En el Manual Imaginario del Perfectísimo Padre lo pone bien clarito: transmite a tu hijo enseñanzas lapidarias, con poso, para que de aquí a unas décadas te recuerde con nostalgia y piense “Jo, mi padre, qué pozo de sabiduría era aquel hombre”. Cosas así: “La vida es como una estación, llena de trenes que parten a diario; pero cuídate de estar pendiente de cuándo sale el tuyo, porque si se te escapa puede no haya otro hacia tu destino”. En esas estamos, aunque os confesaré, ahora que no me oye, que no sé hasta qué punto compraría yo la mercancía que intento colocarle. Nada es tan blanco o tan negro, quiero decir; y a veces, oportunidades que parecen haber pasado de largo para siempre regresan como un bumerán y te pegan en pleno cogote.
Sin ir más lejos: la decisión más delirante e infantiloide de todas las que he tomado ha sido, con diferencia, la mejor. Diciembre de 1987, la carrera terminada unos meses antes, recibo el soplo de una amiga. Un catedrático de mi universidad ofrece una beca predoctoral con sólidas perspectivas laborales a medio plazo. Me entrevisto con el tipo, y aunque el tema de la investigación no tiene demasiado que ver con mis estudios previos, acepto, cómo no. Pero al despedirme, el chasco: hay papeleo que hacer, un plazo que se agota, las próximas 48 horas he de ponerme a su disposición. Y es que resulta que Kasparov y Karpov luchan por el mundial en Sevilla, tengo las entradas compradas, hotel reservado y mañana sale mi autobús. Según bajo las escaleras del edificio empiezan a asaltarme las dudas. Me paso la hora siguiente caminando histérico por los pasillos, mientras sobre mis hombros un angelito y un diablillo me berrean en los oídos. Hasta que de repente me ciego, vuelvo al despacho y le suelto al tío, tal cual: “Tengo un familiar en las últimas en Sevilla y en este instante me marcho a visitarlo”. Arrivederci, beca.
Fin de la parte delirante e infantiloide, pero la historia sigue. Tras una orgásmica semana en la capital andaluza me encuentro un carta a mi regreso: la Delegación provincial de Educación me contrata como interino de Secundaria. Seis meses más tarde apruebo las oposiciones, dos años majos en un instituto de provincias, y un buen día me telefonea otro conocido. En virtud de una truculenta combinación de circunstancias, que incluye el repentino fallecimiento de un joven y brillantísimo investigador víctima de una rara enfermedad degenerativa, hay un puesto libre en el departamento justo de mi perfil, mucho mejor que el que había desdeñado en el 87, y ni siquiera tengo que reírle las gracias a ningún mandamás. El colmo de los colmos es que tengo programado otro Kasparov-Karpov, en Lyon concretamente, pero hay suerte y esta vez sí da tiempo a cumplimentar la burocracia sin renunciar a la excursión. Ahí sigo, a día de hoy; no se volvió a ofertar una plaza parecida hasta pasados ocho años. ¡Ah! Y pude conocer al estudiante que aceptó la beca que yo había rechazado: el catedrático aquel resultó ser uno de los ofidios más rastreros que anidaban en el campus. Premio especial al que me diga qué moraleja extraigo de este vodevil para mi chaval
Que al austriaco Erich Gottlieb Eliskases (1913-1997) se le escapó el tren de su vida en la Olimpiada de Buenos Aires de 1939 admite poco debate. La década de los treinta había sido testigo de su pausada pero constante progresión: primero como esperanzadora promesa, derrotando a su famoso compatriota Spielmann en un encuentro a 10 partidas en 1932; consolidándose luego como número uno de su país tras ganar otros dos matches a Spielmann (1936 y 1937); y revelándose por fin como aspirante a todo tras su victoria imbatido y por amplio margen en Noordwijk 1938, donde superó, entre otros, a Keres, Euwe, Bogoljubov (el retador de Alekhine en 1929 y 1934) y el propio Spielmann. Tras la anexión de Austria, Eliskases se convirtió automáticamente en el mejor ajedrecista del Tercer Reich, confirmando su supremacia en un match a 20 contra Bogoljubov a principios de 1939 y llegando a la Olimpiada como primer tablero de la “Gran Alemania” (que se llevaría el título entre considerable controversia puesto que varios equipos se negaron a jugar contra ella). El 1 de septiembre, en el momento álgido del torneo, los tanques de Hitler invadieron Polonia.
Mucho después se sabría que los jerifaltes nazis acariciaban ya entonces la idea de un encuentro al máximo nivel entre él y Alekhine, y no tiene nada de casual que en sus vomitivos artículos antisemitas de 1941 el campeón ensalzara a Eliskases (cuyas credenciales arias eran impolutas) como el más digno entre los potenciales aspirantes. Sin embargo el tirolés, en vez de retornar a Europa, viajó a Brasil, donde pasó los años cuarenta en condiciones bastante precarias. Nacionalizado argentino, acabó instalándose en Córdoba (la Córdoba de allí, se entiende) en 1951, donde encontró el amor y reencauzó su vida. El gran Eliskases de los años treinta había quedado atrás entre tantas vicisitudes; aun así se convirtió en toda una institución del ajedrez gaucho, con potencial suficiente para darle un susto al más pintado. De hecho fue el único jugador de la historia, aparte de los indiscutibles Keres, Euwe y Reshevsky, que podía presumir de haber ganado partidas a los dos supremos mitos de este deporte, Capablanca y Fischer.
¿Qué habría pasado si Eliskases hubiera vuelto a Alemania y competido contra Alekhine? A juzgar por el paupérrimo nivel de juego del segundo al final de su carrera, y sabiendo cómo se las gastaban los anfitriones, yo hubiera apostado por el austriaco. Pero tras la guerra un título sellado con la cruz gamada podría fácilmente habérsele atragantado, y estoy pensando en atragantamientos tan sospechosos y oportunos como el que acabó con Alekhine en Estoril en 1946. Así que Eliskases perdió el tren de su vida en Buenos Aires, cierto, pero sabiendo qué destinos tan siniestros tenían algunos de los convoyes nazis, dudo que lo lamentara.
Visto el tema del día, la séptima partida de su primer match contra Spielmann viene especialmente a propósito. Spielmann era un jugador con mucho olfato para el ataque y no le temblará el pulso para sacrificar primero un peón, luego otro, un caballo y una calidad; por desgracia, la embestida no tendrá el premio apetecido. No es el primer ataque que hace aguas ante una buena defensa en la historia del ajedrez, pero lo singular del caso es que el ataque fracasa precisamente por tener éxito, esto es, porque Spielmann logra justo lo que se proponía: encerrar la dama enemiga y capturarla, recuperando así, con creces, el material invertido. Pero entonces nos damos cuenta de que el que está combinando todo el rato, en realidad, es Eliskases; la dama no se ha perdido, sino entregado, como preludio de un inapelable contraataque que dejará tieso al contingente enemigo en un santiamén.
Suena bien, pero ¿qué tiene que ver esto con el asunto de hoy, los trenes que se escapan y todo eso? Con trenes, nada. ¿Entonces…?
Bumeranes.
Ajá.
Spielmann-Eliskases, match (partida 7), Linz 1932
Eliskases-Grünfeld (Maehrisch Ostrau 1933), Eliskases-Laurine (Olimpiada de Varsovia 1935) y Redolfi-Eliskases (San Nicolás 1957).
Magnifico Erick Eliskases
Magnifico, Erick G. Eliskases