El rey a su pesar. Bien podría servirnos el título de la ópera de Emmanuel Chabrier para resumir la carrera de Boris Spassky, el décimo campeón mundial, porque que no lo ha habido más gafado. Ya es mala pata que, pese ser uno de los jugadores más ilustres del siglo XX, vaya a pasar a la historia como el infeliz al que el dragón Fischer carbonizó en Reikiavik 1972. (Con el agravante de que, veinte años más tarde, el norteamericano retornó efímeramente del mundo de los espectros para echarlo de nuevo a las brasas). Urge reparar, aunque sea en mínimo grado, injusticia tan grosera, y a ello dedicaremos nuestra entrada de hoy.
No cabe duda de que el chaval prometía. Derrotó con brillantez a Smyslov en el torneo de Bucarest de 1953, solo unos pocos meses antes de que este se proclamara aspirante al título mundial en Zúrich, y cuando se clasificó para el torneo de Candidatos de 1956 con apenas dieciocho años de edad (en su momento un fantástico récord de precocidad) se le nombró casi por aclamación príncipe heredero al trono de Botvinnik. Pero entonces todo se fue al garete de mala manera: tras sendas ignominiosas derrotas de última ronda perdió el tren de los dos interzonales siguientes, Tal irrumpió como un Fórmula 1, el astuto Petrosian se abrió paso a codazos y un adolescente de Brooklyn redujo sus marcas a astillas. Su vida privada se volvió un caos. Rompió a las bravas con su entrenador, perdió el apoyo de los jerifaltes de la federación y un tumultuoso divorcio (“éramos como alfiles de distinto color”, explicaría más tarde) le obligó a pasar más tiempo en los tribunales que en los torneos. ¿Estábamos ante un nuevo “quiero y no puedo” del ajedrez, una especie de Pillsbury sovietizado?
Lo curioso del asunto es que, a despecho de todas las espectativas que había despertado, no estaba claro ni que “quisiera”. Modesto, muy autocrítico y con ese punto melancólico de todo ruso que se precie (amén de agraciado físicamente, deportista, encantador, amante de los placeres terrenales y perezoso como un oso), jamás se le había pasado por la cabeza luchar por la corona: tras el torneo de Candidatos narraba, como si no fuera con él, haber visto estupefacto a Bronstein retorcerse de los nervios. Un nuevo entrenador, Bondarevsky, pudo al fin disciplinarlo un poco. El trabajo no tardó en dar sus frutos y a finales de 1961 conseguía proclamarse campeón soviético. Pero no fue hasta 1964, en el transcurso de una competición menor, cuando decidió gastarle una broma a su mentor: “Voy a ser campeón del mundo”. No ha quedado constancia de la respuesta de Bondarevsky pero debió de escocerle bastante porque el oso se desperezó, y de qué manera. Dos años más tarde ya estaba listo para disputarle el título con Petrosian, y aunque perdió por la mínima un primer match no se desanimó y lo retó de nuevo, esta vez con éxito, en 1969. Luego vendría la debacle islandesa y el pertinente rapapolvo de las autoridades soviéticas, pero probablemente se alegró en secreto; para alguien de su temperamento la corona, más que un honor, debió de resultar una carga pesadísima. Libre ya de preocupaciones, se dio el gustazo de mojarle la oreja a todas las estrellas de su país (incluido Karpov, el nuevo delfín del Kremlin) en el Campeonato de la URSS de 1973, y en 1976 fue autorizado a emigrar a Francia, que no tardó en concederle la doble nacionalidad; iba ya por su tercera esposa. Desde entonces y hasta el final de su carrera, más allá de algún zarpazo ocasional como su victoria en el torneo de Linares de 1983, el plantígrado ruso-francés se conformó por lo general con broncearse al tibio calor de las tablas sin lucha.
El calificativo que se asocia con más frecuencia al estilo de Spassky es el de “universal”. Fue una especie de decatleta ajedrecístico: puede que no igualase a Fischer en precisión cibernética, a Korchnoi en tenacidad defensiva, o a Tal en creatividad combinativa, pero era capaz de desenvolverse en todos los terrenos con indiscutible pericia. Cierto, esa universalidad es justo lo que distingue a los supergrandes de los simplemente buenos: la pirotecnia de Alekhine es legendaria, pero el match de Buenos Aires contra Capablanca se decidió con un final de torres de manual; ¿y no fue al mismo Capablanca a quién Botvinnik, el eximio estratega, derrotó con una formidable combinación en el torneo AVRO? Aun así, Spassky se distinguió por su camaleónica habilidad para adoptar el estilo de juego que más podía incomodar al rival; habría que remontarse a Lasker (no por casualidad su primer ídolo de la niñez) para encontrar a un campeón con su misma penetración psicológica. El match final de Candidatos de 1965 frente a Tal da testimonio de su proverbial elasticidad. Spassky consiguió a menudo hacer fluir el juego a posiciones tranquilas, desactivando así el arsenal táctico del letón que, cuando alguna posibilidad de ataque tuvo, como en la partida que veréis a continuación, lo pasó todavía peor. Vladimir Zak, el maestro que le entrenó de juvenil, dijo en una ocasión que Spassky poseía una “hermosa caligrafía ajedrecística”; su defensa en la partida de hoy es tan pulcra que no echaréis en falta ni una tilde.
Tal-Spassky, final de Candidatos (partida 11), Tiflis 1965
Keres-Spassky (cuartos de final de Candidatos, partida 4, Riga 1965), Spassky-Petrosian (Campeonato del Mundo, partida 19, Moscú 1969) y Larsen-Spassky (match URSS vs. Resto del Mundo, partida 2, Belgrado 1970).