De triples mortales sobre piscinas vacías, pintores y manicomios, y los peligros de opinar sobre el sentido del humor del proletariado soviético.
Si hay un sagrado mandamiento que cualquier escritor de ficción que aspire a algo ha de respetar, es este: “No tomarás la suspensión de la incredulidad de tu lector en vano”. Un buen relato funciona como un truco de magia que el autor despliega ante tus ojos; sabes que no es real y sin embargo, por un rato, te lo crees de buen grado. Pero las hebras que sostienen el hechizo son frágiles, y si se quiebran el resultado es fatal, como si a un prestidigitador se le escurriese en medio de su actuación un as de picas de la manga. Si el modo más obvio y censurable de violar este precepto es abusando de las coincidencias improbables, Paul Auster es entonces el sacrílego más descarado, irredento y extraordinario de la narrativa contemporánea, y El Palacio de la Luna (1989) su más conspicuo pecado.
En El Palacio de la Luna las vidas de tres hombres se entrecruzan en una trama laberíntica, estructurada al modo de esas muñequitas rusas que se encierran unas a otras: el joven universitario M.S. Fogg, un millonario decrépito y tullido que se hace llamar Thomas Effing, y Solomon Barber, un prometedor académico con la carrera arruinada por un enredo amoroso. En el primer párrafo de la novela, M.S. (que ejerce de narrador y es el epicentro de la saga) ya nos adelanta parte del enredo: se quedará sin blanca, vagabundeará por las calles, será rescatado de la muerte por un ángel con forma de bailarina china, trabajará para el viejo inválido, encontrará a su padre y atravesará el desierto a pie. No revelaré gran cosa de los otros protagonistas, aunque en realidad todas las historias son la misma; cultos, neuróticos y literal o figuradamente huérfanos, pagan por sus culpas, reales o imaginadas, de modos extravagantes: Fogg lee todos los libros que heredó de su tío Victor, el clarinetista; Effing reparte su fortuna en billetes de cincuenta por los arrabales de Nueva York; y Barber se oculta tras una gordura olímpica y una dantesca colección de sombreros. Siempre, omnipresente, el Oeste americano, que aquí cobra todo su sentido de última frontera, un umbral místico que, de franquearse, quizá les permita poner a cero el contador de sus vidas (lo esencial de la peripecia de Effing se desarrolla en el desierto de Utah, Barber se gana la vida por un sinfín de universidades mediocres del Medio Oeste, Fogg camina cientos de millas desde el río Colorado hasta la costa del Pacífico). Eso por no mencionar las barreras más inmediatas a las que se enfrentan los protagonistas: la silla de ruedas, la obesidad, la inanición a la que un M.S. indigente intenta esquivar en Central Park.
Pero hablábamos de coincidencias. El azar, como la pérdida de la identidad y la soledad, son referentes imprescindibles en la obra de Auster, pero en esta novela la tela de araña de casualidades inverosímiles supera todo lo razonable. La biblioteca del tío Victor consta exactamente de 1492 ejemplares, en tanto que su sobrino estudia en la Columbia University de Nueva York. En el restaurante chino que da título a la obra, el chico encuentra un críptico mensaje en una galleta de la suerte (“El sol es el pasado, la tierra es el presente, la luna es el futuro”); meses más tarde, descubrirá que el autor de la frase es el famoso inventor Nikola Tesla, el mismo Tesla al que Effing socorrerá en un parque neoyorkino a finales de los años treinta. Mira que es grande Estados Unidos; y sin embargo los caminos de Victor y Solomon, ignorantes el uno del otro, confluyen hasta tres veces, y en una de ellas M.S. aguarda casi a la vuelta de la esquina. Así sucesivamente.
La novela no debería cuajar, pero a pesar de ello lo hace. Me corrijo: no “a pesar de ello” sino “gracias a ello”. Atribuidlo a la fantasmagórica luz de la diosa de los enamorados, los dementes y los poetas, bajo cuyo dudoso embrujo todo parece posible, y que sirve como pegamento entre los distintos hilos de la narración. Si algo hay que no es casual en el libro es su primera línea: “Fue el verano en el que el hombre pisó por primera vez la luna”; pues además de las tramas, la luna también fusiona todas las fronteras de las que antes hablé, como metáfora de una mayor, y más remota frontera, donde caben todos los deseos y anidan hasta los sueños más descabellados.
Y, sobre todo, atribuidlo a la excepcional sapiencia de Auster como escritor, capaz, con sus trazos escuetos, casi periodísticos, de trasmutar cualquier evento cotidiano en una experiencia cuasi gnóstica (por la escena en que M.S. visita el Museo de Brooklyn para contemplar “Luz de luna”, el cuadro que tenéis arriba, ya vale la pena comprar el libro). Hay coincidencias a destajo, ya lo he dicho, y muchas (en particular todas las mencionadas) son gratuitas, sin el menor efecto en la intriga. De tan absurdas, ni el mismo Fogg parece tomarlas del todo en serio, y hay un momento curioso en que lo vemos censurar casi con saña las de La sangre de Kepler, un western pulp y fantasioso que Barber escribe en su adolescencia (historias dentro de historias, siempre el efecto matrioska). Aquí, creo, es donde reside el fenomenal triunfo artístico de Auster: pues cuando llega el desenlace, y subimos por las escaleras del trampolín, listos para un último triple mortal, miramos hacia abajo y descubrimos que la piscina está vacía. El engaño se completa; el truco ha funcionado a la perfección.
El Palacio de la Luna
Moon Palace (original en inglés)
Me referí hace un momento a “Luz de luna”, óleo de un insólito pintor estadounidense llamado Ralph Albert Blakelock (1847-1919) que pasó veinte años de su vida en un sanatorio mental y salió convertido en toda una celebridad del mundo del arte. (Como Tesla, Blakelock hace una breve aparición en la novela, y es, de hecho, quien inspira a Effing a emprender su loca aventura occidental). Y claro, no he podido por menos que acordarme de la serie televisiva del mismo nombre; ah, qué tiempos los ochenta, cuando Bruce Willis aún lucía cabellera, Cybill Shepherd no había perdido la cintura, y la industria daba cuerda a personajes tan improbables como Maddie Hayes, David Addison o la señorita Topisto. Al Jarreau, el vocalista a cargo de la canción que se escuchaba los créditos, es un artista que no se deja encasillar: si nominalmente su filiación es jazzística (cómo no, habiendo versionado temas de Miles Davis, Dave Brubeck o Chick Corea), ha visto el suficiente mundo como para acumular Grammys en categorías tan distintas como el pop, el rhythm & blues y por supuesto el jazz. Es en los álbumes This time (1980) y Breakin’ away (1981) donde debéis buscar al mejor, y más idiosincrático, Al Jarreau, ya que luego aprovechó su gimnástica garganta para coquetear con la comercialidad más pastelera (lo de “coquetear” es un eufemismo: no la dejó embarazada de milagro). Nada de esto incumbe a “Moonlighting (Theme)”, todo un éxito en su día pero por las razones correctas; ya que goza de esa engañosa y clásica naturalidad de las cosas que salen bien a la primera.
Moonlighting (Theme) / Al Jarreau
Moonlighting (Theme) / Al Jarreau letra y traducción
Quiero creer que Abram Solomonovich Gurvich (1897-1962), que en las horas de oficina se dedicaba a la crítica literaria, habría empatizado con los desorbitados paladines de El Palacio de la Luna. A fin de cuentas, compartía nombre con Barber y etnia (judía) con Fogg, que a su vez sustituye como ayuda de cámara de Effing a un exiliado poeta ruso. Lo que ya no sé es que hubiera opinado la dirección de Pradva al respecto: en 1949 publicó un durísimo editorial (con un claro trasfondo antisemita) en el que ponía en solfa a Gurvich y otros intelectuales acusándolos de, atentos, “desarraigo cosmopolita”, lo que en palabras llanas significa que no ensalzaban lo bastante la figura del aguerrido paisano soviético. A Gurvich, por ejemplo, le dan estopa por atreverse a insinuar que los rusos no son refractarios al buen humor. ¡Vil infundio, clama el editorialista! Como para gastarle una inocentada…
Como cabe temer hubo las correspondientes purgas, de las que Gurvich no debió de quedar impune ya que entre 1949 y 1952 no publicó ningún estudio. En todo caso no fue un autor prolífico (se conservan alrededor de un centenar de sus composiciones), aunque sí de muy buen gusto. Su credo artístico, expuesto en su ensayo de 1961 “Poesía y ajedrez”, se asienta en dos principios, la belleza y la economía. Entresaco del mismo: “El estudio es una escuela, que enseña sutilmente a sentir y entender la belleza de la verdad ajedrecística. Para lograr ese propósito, el estudio debe tener en gran medida la fuerza de impresionar; si no es brillante no dejará rastro en nuestra memoria. Y recuerden siempre que el principio de economía en el arte es la regla principal de cada producción con valor estético”. Nuestro ejemplo del día, con uno de los mecanismos de tablas posicionales más elegantes que se recuerdan, ilustra muy bien ese conciso preciosismo que le inspiraba. A propósito: el rey blanco, para dar cumplimiento a su destino, también tendrá que poner rumbo a poniente y cruzar un desierto.
Acabo de terminar ‘Moon Palace’ (en inglés).
Ya había leído otros tres libros suyos: ‘The Book of Illusions’, ‘The Winter Journal’ y ‘Sunset Park’. Fue por culpa de una amiga que me eché en Bristol, y que me regaló el primero de los tres anteriores, que conocí a Auster. Aquel primer libro me lo devoré rápido y con excesivo gusto por razones obvias pero cierto es que lo mismo me ha pasado con los tres que vinieron luego (que pagaron mi paupérrima cartera).
Destacaría de Auster que es de los pocos escritores que me enseñan inglés (percibo que repite mucho las misma estructuras y éstas acaban siéndome naturales), que lo hace permitiéndome leer sus novelas sin la necesidad de tener un diccionario a mi lado y que, sobre todo, lo consigue sin sacrificar la calidad de lo que escribe. Dicho de otra forma, es de los pocos escritores que me permiten leer en inglés sin “perder” demasiado. Imagino que esto está enteramente relacionado con tu descripción de Auster como “escritor, capaz, con sus trazos escuetos, casi periodísticos, de trasmutar cualquier evento cotidiano en una experiencia cuasi gnóstica”.
Acabo citando otra descripción de Auster que leí, creo, en algún otro blog y en la que se decía de Auster que “Auster es como tu compañero de piso; has oído tantas veces sus cosas que parecen tuyas”.
PD Hice la semana pasada un ‘Secret Santa’ con el grupo de amigos que tengo por acá y, casualidad, me cayó de regalo un ajedrez portátil. Mañana analizo el estudio que adjuntas a la entrada.
Pues en inglés o cartagenero, lo mismo me da, imprescindible leerse de él La trilogía de Nueva York y Mr. Vértigo, son igual de buenos que este. Ah, y busca una película, Smoke, cuyo guión es suyo: es absolutamente maravillosa.
¡Y no te conforme con este estudio solo, que los hay a montones en el blog, incluso mejores!
¡Feliz Navidad!