La música: “Take me to the river” de Al Green
Ah, la Eterna Gran Pregunta: ¿Hay Alguien Ahí Arriba que cuida amorosamente de sus tiernos y mortales retoños, o no somos más que polvo cósmico, fruto fortuito de la entropía y el azar? Según por la opción que uno se decante la cosa cambia bastante, porque no te hurgas la nariz ni te rascas la entrepierna, metafóricamente hablando, con el mismo desahogo, si hay un Ser con un triángulo de luz sobre Su Cabeza vigilándote con el ceño fruncido.
Pocos artistas le habrán dado tantas vueltas a este asunto de la entrepierna, la metafórica y la otra, como nuestra estrella de la semana. Al Green (o más exactamente, Albert Greene) fue el sexto hijo de diez de un humilde y tremendamente religioso agricultor de Arkansas. Greene padre debió de ser de los que no aguantan tonterías, porque echó a su hijo adolescente de casa tras pillarlo in fraganti escuchando música de Jackie Wilson. En los años nacientes del rhythm & blues, esa sopa primordial de la que enseguida emanarían el rock & roll y el soul, Wilson (en la foto de al lado) fue un artista de notable influencia. Tenía una de esas voces descomunales que parecen privilegio exclusivo de los negros, y una espectacular puesta en escena en la que el mismísimo Elvis se inspiró bastante. En lo personal era un crápula de mucho cuidado, que llegó a mantener simultáneamente a dos amantes (sin contar a su legítima esposa), una de las cuales le pegó un tiro que se llevó un riñón por delante cuando descubrió que la engañaba con la otra amante. Qué poca deportividad.
No le llevó demasiado tiempo al talentoso Al convertirse en una estrella y durante los primeros setenta campó a sus anchas por las listas de éxitos. Lo suyo era un soul goloso y sugerente que de espiritual no tenía más que el nombre. Para que nadie se llamara a engaño siempre se subía al escenario desnudo de cintura para arriba; “dios del sexo” le llamaban entonces.
Pero algo le reconcomía las tripas; uno no se pasa un montón de domingos de su infancia cantando en el coro de la iglesia sin que le queden secuelas. Cuando a finales de 1973 compone con la ayuda de su colega Teenie Hodges “Take me to the river” debía ya de tener una empanada mental del tamaño de Las Ventas. La melodía y la interpretación garantizan el picante de siempre, pero la letra parece escrita por el primo mulato de Norman Psicosis Bates, porque Green tan pronto se solaza en su ansia pecaminosa por una adolescente (que posiblemente existió en la vida real), como clama por la redención purificante del agua bautismal.
Meses después, Al Green recibió el primer aviso. Mary Woodson White, una chica que había intentado sin éxito hacerle sentar la cabeza, perdió la suya y le echó encima una sartén de gachas mientras se duchaba, causándole quemaduras de segundo grado en espalda, brazos y estómago. Acto seguido, agarró una pistola y se suicidó. La reacción de Green fue proporcional a la magnitud de la catástrofe: se compró una iglesia en las afueras de Memphis y se ordenó ministro del “Tabernáculo del Pleno Evangelio”, una de las tantas confesiones locales que proliferan por aquellos lares.
Siguió, no obstante, con su carrera otro lustro, bien es cierto que con un éxito menguante, hasta que en 1979, durante un concierto en Cincinnati, se cayó del escenario y sufrió serias heridas. Segundo y último aviso. Esta vez se dio por enterado del todo, y en los quince años siguientes se centró exclusivamente en su labor pastoral y no grabó más que gospel. El tiempo todo lo cura y Al Green ha vuelto a cantar sus éxitos de siempre, aunque vestido de un blanco inmaculado y a mayor gloria del Altísimo, pues sigue siendo reverendo del “Tabernáculo” ese. Eso sí, “Take me to the river” estuvo proscrita de sus actuaciones durante muchísimos años, hasta que se convenció, imagino, de que no había ya peligro de que un rayo lo partiera en dos.
En cuanto a Jackie Wilson, siguió haciendo de las suyas hasta que el 29 de septiembre de 1975, mientras cantaba en un casino de Nueva Jersey su tema más famoso, “Lonely teardrops”, y justo en medio de la frase “mi corazón está llorando”, cayó fulminado por un ataque cardiaco. Aunque consiguieron reanimarlo, permaneció en el hospital en un estado semicomatoso nueve años más, hasta su muerte en 1984. ¿Destino o casualidad? Yo no digo nada.
Take me to the river / Al Green
Take me to the river / Al Green letra y traducción
Vosotros os reiréis, pero a veces padezco lo que no está escrito para seleccionar la canción de mi artista de la semana. Poneros “Take me to the river” era casi un imperativo teológico, pero ha sido duro dar de lado a alguno de sus temas más recogidos, digamos Let’s stay together, I’m still in love with you o Tired of being alone, en los que este ex tunante de crema y seda daba lo mejor de sí.
En 1975 se publicó Al Green – The greatest hits, una soberbia recopilación con diez de sus mayores éxitos que incluye las tres canciones mencionadas. Sorprendentemente, o en realidad no tanto sabido lo que sabemos, “Take me to the river” no está entre las elegidas, y tampoco apareció en la edición en cedé de 1995, a pesar de que añadía otras cinco canciones y por entonces era ya uno de sus temas más emblemáticos (gracias en buena medida a una fantástica versión que los Talking Heads publicaron en 1978). La edición remasterizada de 2009, retitulada The definitive greatest hits, la sacó por fin de la mazmorra, elevando el total a 21. Es aquí por donde un neófito en Al Green debería empezar; si os gusta lo que oís estáis de suerte, porque grabó una decena de discos antes de caerse del caballo camino de Damasco.
En el país de la composición ajedrecística gobierna lo excepcional, lo milagroso, lo que no puede ser pero es. Difícilmente se sentirá un compositor satisfecho con un trabajo que no consiga despertar en el lector una sensación de admiración, sorpresa o incredulidad. En este blog hemos repasado ya maneras muy diversas de alcanzar tales objetivos, desde las dantescas posiciones de inicio de Dawson o Gorgiev, pasando por los alambicados conceptos de Chéron y Costeff o los elegantes desarrollos de Liburkin y Rudenko, hasta desembocar en remates tan impactantes como los de Kubbel o Seletsky.
Un método bastante brutal de impresionar a la audiencia, muy del gusto de los primeros compositores, es recurrir a una clave tan ilógica en apariencia como quepa concebir, a semejanza de una novela policiaca en la que el culpable resulta ser el menos probable de todos los sospechosos. El problema de hoy va en esta dirección, pero con un aditamento que lo convierte en extraordinario: no solo la primera jugada del blanco es absurda, la segunda es todavía más aberrante.
Y sin embargo, tras tan aparatoso arranque, pronto queda claro que todo obedece a un plan perfectamente racional. No por nada su autor, Stefan Schneider (1904-1980, austriaco, maestro internacional de composición en 1974), fue uno de los impulsores de la escuela lógica, también llamada nueva escuela alemana, de composición. Un principio cardinal de esta escuela, por el que Schneider estaba especialmente interesando y sobre el que teorizó en un artículo publicado en 1948, es el de la “pureza de objetivos”, o Zweckreinheit. Esto de la “pureza”, viniendo de boca de un germánico madurado en los tenebrosos años treinta, produce cierto escalofrío, pero no van por ahí los tiros. En nuestro contexto establece que es estéticamente deseable que el plan preliminar de las blancas no tenga más objetivo que el de desactivar la defensa negra, es decir, no mejore la posición de las blancas en una dirección extra a la que se pretende. El problema lógico de Hans-Peter Rehm que acabo de enlazaros ilustra impecablemente este concepto.
Schneider sentía preferencia por las posiciones aireadas, nítidas en contenido y forma. No se puede decir que el rey negro ande precisamente desahogado en este problema, el más citado de todos los suyos, pero si nos gusta tanto este mundillo de la composición es porque las reglas están para no cumplirlas, ¿verdad?
Problema de S. Schneider, match Suiza-Austria 1977
Si tuviera que recomendar un solo problema más de Schneider lo tendría chupado: el mate en 10 de Deutsche Schachzeitung, 1956. Un alfil es protagonista de un carrusel de bellísima factura cuyo objetivo no es otro que el de hacer desaparecer del tablero un insignificante peón. Acerca de esta obra maestra el gran problemista y crítico alemán Herbert Grasemann escribió: “Muestren este problema a los jugadores prácticos, para que entiendan lo bonito que puede llegar a ser el ajedrez”.
Ya en un escalón más bajo, aunque también muy meritorios, anotad un mate en 6 en Wiener Schachzeitung, 1949, donde el blanco recoloca astutamente sus piezas mientras la dama negra se da cabezazos de esquina a esquina de la gran diagonal, y un mate en 5 en Schach (Berlin), 1960; para frenar las belicosas intenciones del blanco en el lado norte del tablero el negro se ve forzado a realizar una mínima movida con su torre, que termina bloqueando la huida del rey por la zona sur.