A Lubomir Kavalek (1943-, Praga) la invasión de los tanques soviéticos de 1968 le pilló jugando un torneo en Polonia. Con el dinero que ganó compró todo el vodka que pudo, y a base de sobornar con él a los guardas fronterizos con que se fue cruzando consiguió llegar en coche a Alemania Occidental. Posteriormente se nacionalizó estadounidense y ganó el campeonato de su país de adopción en tres ocasiones: 1972, 1973 y 1978 (ya había conseguido el de Checoslovaquia en 1962 y 1968). Como analista tuvo una ejecutoria muy destacada: fue uno de los segundos de Bobby Fischer en Reikiavik y asistió a Nigel Short en su brillante carrera hasta la final del Campeonato del Mundo de 1993. Su puesto más alto en el ranking fue el décimo (1974).
Un ajedrecista, entonces, solvente sin alharacas, pero que ingresa en nuestro panteón de imprescindibles con todos los parabienes gracias a la exageración de partida que ganó a Eduard Gufeld en la Olimpiada estudiantil disputada en la localidad checa de Mariánské Lázně en 1962. El derrotado, de cuya propensión al verbo florido ya di cuenta en la entrega que le dediqué este verano, no tuvo empacho en escribir lo siguiente: “Hay momentos críticos de la vida de un ajedrecista en que está inspirado. Es entonces cuando nacen las más brillantes obras maestras, plasmadas en las concisas líneas de la notación ajedrecística. Parece que mi oponente tuvo uno de esos momentos de inspiración”.
Menos lírico, pero más al punto, como comprenderéis cuando desarrolléis la partida, sería resumirla con el título de aquella inquietante película de hormigas asesinas que protagonizó el fornido Charlton Heston en los cincuenta: Cuando ruge la marabunta.