La música: “Diez razones para vivir” de Danza Invisible
Sabio Consejo nº 3: ved de nuevo Ciudadano Kane, aunque sea en versión doblada.
Hoy, no sé por qué, me apetece recordar el día más feliz de mi vida. Ya os anticipo que no es nada del otro mundo: no he salvado a nadie de morir ahogado, ni siquiera a un gatito, no he descubierto la cura de ninguna enfermedad alarmante, y nunca he salido de la cárcel tras probarse mi inocencia en un crimen por el que injustamente había sido condenado.
El día más feliz de mi vida fue, simplemente, uno a finales de julio de 1988 cuando me enteré, en un instituto madrileño, de que había aprobado las oposiciones de profesor agregado de bachillerato. Lo recuerdo como si lo estuviera viendo. En cuanto descubrí que mi nombre aparecía en la lista de afortunados fue como si una efervescencia súbita e incontenible tomara posesión de mi cuerpo. Para sorpresa de propios, extraños y yo mismo, que nunca me hubiera imaginado capaz de semejante salida de tono, salté de un golpe los cinco o seis escalones que separaban el patio de la entrada principal del edificio y, gritando como un verraco degollado, le di una vuelta completa al instituto a todo correr.
Lejos estaba de imaginarme de que justo en ese momento, con las defensas bajas por la euforia, ya estaba empezando a incubar un virus que como tantos de vosotros llevo incrustado en mi cerebro: el del síndrome Rosebud.
(ADVERTENCIA IMPORTANTE: El texto de abajo contiene spoilers. Por tanto, en el improbable, y reprobable, caso de que nunca hayáis visto Ciudadano Kane, la película considerada por muchísima gente la mejor de la historia del cine, dad por leída esta entrega de mi blog, conseguid una copia —no os resultará difícil— y dedicadle una velada. Aunque me duela decirlo, entre tamaña peliculaza y música y ajedrez de diez no hay color).
Si habéis llegado a este párrafo entonces sabéis que la película empieza con el magnate Charles Foster Kane agonizando en su colosal palacio, Xanadú, sin otra compañía que la de unos cuantos sirvientes. Susurra la palabra “Rosebud”, una bolita de cristal con un paisaje navideño se desliza rodando de su mano, y expira. Un periodista se pasa todo el largometraje intentando averiguar, sin éxito, qué diantres es eso de “Rosebud”. En la inolvidable escena final la cámara sobrevuela un sótano inmenso donde se almacenan sus incontables posesiones, hasta detenerse en unos empleados que están quemando un montón de cachivaches inútiles. Uno de ellos coge el trineo con que Foster se divertía de niño junto a la miserable cabaña donde entonces vivía y lo lanza a las llamas; la cámara se acerca y nos damos cuenta de que lleva un nombre escrito: “Rosebud”.
Yo llamo “el síndrome Rosebud” al curioso mecanismo psicológico según el cual todo lo bueno que nos pasa en la vida es exclusivo mérito nuestro, en tanto que la parte negativa es siempre culpa de los demás, o en todo caso de la mala suerte. En la variante más dañina de esta patología llega a aborrecerse exactamente eso mismo por cuya posesión, hace un puñado de años, casi habríamos firmado un pacto con Lucifer. Como dije antes, yo también llevo el virus Rosebud en la sangre; supongo que si el ministro del ramo dictara una orden obligándome a volver a dar clase en secundaria me daría un patatús. Pero no viene mal recordarlo y poner las cosas, aunque sea por un momento, en su justa perspectiva.
Otro de mis recuerdos de aquel día de julio de 1988 es la vuelta a casa en autobús. Elegí un asiento en la primera fila de la derecha, para poder tener una buena vista del panorama a través del enorme parabrisas. Y drogado por la alegría, repitiéndome una y otra vez “no me lo puedo creer, no me lo puedo creer”, bañado y enceguecido por el sol maravilloso del sur de España, recorrí mis primeros kilómetros por Xanadú. De este sol, y casi de todo lo demás que realmente importa, nos hablan los chicos de Danza Invisible en la mejor canción, por muchos largos de distancia, de todo su repertorio.
Diez razones para vivir / Danza Invisible
Diez razones para vivir / Danza Invisible letra de la canción
El 8 de mayo de 1960, a la mañana siguiente de haberse proclamado campeón mundial con apenas 23 años de edad, un periodista le preguntó a Mikhail Tal cómo se sentía. El letón le respondió, parafraseando una canción que Yves Montand había popularizado unos años atrás: “Tengo la cabeza llena de sol”. Como comprenderéis, alguien así no podía faltar en nuestro especial primavera de música y ajedrez de diez, y hoy menos que ningún otro día.
De Tal no sabe uno que es más admirable (y a la vez más inexplicable), si su alegre estilo de juego o su optimismo vital. Me atrevería a decir que lo segundo porque cualquier otro, con una salud tan miserable como la suya, se hubiera vuelto un completo amargado. Por ejemplo (y este no era sino el menor de sus males) padecía ectrodactilia, una enfermedad genética que hacía que su mano derecha, con tan solo tres gruesos y deformes dedos, se asemejase a una garra; de hecho, en vista de sus antecedentes familiares, era poco probable que llegara a viejo, como más adelante, por desgracia, se confirmó.
Quizá la percepción, siquiera inconsciente, de que sus días estaban contados y por tanto era preciso respirar el presente a grandes bocanadas, sea justo lo que explique ese ajedrez suyo tan arriesgado y chispeante que ha encandilado a los aficionados durante décadas, y que le valió el sobrenombre de mago de Riga. Un estilo en abierta contradicción con los dogmas de la escuela posicional y logicista encabezada por Botvinnik y Smyslov y que, por unos años, resultó absolutamente indescifrable para todos sus oponentes. Su ascenso a la cumbre fue tan súbito y arrollador que incluso Fischer y Kasparov palidecen en la comparación; habría que remontarse a Paul Morphy, justo un siglo atrás, para dar con un caso semejante. El primer gran aldabonazo fue su triunfo en el Campeonato de la URSS de 1957; nadie había conseguido tamaña proeza tan joven. El año siguiente repitió victoria, se impuso en el Interzonal de Portorož (Eslovenia, entonces Yugoslavia) y ayudó sustancialmente a su país (13½ puntos de 15 posibles) a ganar la Olimpiada de Munich. Y para rematar la faena, nueva victoria en Yugoslavia, esta vez en el torneo de Candidatos de 1959, haciendo cumbre el año siguiente tras derrotar convincentemente a Mikhail Botvinnik en un match por el título mundial disputado en Moscú.
Pero los dioses, seguramente furiosos con este Prometeo reencarnado que había vuelto a robarles el fuego, se cobraron una cruel venganza. Meses después de su gran triunfo, cuando estaba a las puertas de disputar el match revancha al que Botvinnik tenía derecho, la enfermedad renal que tanto habría de martirizarle el resto de su vida se desató con toda su virulencia e incluso sufrió un leve infarto. Aun así, optimista como siempre, decidió jugar; Botvinnik no tuvo piedad y le devolvió, con intereses, el vapuleo del año anterior.
Tal nunca volvió a jugar el campeonato del mundo: una nueva generación de fortísimos jugadores (Petrosian, Spassky, Fischer, un rejuvenecido Korchnoi, Karpov), sus perennes problemas físicos y su poco edificante estilo de vida (caótico, mujeriego, gran fumador y mejor bebedor) lo impidieron. Además, tampoco era precisamente santo de devoción de las autoridades soviéticas. De juerga una noche con Korchnoi, al comienzo de la Olimpiada de La Habana de 1966, le abrieron la cabeza de un botellazo y durante unos años le pusieron todas las pegas del mundo para viajar al extranjero. A pesar de los pesares, su mágico talento lo mantuvo entre los mejores casi hasta el final, y su buen ánimo y simpatía no decayeron nunca. En el torneo de Tilburgo de 1991, físicamente ya una sombra de sí mismo, alguien lo saludó y el de inmediato replicó: “¡Muchas gracias!”. “¿Por qué?”, le dijo el otro. “Por reconocerme”. En su último torneo serio, en 1992 en Barcelona, se refirió jocosamente a los nuevos jóvenes valores diciendo que “a su edad yo ya era excampeón”. Ese mismo año murió en un hospital moscovita; pocas semanas antes se había escapado de la cama para disputar un torneo relámpago en Moscú, donde aún tuvo agallas para quedar tercero y ganar una partida a Kasparov, cómo no con uno de esos kamikazes sacrificios suyos.
Para ilustrar el legado de este fenómeno he elegido una partida contra Velimirovic de 1979. Aquel año la salud le dio un cierto respiro y obtuvo grandes victorias en Montreal y el Interzonal de Riga, que le auparon al segundo puesto del ranking. Su estilo había madurado por entonces, habiendo sumado a su irrefrenable imaginación juvenil la solidez del ajedrez clásico, pero esta partida nos remite a sus días de máximo esplendor. Es interesante compararla con la Topalov-Ivanchuk de la pasada semana porque hay paralelismos evidentes: en ambas se entrega una pieza para obligar al rey a permanecer en el centro y atacarlo allí. En realidad el parecido es superficial. En la partida de Ivanchuk el ataque fluye naturalmente de la posición; en la de Tal es pura y gozosa especulación. ¿Que con cuál de los dos me quedo? A mamá y papá se les quiere igual.
La primera partida Tal-Botvinnik del encuentro de 1960 es un ejemplo emblemático del iconoclasta enfoque de Tal. Botvinnik resumió sus pensamientos durante aquel match con estas palabras: “Quedé asombrado por el hecho de que, en lugar de jugar de acuerdo con la posición, como me habían enseñado a hacerlo en mi juventud, mi oponente hiciera movimientos en apariencia ilógicos. Su lógica tenía estrictamente un sentido práctico: poner al adversario ante un problema difícil. Y cuando el adversario erraba, Tal era capaz de encontrar soluciones elegantes e inesperadas”. Lo que no entendía Botvinnik es que, al contrario de lo que afirmaban los preceptos clásicos, no hay una única manera de resolver una posición, si uno está dispuesto a asumir los riesgos necesarios. Esta es la esencia de la aportación de Tal, y tuvo una influencia capital en el desarrollo del ajedrez de la segunda mitad del siglo XX. Como digo la partida ilustra esto a la perfección, porque Tal ni siquiera sacrifica nada. Antes al contrario, captura un peón que en teoría no debería comerse, deja a su rey el en centro, saca las torres por los laterales, deja un alfil sin desarrollar…; es comprensible que Botvinnik no entendiera nada de nada. ¿Y sabéis qué es lo más curioso? Que los ordenadores demuestran que el juego de Tal es impecable.
Pero a ver si entre tanta palabrería se nos va a olvidar por qué estamos aquí, es decir, las portentosas combinaciones de Mikhail Tal. Dos de mis favoritas son las de Tal-Brinck-Claussen, Olimpiada de La Habana 1966 (al letón debió de afectarle poco el botellazo, porque sumó 12 puntos de 13 posibles en este certamen) y la de Tal-Hjartarson, Reikiavik 1987. La primera, por su belleza geométrica; hay un juego de clavadas en cruz que parece sacado de un estudio. La segunda, por su profundidad dinámica; Tal entrega un torre, pero lo que cuenta es el paseo de uno de los caballos durante la partida: b1-d2-f1-e3-c2-a1-b3-a5-c6-e5-g4-h6-g8. Igual provenía de la misma cuadra que el de la Evans-Opsahl de octubre pasado.
La música no es nada del otro mundo, pero el mensaje es precioso. Todos deberíamos hacer nuestra lista de 10 razones por las que queremos vivir y tenerla a mano para repasarla cuando estemos de bajón. ¡Voy a hacer la mía ya!