El pasado mes de octubre Magnus Carlsen fue trending topic ajedrecístico por su desastrosa derrota en el Abierto de Catar ante un gran maestro de tercera fila, el joven kazajo Alisher Suleymenov. Con ese mal perder por el que tan a menudo se significan las superestrellas de este, o cualquier otro deporte, el noruego se justificó alegando que perdió por completo la concentración al darse cuenta de que su rival lucía un reloj ¡de los de toda la vida! en la muñeca. Está claro que no termina de ver cómo salir del disparatado jardín donde se metió, él solo, tras acusar sin pruebas a Hans Niemann de hacer trampas en la Copa Sinquefield de 2022, pero el asunto no tiene más recorrido: mientras el otro miraba al tendido, Suleymenov activó sin complejos sus piezas, encontró un sacrificio asesino de caballo y jugó el ataque (no especialmente complicado) con la competencia que se le presume a un tipo con 2500 puntos ELO de ranking. Con el mérito, eso también hay que decirlo, de no hacértelo en los pantalones cuando estás a punto de vencer a quien lleva camino de consagrarse como mejor ajedrecista de todos los tiempos.
Qué mejor cosa que un cuento tipo “Bilbo vence a Smaug” para iluminar el corazón del crío que todos llevamos dentro, y qué mejor momento que la víspera de Reyes para narrarlo. Aunque, ya puestos, y con el permiso de Suleymenov, que sea el mejor de todos: uno donde, con la misma Flecha Negra, matemos no solo un dragón, sino dos.
Érase una vez la Olimpiada de Leipzig, noviembre de 1960. Entre marzo y mayo de ese año, Mikhail Tal había reducido a cenizas a Botvinnik, proclamándose el campeón del mundo más joven de la historia. Y en verano había sembrado el pánico (7½ puntos de 8 posibles) en un amistoso por equipos entre las selecciones de la República Federal de Alemania y la URSS. En la olimpiada, los soviéticos alinearon un sexteto terrorífico que incluía cuatro campeones mundiales pasados, presentes o futuros (Tal, Botvinnik, Smyslov y Petrosian) y a dos que como si lo fueran (Keres y Korchnoi), y se dieron el festín que cabía temer, derrotando a todas las selecciones con las que se enfrentaron y sin perder ninguna partida.
Ninguna partida, quiero decir, hasta la última ronda, en la que jugaban contra Inglaterra (colista a la postre de la final A del evento). Defendía el primer tablero de los británicos un amateur, Jonathan Penrose, miembro de una ilustre estirpe de académicos (su hermano Roger obtuvo el Nobel de Física en 2020 por sus investigaciones sobre agujeros negros), que dedicaba al ajedrez el tiempo que le permitían sus clases de psicología en la Universidad de Middlesex. Sin ser ni mucho menos un piernas (fue 10 veces campeón nacional, y posteriormente una eminencia del ajedrez por correspondencia), parecía poco rival para el deslumbrante Tal, que encaraba el duelo con un score intimidante, 11 sobre 14. Bien es cierto (esto se supo después) que de mala gana y automaldiciéndose —”voy a perder, os lo advierto”—, forzado a competir la víspera de su cumpleaños por razones “estrictamente privadas” y nunca aclaradas. Preparando por la mañana la partida, Penrose pidió ayuda a su compañero de equipo Leonard Barden, que era una especie de enciclopedia humana. Este empezó a sacar carpetas, pero al ver su cara de susto tuvo una inspiración repentina: una partida de un reciente match Finlandia-Estonia, comentada en el último número de Deutsche Schachzeitung, que había recibido providencialmente el justo día en que viajaban a Leipzig. A Penrose le fascinó la idea y decidió jugársela con ella.
Hizo bien en no darle muchas vueltas, porque objetivamente era absurdo. Para empezar, porque Penrose era un ajedrecista de corte posicional, que rara vez abría el juego con el peón dama (en Leipzig solo lo hizo aquí), y meterse en el avispero de la Benoni contra el mayor especialista mundial era como pasearse por una dehesa de toros bravos vestido de bombero. Y sobre todo porque era imposible que Tal no estuviese al corriente de la partida en cuestión, en la que el campeón finlandés Kaarle Ojanen (otro que jugaba por amor al arte, este se ganaba la vida como director técnico en una empresa textil; logró el título de su país nada menos que 13 veces) había fulminado precisamente a Keres con un novedoso y muy brillante sacrificio estratégico de peón. Pero los astros quisieron alinearse esa tarde; ya que Tal, distraído por compromisos inherentes a su rango, había llegado con dos días de retraso a la olimpiada, sin tiempo para informarse de los últimos hallazgos teóricos; entretanto Keres, quizá malévolamente curioso por ver cómo el invencible campeón gestionaba el pepinazo de Ojanen, permaneció callado como un buzón (no hace falta que os diga la bronca que le cayó luego).
El desenlace superó todas las expectativas, las lógicas y las ilógicas. Penrose no destacaba por sus nervios de acero, precisamente; de hecho, en 1970 llegó a desvanecerse en un par de partidas. Y sin embargo, hablando de su enfrentamiento con Tal, decía haberse sentido como en una competición de barrio; y es que el vapuleo que le infligió fue, si cabe, más escandaloso que el encajado por Keres. Esa noche, cuando entró en el salón comedor del torneo, los jugadores le dedicaron una larguísima ovación, y la mañana siguiente fue primera plana en los diarios de las Islas: como tantas veces, un aventurero del país completaba con éxito una misión supuestamente imposible. En 1971 fue condecorado con la Orden del Imperio Británico.
El problema de los cuentos tipo “Bilbo vence a Smaug” es que, una vez liquidado el bicho, toca decidir cómo repartir su tesoro. Habiendo ingleses por medio, casi siempre del mismo modo, así que la línea que se jugó ha pasado a la historia del ajedrez, para indignación de Ojanen, como “variante Penrose-Tal”. Aceptemos la evidencia: habiendo ingleses por medio, es rara la historia, ya sea de dragones, momias o elefantes, que no acaba siendo una historia de piratas.