Esta va de amores raros, y entended “raros” como un eufemismo. Son enamoramientos extraños y peligrosos, de los que suben la tensión arterial y dan positivo en los test antidopaje. Es el problema de flirtear con reinas nocturnas y lisérgicas, y encantadoras que aparecen y desaparecen a voluntad. La hechicería de estas últimas es blanca, por suerte, porque si no menudo panorama.
Ni Herodes, ni Pilatos, ni Caín: el personaje bíblico que más se me atraganta es Saulo de Tarso, más (e inmerecidamente) conocido como san Pablo. Por sobrado y por ventajista. Es por culpa de esa famosa epístola a los corintios, la del amor, con la que tantos novios ingenuos han moqueado frente al altar, sin captar lo absolutamente siniestro del mensaje. Pienso en concreto en este versículo: “Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada”. En otras palabras, no basta con obrar rectamente, encima hay que disfrutar haciéndolo. Ah, qué facil es pontificar cuando un fogonazo de luz celestial te ha tirado del caballo y Una Dulce Voz te susurra al oído cada dos por tres… Pues entérate, listillo: a la mayoría de los mortales, a los que esta teoría vuestra del Premio Eterno nos despierta no pocas sospechas, portarnos bien nos cuesta. Yo opino que la genuina excelencia moral debería medirse con un simple cálculo aritmético, la diferencia entre nuestras buenas acciones y las golfadas que nuestro cuerpo, o nuestra mente, ansían cometer, porque eso es lo que tiene mérito de verdad. Llevado a sus últimas consecuencias puede que el algoritmo sea un tanto absurdo (tan virtuoso es el místico como el asesino en serie, su coeficiente es cero en ambos casos), pero ¿qué cosa en este mundo, llevada al extremo, no lo es?
Visto así, a Lee Earle Ellroy, más conocido como James Ellroy, habría que beatificarlo porque su ficha policial apenas registra ocho meses de reclusión por repetidos episodios de robo y violencia, una fruslería en comparación con lo que se cocía en su cabeza por esos días. El drama empieza el 22 de junio de 1958 (Lee Earle tenía diez años): su madre, divorciada y alcohólica, que había recuperado su nombre de soltera —Geneva Odelia Hilliker— y ejercía de lunes a viernes de enfermera y severísima educadora del chaval, y los fines de semana metía en su alcoba a la mitad de la población masculina de Los Ángeles, es violada, estrangulada y abandonada en una cuneta por el ligue equivocado. No creáis que el chico derramó una sola lágrima, era la oportunidad perfecta para regresar con su mucho más permisivo progenitor, un contable de tercera cuyo mayor logro en la vida —si hay que creerse lo que contaba— era haber pasado una noche con Rita Hayworth. Donde seguro no pasó ni un minuto fue en la facultad de Psicología, porque para el undécimo cumpleaños del hijo no tuvo mejor ocurrencia que regalarle un libro con casos censurados (por horripilantes) de un serial semidocumental sobre el Departamento de Policía de Los Ángeles que por entonces emitía la NBC. El más bestial, con diferencia, el de Elizabeth Short, una bonita aspirante a actriz a la que en 1947 habían encontrado en un solar partida en dos (la autopsia, además, reveló que había sido salvajemente torturada durante los tres días previos a su muerte). A pesar de las apariencias, el joven Ellroy padecía un monstruoso trauma mezcla de rencor, complejo de culpa y —sujetaos al asiento— incestuosos apetitos por los entrevistos despelotes maternales de los domingos; y ese mejunje derivó paulatinamente, no sabría explicaros cómo, hacia una obsesiva fascinación por la Dalia Negra (así apodó la prensa sensacionalista a la pobre Betty Short), cuyo crimen, como el de Geneva Hilliker, jamás se esclareció.
De aquello no podía salir nada bueno, y no lo hizo. De adolescente le dio por colarse en las casas del barrio para robar las bragas de sus vecinas, que inhalaba compulsivamente, y espiarlas, y a los veintiún años, tras la muerte de su padre, implosionó del todo: alcohol, benzedrina, delitos menores, vagabundeo, una neumonía que casi le cuesta la vida. Por fin, ya casi en la treintena, se limpió, encontró un trabajo matinal como caddie en un campo de golf y por las tardes empezó a escribir. Sus primeras novelas, en particular la trilogía del genial, racista y medio loco detective Lloyd Hopkins, con la que subsume el violento universo creativo de Dashiell Hammett y Jim Thompson a las exigencias neo-noir de los ochenta, revelan ya a un narrador muy estimable; pero la Dalia seguía atormentándole, y exigía una reparación. Así que Ellroy decidió resolver su crimen; y como era imposible hacerlo en la realidad, lo hizo en la ficción. La novela, inevitablemente titulada La Dalia Negra, se publicó en 1987, cuando todavía trabajaba en el campo de golf. Lejos de ser un punto y final (Ellroy ha declarado repetidamente que lo de pasar página no va con él, y que el fantasma de Betty/Geneva le atormentará hasta que muera), fue el comienzo de una saga tremenda y biliosa que, si no sosiego, le ha reportado fama y dinero a raudales, y que puede calificarse sin exageración como uno de los hitos literarios del fin de siglo.
El cuarteto de Los Ángeles (los otros libros de la serie son El gran desierto, 1988, L.A. Confidential, 1990, y Jazz blanco, 1992) es un amazónico pastiche de novela negra —negrísima, más bien— y fabulación histórica que los que entienden de esto han descrito como “metaficción historiográfica posmoderna”. En román paladino, se trata de mezclar personajes y eventos reales (los mafiosos Mickey Cohen y Jack Dragna, el magnate Howard Hughes, la Navidad Sangrienta, los desahucios de Chavez Ravine, no digamos lo de Betty Short…) con otros imaginarios, macerándolos con toneladas de mal rollo, violencia y testosterona tóxica. El efecto es difícil de describir, rabiosamente tridimensional y no obstante delirante, porque lo real se recrea tan desquiciado como lo imaginado.
Los libros pueden leerse independientemente, pero solo en su conjunto adquieren su verdadera dimensión de crónica despiadada de las cloacas del Los Ángeles de la posguerra (“el gran lugar equivocado”, como inspiradamente lo bautizara W. H. Auden), donde todos son culpables de todo y la policía hace el trabajo sucio de los poderosos por las malas o por las peores. Si La dalia negra es el libro más macabro de la tetralogía, El gran desierto es el más bruto en lo que a los métodos policiales se refiere. Estamos en 1950, en plena histeria macartista, y alguien debe encargarse de limpiar la ciudad de comunistas (que lo sean o no es lo de menos…). El siguiente, L.A. Confidential, os tiene que sonar a la fuerza, al menos por la notable adaptación cinematrográfica de Curtis Hanson: otro crimen sin resolver como excusa para regodearse con la fauna, glamurosa y vidriosa al tiempo, del Hollywood clásico. Y Jazz blanco como remate y autoajuste de cuentas: voyerismo, incesto, drogas, todo el lote. Es, también, el más arriesgado estilísticamente. Su editor le había obligado a eliminar cien páginas de L.A. Confidential, y en vez de alterar el complejísimo argumento Ellroy decidió suprimir todas las palabras del texto que no fuesen estrictamente necesarias. En Jazz blanco todavía estruja más la narrativa, casi al estilo “flujo de conciencia”, como si el frenesí in crescendo del lenguaje testimoniara el anfetamínico enloquecimiento de la ciudad conforme la saga progresa.
Y no obstante, en el ojo de este vórtice inmenso de corrupción, demencia y codicia, nada menos que el amor. Ellroy ha reclamado este subtítulo para el cuarteto: “hombres malos enamorados de mujeres fuertes”. Kay Lake, Audrey Anders, Lynn Bracken, Glenda Bledsoe. Qué mujeres, amigos, a la altura de las circunstancias, y más; el único salvoconducto válido para escapar del gran lugar equivocado. El precio es alto, la vida posiblemente; la inflación se ha disparado con tantos pecados por expiar.
Lo de olisquear la lingerie ajena es ya agua pasada. En la actualidad, las salidas de tono de James Ellroy se limitan a declararse “el perro diabólico de la literatura americana” y el mejor escritor estadounidense vivo, el equivalente en la ficción criminal a “Tolstoi en la novela rusa y Beethoven en la música”, para luego puntualizar que le importan un bledo los clásicos y que, de hecho, apenas lee desde su juventud (“¿para qué, si escribo tan bien?”). Hay bastante de autopromoción en todo esto, qué duda cabe, pero lo cierto es que Ellroy es un autor gigantesco, de esa rarísima especie que logra fascinar por igual a lectores y a críticos. ¿El mejor novelista noir de siempre? Digamos que ha situado el listón muy alto, altísimo. Cualquiera que escribe tiene algo, o mucho, de exhibicionista, pero hay espacios íntimos que han de mantenerse ocultos porque los costes personales serían inmensos. No para Ellroy, un dopado emocional, un pornógrafo del alma que alardea de sus miserias como si fueran trofeos de guerra (Mis rincones oscuros tituló su autobiografía), en tipografía gruesa y subrayadas en rojo para que no se nos escape ni una. Es la suya una literatura de alto riesgo, llevada a sus últimas consecuencias, acaso un pelín absurda (¿qué cosa en este mundo, llevada al extremo, no lo es?); aunque llegados a este punto el problema, y bien gordo, ya no es suyo sino de sus competidores. ¡Bendito perro diabólico Ellroy!
El cuarteto de Los Ángeles:
La Dalia Negra
El gran desierto
L.A. Confidential
Jazz blanco
Originales en inglés:
The Black Dahlia
The big nowhere
L.A. Confidential
White jazz
Por lo que va diciendo por ahí no hay muchas cosas que le gusten a James Ellroy: la historia, el boxeo, la música clásica (Beethoven en especial), los perros, los felinos depredadores y, “quizás por asociación con esto último”, las mujeres. Llama la atención la exclusión del jazz de la lista porque en algunas tramas de la tetralogía tiene una importancia capital, pero la explicación es simple: Ellroy usa las insanas disonancias del bebop como una metáfora del mal que infesta Los Ángeles de arriba a abajo.
Para tratar este asunto Ellroy se atiene a la combinación, marca de la casa, de artistas que realmente trabajaban en California durante la década de los cincuenta y otros impostados, y entre los primeros sorprende la mención de Art Pepper porque precisamente fue uno de los pocos saxofonistas de la época capaz de sustraerse a la tiránica influencia de Charlie Parker y desarrollar un lenguaje personal. Por lo demás Pepper encaja como un guante entre la asilvestrada jauría del cuarteto, no en vano cumplió cuatro penas de cárcel, las dos últimas en San Quintín, por delitos relacionados con las drogas (era adicto a la heroína). ¿He mencionado que era un mujeriego compulsivo? Pues eso también.
“You go to my head” (“Te me subes a la cabeza”) es uno de los cortes de The return of Art Pepper, un álbum de 1956 que grabó poco después de pasar su primera temporada a la sombra. El artífice de Allmusic, Stephen Thomas Erlewine, describe en su reseña del disco el fraseo de Pepper como un tanto “oxidado”, aunque muchos quilates tiene eso que sale de su saxo para ser robín, me parece a mí. La pieza fue compuesta por J. Fred Coots en 1938 con letra de Haven Gillespie, y en su versión cantada recurre a símiles etílicos y febriles para recrear el subidón del enamoramiento. La armonización es notablemente sofisticada, en contraste con (y realzada por) el llamativo número de notas repetidas de la melodía, y casa muy bien con el pathos del texto de Gillespie: la tonalidad mayor del comienzo no tarda en deslizarse hacia el modo menor, como ese bajón dulce que te da cuando el efecto de las primeras copas empieza a disolverse, y la coda (en la versión de Pepper es aproximadamente el fragmento entre el minuto dos y el dos y medio) está resuelta con una lucidez incomparable. Como esa lucidez, relajada y sin resaca, que se tiene al despertar de una noche en la que todo marchó a pedir de boca.
You go to my head / Art Pepper
You go to my head / Art Pepper
Guinnevere / Crosby, Stills & Nash
Guinnevere / Crosby, Stills & Nash letra y traducción
Pase lo de amor, mujeres fuertes y lo que queráis, pero que quede claro que esto no es La casa de la pradera: el cuarteto exhibe ejemplos de todas las variantes y desviaciones sexuales que os podéis imaginar, y algunas que no imagináis. Ahí tenéis, en La Dalia Negra, a la adinerada ninfómana Madeleine Sprague, para la que nada es tan estimulante como pasearse por los antros que frecuentaba Betty (donde la conoció muy en persona) vestida con idéntica ropa. Entremedias Dwight “Hielo” Bleichert, el policía-boxeador, desnortadísimo en un mar donde hace siglos que dejó de hacer pie, tragando agua como un loco y sin tener nada claro dónde empieza o acaba el trinomio Betty/Madeleine/Kay. Más esta última entrando y saliendo de la playa en función de la temperatura del baño, y no precisamente para tomarse una birra en el chiringuito.
Una pareja de damas negras, una dama-Guadiana blanca y un noqueado rey negro en medio de todo el barullo: todo eso, unos cuantos secundarios de lujo y acción a raudales encontraréis en este estudio de Yuri Dorogov, clausurado además con la contundencia neumática de la mejor prosa de Ellroy. No hay gran cosa que decir de este maestro FIDE de composición ruso, retirado un tanto prematuramente, así que no me extenderé. Lo mejor: la sorprendente cantidad de damas que aparecen en sus obras (algo nada habitual en este arte), ideales para dar vuelo a su estilo neorromántico y ricamente combinativo. Lo peor: eso mismo exactamente, porque es difícil manejar este tipo de material en un estudio sin que aparezcan duales; tanto es así que la mitad de sus 70 estudios contienen errores. No está hecha la cabeza del hombre para llevar tanta dama en danza.