Podríamos, si os apetece, practicar un jueguecito: ¿qué personaje de ficción identificáis con tal o cual leyenda del ajedrez? En el caso de Capablanca es obvio: Aquiles, el inmortal, pero no del todo, protagonista de la Ilíada. Por sus chispeantes filigranas tácticas Tal podría ser Scaramouche, y por su gusto, no necesariamente saludable, por las faldas, Stein podría ser don Juan Tenorio; la cándida e irresistible perspicacia de Morphy, e incluso su porte físico, recuerdan al Principito de Saint-Exupéry; y Kasparov, con su insaciable gula de triunfos, equivaldría a Gargantúa o Pantagruel, el que prefiráis. Me temo que a su archienemigo Karpov le cae todo un marrón, Sauron, y no solo por su fuerza, objetivamente terrible, y por cómo tenía a sus pies a los orcos de la FIDE y los jinetes negros de la nomenklatura, sino también por la rabia desesperada con la que luchó por recuperar el anillo Único del poder que le había sido arrebatado. Faltaría Fischer, el genio imposible, peleado con el mundo, atrapado en un funesto remolino de paranoia y autodestrucción. ¿Qué opináis del capitán Nemo?
Por sus notables éxitos en los sesenta, la prensa especializada apodó a Jørgen Bent Larsen (1935-2010) el “príncipe danés”, como al Hamlet de Shakespeare. Cierto es que, al igual que este, nunca pudo reinar, pero a mí me resulta mucho más natural emparejarlo con nuestro paladín más universal, ya que no hay mejor adjetivo que aplicar a su carrera y su estilo de juego que el de quijotesco. Porque con perspectiva histórica, cómo si no ha de calificarse su optimismo a prueba de bombas, su inquebrantable convicción de que podía, no ya vivir del ajedrez en un erial como Dinamarca, sino aspirar a lo más alto habiendo suficientes superestrellas soviéticas para llenar un estadio (por no mencionar a Fischer, que andaba en trance de pasar a huracán de categoría 5). Más aún, ¿qué decir del giro que dio a su estilo, apostando por aperturas arriesgadas e inusuales a fin de sacar de punto a sus adversarios, para salir del bache de resultados en que había embarrancado tras sus prometedores medallas de bronce y de oro con el primer tablero de su país en las olimpiadas de Amsterdam (1954) y Moscú (1956)? ¿Era ese un modo sensato de luchar por la corona? El milagro de Larsen consistió en hacer creer al mundo del ajedrez, al menos durante el lustro entre 1967 y 1971, que sí.
Si la partida de Palma de Mallorca ’67 que ganó con negras a Eleazar Jiménez Zerquera, quíntuple campeón cubano, no es la mas larsenesca de todas las de Larsen, entonces debe de andarle bastante cerca. Lo de las negras conviene destacarlo porque el escandinavo, que rara vez consideraba el empate una opción honorable, era singularmente temerario con las piezas de ese color. En esta ocasión tarda justo un movimiento en echarse al campo a lomos de la Alekhine, con el agravante de la reincidencia: un año antes, en la Olimpiada de la Habana, había respondido al 1.e4 del caribeño con la todavía más insólita 1…Cc6 (también le ganó esa vez). Apenas necesitará nuestro caballero otras pocas jugadas para destrozar su lanza de g7 contra un blanco y sólido molino en e5, pero no hay problema: tras colgarle sendas torres de sus aspas, cual si fueran pendientes, se las ingeniará para tirarlo abajo. Y si todo esto os parece un tanto surrealista, no me extraña ni un poquito: es surrealista.
Cuando ganó esta partida Larsen estaba absolutamente on fire, en el ecuador de una racha donde, entre agosto de 1967 y mayo de 1968, encadenó sin interrupción victorias en La Habana, Winnipeg, el Interzonal de Sousse, Palma de Mallorca, Montecarlo y el match de cuartos de final de Candidatos frente a Portisch. Para encontrar algo remotamente parecido habría que remontarse al anno mirabilis de Rubinstein de 1912, pero ni aún así, porque la lista de figuras a las que superó en el conjunto de estos eventos no admite comparación: además del citado Portisch, Spassky, Botvinnik, Smyslov, Keres, Korchnoi, Geller, Gligorić, Reshevsky, Polugaevsky y Stein, entre otros. Dan escalofríos solo de pensarlo.
La racha se cortó dos meses más tarde, cuando fue derrotado nítidamente por Spassky en las semifinales de Candidatos, pero Larsen lo achacó a la pésima organización del evento y siguió viviendo en su nube otra temporada, convencido de ser el mejor del planeta con la misma ingenua y genuina fe que el hidalgo manchego depositaba en la casta virtud de Aldonza Lorenzo. Buena prueba de ello es que se empecinó (con éxito) en que Fischer le cediera el primer tablero en el match URSS-Resto del Mundo disputado en Belgrado en 1970. Sin embargo el año siguiente, en Denver, sobrevino el desastre: en las semifinales del nuevo ciclo de Candidatos el norteamericano lo molió, literalmente, a palos, endosándole un vergonzante 6-0. Larsen se rehízo como pudo, excusándose esta vez en el espantoso calor de Colorado, y se atrevió a declarar, al límite de lo patético, que él hubiera dado mucha más guerra a Fischer que Spassky en el mundial de Reikiavik. Las heridas, no obstante, eran profundas e incurables. Su compromiso y bravura se mantuvieron incólumes, y aún ganaría el Interzonal de Biel de 1976 clasificándose por cuarta y última vez para las eliminatorias por la corona, pero se había esfumado el duende que lo volvía especial. Mucho más tarde confesaría en una entrevista que hacia mediados de los setenta ya había comprendido la simple y clara verdad: si no fue campeón del mundo es porque tropezó con cuatro o cinco jugadores mejores que él. Finalmente, Larsen había recuperado la cordura.
Pero mientras estuvo verdaderamente loco de atar, no hubo gigante que no se acoquinara al verlo embestir con la espada en ristre.
Me encentó esto. Como he leído o tengo alguna información de los personajes que mencionas, las similitudes me parecen geniales… con énfasis, en mi parecer, en Morphy y Larsen.
Hola Mayela,
Es fácil identificar a los grandes del ajedrez con héroes de fábula porque, en cierto modo, lo son. ¿Hay algún otro ámbito de la actividad humana donde para llegar a la cima se precise ser, a la vez, un superdotado, un artista y un gladiador?