Otra de la Edad de Oro de la narrativa detectivesca, ya sabéis, lo del crimen inexplicable, el investigador omnisciente y el culpable inesperado. Bueno, más o menos. Nigel Strangeways no anda corto de perspicacia ni de títulos en Oxford, pero no está claro que sus elucubraciones filosóficas aporten más a la resolución del enigma que los métodos de toda la vida del inspector Blount, su particular (y sagaz) doctor Watson. Como la cosa va de dilucidar si Frank Cairnes mató o no a George Rattery, y las apuestas están al cincuenta por ciento, es imposible que el desenlace sea muy sorprendente. Y en cuanto al crimen, explicaciones hay hasta de más. Así empieza el diario de Cairnes, que abarca el primer tercio de la novela: “Voy a matar a un hombre. No sé cómo se llama, no sé dónde vive, no tengo idea de su aspecto. Pero voy a encontrarle, y le mataré…”.
Resulta que su único hijo ha sido atropellado mortalmente por un cafre sin identificar, y como las pesquisas oficiales no avanzan decide hacer justicia por su cuenta. Bajo el seudónimo de Felix Lane, el mismo que utiliza para escribir sus exitosas novelas policiacas, aprovechará los conocimientos del oficio y un par de oportunas coincidencias para descubrir al presunto infanticida, intimar con su examante y hasta amiguetear con el sujeto, volviéndose un asiduo de sus reuniones familiares. Pero no es tan fácil liquidar a un tipo cuando básicamente eres buena gente, máxime si su chaval y tú os encariñáis; y no digamos cuando el tipo te roba el diario y se descubre el pastel. Y atentos ahora, porque frustrada la venganza va Rattery y aparece asesinado. Así que Lane tendrá que sudar sangre para demostrar que, contra toda lógica, él no es el responsable.
El poeta Celil Day-Lewis también se pagaba las facturas con un seudónimo, el de Nicholas Blake. (Llegó a ser nombrado poeta laureado del Reino Unido, cargo honorífico de gran prestigio que comporta escribir versos para los acontecimientos de estado importantes y por el que recibes un simbólico estipendio anual y un barril de jerez). Hay más guiños autobiográficos en el libro, el más potente el gravísimo atropello sufrido por su primogénito (Daniel, su hijo menor, es el célebre actor triple ganador del Oscar). El personaje de Strangeways, por su parte, está inspirado en otro lírico eminente e íntimo amigo, W. H. Auden, y esta pista conviene seguirla porque ambos compartían una peculiar teoría sobre la novela criminal. Acudimos a esta literatura, argumentaban, buscando una absolución en miniatura del sentimiento de culpa que, en mayor o menor medida, nos angustia a todos; el triunfo del detective sobre el villano, de la luz sobre la oscuridad, nos proporciona un momentáneo alivio de nuestras miserias morales. Las obras de Nicholas Blake asumen la parafernalia clásica del género, pero lo que realmente le interesaba era la mente humana: la acumulación de debilidades y pasiones que conduce al extravío a una persona en apariencia normal. En La bestia debe morir, por ejemplo, el indicio que desvelará el misterio es de naturaleza puramente psicológica. La moraleja, amigo Cairnes, es que para delinquir hay que valer.
La bestia debe morir
The beast must die (original en inglés)
El título del libro proviene de la primera de las Vier ernste Gesänge (Cuatro canciones serias) de Brahms, que a su vez parafrasea unos versículos del Eclesiastés: “Pues sucede con el hombre como con el ganado, que como este muere, así también él; ambos tienen un mismo aliento de vida, y no lo tiene el hombre más que el ganado, pues todo es vanidad”. Las escribió, para no variar, pensando en Clara Schumann; ahora a modo de despedida, cuando esta sufrió una embolia del que ya no se recuperaría. El intermezzo que os propuse en su día es más bonito y mucho menos siniestro, así que todo controlado por aquí. Da apuro identificar al entrañable Tal con un monstruo merecedor de extinción, aunque no me negaréis que en sus años de apogeo conducía sus piezas con absoluta temeridad y dejó incontables víctimas a su paso. Como alternativa: no me consta que Jonathan Penrose escribiese novelas de misterio, ni siquiera que las leyese, pero el vínculo académico está garantizado, y no solo con Strangeways: Cecil Day-Lewis enseñó poesía en Cambridge, Oxford y Harvard, nada menos.