“El emigrante” de Asfalto

Os quedaríais espantados cuando se publicó hace unos días. Según los datos de la ONG Caminando Fronteras, en 2024 fallecieron 10457 personas mientras intentaban llegar a nuestras costas, la mayoría de ellas por la ruta canaria. Yo me enteré justo de vuelta de una visita a Dubái, así que menudo contraste, porque aquello es el paraíso de la inmigración. Bueno, el paraíso en general. Comparados con sus colosales y futuristas edificaciones, los rascacielos de Nueva York parecen mocosos enclenques avergonzados de vivir. La gente es superamable, no hay un papel en el suelo, ignoran qué es un grafiti, presumen de inmensas playas de impolutas arenas blancas y aguas azul turquesa. Los 140 kilómetros de autovía, perfectamente iluminados, que conectan la ciudad con Abu Dabi, la capital del país, están flanqueados por villas imponentes y un frondoso arbolado que se ríe en la cara del clima desértico de aquellas latitudes. El inglés es, de facto, el idioma oficial; en sus fastuosos centros comerciales y hoteles, las desenfadadas indumentarias occidentales se entremezclan con las kanduras y abayas de los nacionales. Aunque ni mucho menos en la misma proporción, porque allí el 85% de la población es extranjera. Todos con visado y contrato; no hay indigentes, no hay delincuencia, no hay policía.

La letra pequeña del asunto, en consonancia con la obsesión de los jeques aquellos por acumular récords Guinness, es la letra más grande del mundo. Para empezar, y como es obvio, el tinglado depende de un dopaje financiero incesante, no solo proveniente del petróleo sino de incontables (más o menos turbios, eso importa poco) inversores internaciones, seducidos por las nulas exigencias fiscales y poco preocupados, parece, por el considerable tufo a timo piramidal de aquella faraónica burbuja inmobiliaria. La otra rueda de la bicicleta es un peculiar sistema de contratación, el kalafa (literalmente, en árabe, “patrocinio”), donde el Estado se inhibe casi por completo y que otorga al empleador un desproporcionado poder sobre sus asalariados. Los Emiratos Árabes Unidos no proporcionan ningún tipo de cobertura sanitaria o social por defecto a los foráneos, y la policía (que desde luego existe, solo que camuflada) está para otros menesteres, digamos más políticos, así que como no vengas con un contrato como Alá manda puedes tener problemas serios. Lo cual, lógicamente, es más probable si eres un desarrapado de la India, Bangladés o Pakistán con poco o nada que perder. Tan nada como los miles de infelices que se la juegan cada año en las aguas atlánticas o mediterráneas.

Sin los esteroides de los petrodólares, pero con algo más (quiero pensar) de humanidad, nos toca definir nuestro propio método de lidiar con el problema de la inmigración ilegal. Los políticos no lo van a solucionar, eso es seguro. No por nada; en general, y al contrario de lo que suele pensarse, hacen bastante bien su trabajo, para que el llevan formándose casi desde la cuna. Es decir, el trabajo de actores. Me asombra que los acérrimos del rojo o del azul sean tan miopes como para no percatarse de esta verdad universal: de que, como a los buenos comediantes, lo mismo les da hacer el papel de héroe o de villano, con tal de que el público siga comprando entradas y la obra permanezca en cartel cuatro años más. Los políticos no lideran los cambios sociales, los olfatean; y solo si estos huelen mucho desempolvan la pancarta de turno y se lanzan a la calle para salir los primeros en la manifestación. No hay que haber estudiado en Harvard para saber que, si queremos que naufraguen menos cayucos camino de Tenerife y El Hierro, lo más práctico es que salgan menos desde África. Revisemos, por tanto, cómo ha evolucionado los últimos treinta años el porcentaje de PIB que destinamos a la ayuda al desarrollo, en pos del mítico 0.7% del que tanto se habla(ba). Pues bien: si en 1994 se invertía en esta partida un 0.24% del total, en los últimos presupuestos se le dedicó… el 0.24%. Y no hay más que echar un vistazo a las encuestas para deducir que, a esa pancarta en concreto, aún le espera una larga temporada en el baúl. Es lo que hay.

Es muy descorazonador, la verdad, y me ha dado por pensar en los tiempos no tan remotos en que fuimos nosotros, los españoles, quienes cogíamos la maleta y marchábamos a la ventura. En los sesenta y primeros setenta, dos millones de compatriotas buscaron fortuna en países como Alemania, Francia o Suiza, y el flujo de divisas que generaron fue casi del orden de lo que el Estado ingresó por las inversiones extranjeras. Y, por tanto, responsable en no pequeña medida del milagro económico del que tanto pecho sacó el régimen franquista. Asfalto, uno de los estandartes del rock hispano en los años de la Transición, les dedicó la canción que cierra su icónico disco debut. Conforme a la militancia un poco naíf que se estilaba por la época, la letra propone la falta de libertades, antes que la de trabajos decentes, como el motor del éxodo, pero en el fondo hablamos de lo mismo. No hay cadena más pesada que la miseria.

Ah, por cierto. Por mucho que lo repitan y lo repitan algunos, no se trató de un proceso ordenado y con garantías: la mitad de los que se marcharon lo hicieron de forma irregular. Me muero de ganas, de verdad que me muero, por saber si se pondrá en valor este hecho en alguno de los 264273 actos con los que van a conmemorar el cincuentenario de la muerte del dictador.

Y nada, que próspero año nuevo y eso. Y feliz realidad.

El emigrante / Asfalto
El emigrante / Asfalto  letra de la canción

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