keres, blancas contra Reshevsky, negras de nuevo frente a Bronstein. Había llegado el momento de que la troika pasara a la acción.
Primero llamaron a Keres a capítulo, conminándole a que aceptara un empate sin lucha para que así Smyslov llegara fresco a su partida contra Reshevsky. El estonio, que ya llevaba demasiados años tragando quina, hizo caso omiso de la advertencia y salió a matar; sin embargo, ofuscado por la terrible tensión de la situación y la excelente defensa de Smyslov, perdió. Uno menos enredando.
El siguiente en darse el paseíllo con los hombres de negro fue David Bronstein, que había hecho tablas en la ronda 24 y se enfrentaba con Geller en la 25. Con él fueron realmente maquiavélicos: le dijeron que todo estaba hablado con su rival y que este se iba a dejar vencer. Eso sí, la partida con Smyslov tenía que acabar en tablas. Airado, Bronstein protestó: “¡Pero llevo blancas, y aún puedo ganar el torneo!”. Moshintsev: “¿Cree usted en serio que hemos venido aquí a jugar ajedrez?”. (Ajedrez no sé, pero cosas bien gordas sí estaban en juego: como perfectamente sabían todos los presentes el destino de Boris Vainstein, un alto cargo del PCUS cuyo sostén era esencial para que Bronstein no acabara en galeras, pendía de un hilo; no por nada había sido un hombre de confianza de Beria, y este andaba desaparecido —por usar un término suave— desde junio). De vuelta a su habitación, el anonadado David urdió (lo que él creía que era) un astuto plan. Jugaría pasivo contra Geller, que no tendría más remedio que aceptar el empate y, libre del contrato, por así decir, con la troika, tendría las manos libres para ir a por todas contra Smyslov. Hacía falta ser canelo: el día siguiente Geller lo despachó y Smyslov pudo con Reshevsky, con lo que el torneo quedaba virtualmente decidido. Pero ni así terminó el vía crucis de Bronstein: horas antes del comienzo de la ronda Moshintsev fue a buscarlo, lo sacó casi a rastras de su habitación y lo condujo a la de Smyslov, donde, sin espíritu ya para batallar, aceptó amañar la partida. El sarcástico carraspeo de Reshevsky tras contemplar su inane apertura retumbó por toda la sala de juego, pero daba lo mismo. Goliath había vencido a David, a los dos Davides más bien, que era de lo que se trataba.
Fuertecillo ¿eh? Pero Bronstein no había dicho su última palabra, y un año después, en el memorable libro sobre el torneo que escribió con Vainstein, lo contó todo. No lo que habéis leído arriba, evidentemente, para eso necesitó décadas de valor y que se descorriera algún que otro Telón de Acero, pero sí lo que más le importaba: la verdad ajedrecística. Hay detalles muy significativos, si sabes buscarlos: el flagelante autodesprecio con que describe su partida con Geller, la alusión a las “circunstancias psicológicas” en que Keres afrontó su aciago duelo con Smyslov, incluso que escogiera como su partida favorita del torneo unas explosivo empate entre Keres y Reshevsky… Pero quedaos con que, frente al secretismo de Botvinnik y los de su cuerda, puso a disposición de centenares de miles de lectores, con pelos y señales y según iba comentando partida tras partida, todos los entresijos de su fantástico y heterodoxo modo de entender el juego. Muchos piensan que no hay torneo en la historia donde se haya jugado mejor y más instructivo ajedrez, y posiblemente estén en lo cierto; pero si lo saben es gracias a Bronstein.
Vale; tras esta breve introducción de mil y pico palabras, la partida, que no puede ser otra que la más sobrenatural de este evento ya mágico de por sí. Más allá de una sutil pullita al Gran Hermano Botvinnik (“Generalmente se piensa que la creatividad en el ajedrez se nutre de tres cosas: lógica, cálculo preciso y técnica —esto último incluye el conocimiento de la teoría—. Sin embargo existe un cuarto ingrediente, quizás el más intrigante de todos, aunque se suele pasar por alto. Hablo de la intuición —de la fantasía ajedrecística, si se prefiere”.), Bronstein hace gala del mismo exquisito fair-play que en el resto del libro y afirma que el choque Averbakh-Kotok “tiene ya un hueco en el tesoro dorado del arte ajedrecístico”. No le debió de resultar fácil escribirlo, pues en esa época Alexander Kotov era ya uno de los mastines más significados de la nomenklatura del ajedrez soviético; nadie, por más que se retorciera en la silla, hubiera estado tan loco como para comerse la pieza de Smyslov a menos que supiera que las patas iban a aguantar.
Kotov era un jugador fortísimo, no lo vamos a discutir: aparte de haber ganado el campeonato soviético de 1948 (compartido con Bronstein, precisamente), este era ya su segundo Candidatos, al que había accedido por la puerta grande tras pasearse en el Interzonal de Estocolmo, donde sacó al segundo tres enormes puntos de ventaja. Sin embargo, en cuanto ves esas cejorras ya te barruntas que no era trigo limpio. Cuando su fuerza competitiva menguó hizo carrera como escritor, y sus obras constituían una apología tan descarada y falseada del nirvana proletario que sus traductores en Occidente añadieron disclaimers recomendando a sus lectores que ignoraran lo que no fuera ajedrez puro y duro. Y pocos de sus compatriotas, si es que hubo alguno, asistieron a tantos torneos a este lado del Muro, bien como jugador o como jefe de delegación. Cómo no; nunca le tembló la voz para delatar a cualquier colega cuya conducta pareciese levemente contrarrevolucionaria. Hasta el punto de que hay fundadas sospechas de que estaba a sueldo de la KGB.
¿Algo positivo que decir de este pajarraco? Algo hay. Cuando se dejaba de propagandas y se concentraba en lo suyo era un autor muy capaz, y Piense como un gran maestro, en especial, es un clásico con todas las de ley. Estaba tan enamorado del juego de Alekhine que consiguió que la URSS lo rehabilitara post mortem como gran campeón, lo que no debió de resultar sencillo. Y por supuesto, está la partida Averbakh-Kotov de Zúrich 1953, con la que además de pasar un gran rato os haréis una idea muy precisa de su estilo de juego: técnico y casi plúmbeo, como exigía la ortodoxia del momento, pero propenso de tarde en tarde a paroxismos combinativos de lo más inesperado. ¿Es suficiente la luz de estas velas para disipar sus otras negruras? Difícilmente. Pero acaso las vuelva menos espesas que las de los Moshintsev y compañía…
Averbakh-Kotov, torneo de Candidatos de Zúrich 1953
Kotov-Keres (torneo de Candidatos de Budapest 1950) y Kotov-Barcza (Interzonal de Estocolmo 1952).
Madre mía. Si yo hago una jugada como la 30, y tras veinte movimientos más gano la partida, la enmarco junto al título de Licenciado. Menos mal que que esto me pasará las mismas veces que juego al azar con tal de retirarme, o sea: NUNCA.