En 1775, hartos de que los chalados les enviaran cachivaches absurdos, los miembros de L’Académie des sciences de Francia anunciaron oficialmente que no admitirían, ni revisarían, ningún otro mecanismo de movimiento perpetuo. Muchos opinarán que bañarse en una charca con cocodrilos tampoco es el colmo de la lucidez, pero a veces no te queda otro remedio.
Contaba Isaac Asimov, medio en broma y medio en serio, que detestaba ejercer de maestro de ceremonias en los premios Hugo. Cada vez que entregaba un galardón se reconcomía por dentro, acordándose de media docena de historias suyas de ese año mejores (según él, claro) que la premiada. Hubo una excepción, la Convención de Pittsburgh de 1960. El cuento escogido en esa ocasión, “Flores para Algernon” de Daniel Keyes, le había dejado tan impresionado que “me olvidé por completo de odiarle”. Glosando sus excelencias en el estrado, se acaloró de tal modo que remató su presentación alzando los ojos al cielo y clamando a las musas: “¿Cómo lo hizo? ¿Cómo lo hizo?”. En ese momento, prosigue Asimov, “una mano tiró de mi manga y bajé la vista hasta la ordinaria estatura humana. Y, de la redonda y amable faz de Daniel Keyes, surgieron las palabras inmortales: —Oye, cuando averigües cómo lo hice, dímelo, ¿quieres? Me gustaría volver a repetirlo”.
Pues no, nunca lo repitió, a no ser que contemos la extensión del propio cuento al formato de novela; una expansión necesaria, que extrajo a la idea matriz de Keyes hasta la última gota de su jugo, recompensada por la SFWA con el Premio Nebula de 1967 (de más pedigrí todavía que el Hugo, pues al ser concedido por los profesionales del sector pone el acento en trabajos de especial mérito literario). De hecho, solo escribió dos libros más de ficción, ninguno de especial relevancia, a lo largo de una carrera consagrada sobre todo a la docencia (disfrutó durante varias décadas de una cátedra de Inglés en la Universidad de Ohio). Posiblemente ni siquiera lo intentara, y cómo reprochárselo: una premisa potente te pone en el buen camino, con un inspirado subterfugio técnico puedes disimular ciertas incongruencias argumentales, pero en Flores para Algernon concepto y forma articulan un todo inapelable donde es el propio modo de narrar el que va definiendo lo narrado. Como esta canción de Lennon y McCartney, como este estudio de Liburkin, Flores para Algernon es un hito artístico de tan hermética redondez que, francamente, asusta un poco. ¿Cosas así se crean, o más bien se descubren por intercesión de esas musas a las invocaba Asimov? Musas que, por alguna caprichosa razón, deciden un día aflojar las cadenas que te apresan, como a todos, en la caverna aquella de la que hablaba Platón, y te permiten, solo por esa vez, entrever la luz que inunda el exterior…
Flores para Algernon demuestra además, mejor que cualquier otra novela que yo conozca, que hay confluencias de peso entre razón y corazón que difícilmente podríamos explorar desde la literatura sin el auxilio de la ciencia ficción. Charlie Gordon es un discapacitado que va tirando, y es feliz a su obtusa manera, haciendo recadillos y limpiando los retretes de la panadería de un viejo amigo de su tío. Y no obstante, hay algo especial en él: con todas sus fuerzas, con toda su alma, desea mejorar, y por las noches acude a una escuela para adultos retrasados donde, a trancas y barrancas, va aprendiendo a leer y escribir. Es, por tanto, el sujeto idóneo para someterse a una revolucionaria técnica de cirugía cerebral que podría potenciar hasta límites insospechados su capacidad mental. Hay peligro, desde luego, pero los ensayos con animales, muy en especial un ratón llamado Algernon, son prometedores, y Charlie está dispuesto a asumir los riesgos “porque toda mi bida e sentido deseos de ser listo en bez de tonto”. A fin de documentar el experimento, Charlie deberá consignar sus avances en sucesivos informes (que son los capítulos de que consta el libro, y el hallazgo formal que eleva Flores para Algernon a la categoría de acontecimiento literario), torpes “enformes de pogresos” repletos de faltas de ortografía al principio, paulatinamente más clarividentes conforme los efectos de la operación empiezan a dejarse notar.
No tardará en robarnos el corazón (y un buen puñado de lágrimas) este bebé grandote, que florece a ojos vistas en un mundo mucho más complejo, y no precisamente para bien, que el que concebían sus cortas entendederas. Tampoco tardará en tirárnoslo a la cara, transformado (que no madurado) en un genio incapaz de conectar emocionalmente con sus cercanos. Tal es el irónico sino de Charlie Gordon: su sueño es también su maldición y la causa de su aislamiento, pues los mismos que se reían de su simpleza ahora le odian por lo contrario. Con la diferencia de que, demasiado honesto para mentir o mentirse, lo sabe y sufre por ello, porque para los sentimientos no hay cirugías que valgan. Desesperado, escribirá en uno de sus informes: “La inteligencia sin la capacidad de dar y recibir un afecto conduce al derrumbe mental y moral, a la neurosis e incluso a la psicosis. Y digo que la mente absorbida en un interés egoísta tomado como un fin en sí mismo, con exclusión de toda relación humana, no puede conducir más que a la violencia y al dolor”. Ahora bien, sueño o maldición, su intelecto es ya su única posesión, con lo que todo depende de Algernon: si por lo que sea el experimento fracasa, y el ratón empieza a empeorar, ¿qué será de él?
No hace falta seguir. Todos sabéis de sobra lo que siente Charlie Gordon, porque no os interesaría un blog tan atípico como este, ni yo lo escribiría, si nuestra inteligencia no fuese superior a la de la media. No pasa nada por soltarlo así, tan a lo basto, es cosa tan irrelevante como calzar un número algo más ancho que el estándar. Antaño se le echaba a este asunto un poco más de drama, incluso te hacían tests en el cole para averiguar tu C.I.; ahora la inteligencia “convencional” ha sido devaluada por los psicólogos al nivel del bolívar venezolano, aplicándole la coletilla “lógico-abstracta” y difuminándola en tal barullo de inteligencias que no hay bípedo en el universo que no presuma de al menos cinco o seis. (Hasta doce, como las tribus de Israel, se han sacado de la manga estos artistas, incluyendo la intrapersonal, la naturalista y la existencial. Estoy convencido de que ha sido por venganza, perfectos asnos matemáticos como son la mayoría; con tanto nuevo genio en las aulas, lo que no me explico es cómo no lo petamos en el Informe PISA. Por otro lado, sigo a la espera de que se inventen las doce bellezas, estaría curioso un desfile de bombones existenciales de Victoria’s Secret). Verdaderamente somos unos desubicados, chimpancés a los que los amos del zoo han colocado por error en la charca de los cocodrilos, que si no nos devoran es porque en ocasiones resultamos bastante útiles, y sobre todo porque, ensimismados en lo nuestro, nos hemos despreocupado de lo importante, a saber, el dinero y el poder. No sería tan problemático si nuestra alergia congénita a la idiotez fuese una enfermedad menos rara. Micos malamente disfrazado de caimanes, afanados por seguir a flote en el pantano, hay demasiado lodo en nuestros ojos como para que podamos distinguir a los pocos de nuestra especie.
Y así, continuamos solos.
Flores para Algernon
Flowers for Algernon (original en inglés)
Hay un momento del libro en que Charlie, presa del vértigo ante el abismo que vislumbra con su inteligencia aumentada, añora la calidez, sólida y segura, de la jaula del retraso mental. De las agonías metafísicas de Algernon no se nos cuenta demasiado, aunque cabe suponer que su supercerebro ratonil también evocará con nostalgia esos otros días, mucho más tranquilos, en que no se le obligaba a escapar de complicados laberintos para desayunar, y podía pasarse horas correteando feliz en su rueda de ejercicios.
Ah, qué goce tan sano el de lo simple. El de lo simple bien entendido, quiero decir, porque la música minimalista ha hecho bandera del “menos es más” principalmente para que castigadores como Steve Reich, o a ratos Philip Glass o Michael Nyman, lleven siglos fustigándonos con sus repetitivos ladrillos, ajenos, por lo visto, a la obviedad de que un exceso de escasez también harta. No diré que sea posible escuchar un disco de Penguin Cafe Orchestra sin que se te escape algún bostezo, pero estos al menos se lo tomaban un poco a broma (inenarrable aquella “Telephone and rubber band” donde usaban una señal telefónica para la melodía y una cinta de goma para la percusión) y no era infrecuente que añadiesen aromas folk a sus piezas, con lo que su minimalismo resulta considerablemente menos robótico y solemne que el de otros. De hecho su fundador, el guitarrista de formación clásica Simon Jeffes (desgraciadamente desaparecido en 1997 a consecuencia de un tumor cerebral), contaba que la inspiración para crear el grupo le había llegado tras una intoxicación por comer pescado en mal estado: en los consiguientes delirios febriles se vio caminando por un especie de hotel, perfectamente ordenado, desolado y gris, y entendió de repente que “el componente de azar, espontaneidad, sorpresa, impredecibilidad y irracionalidad que hay en nuestras vidas es algo precioso de veras”.
Si hay una canción de Penguin Cafe Orchestra que merece la pena escuchar, esa es sin duda “Perpetuum mobile”, y apuesto a que Algernon, pertrechado de auriculares, sudadera y cinta en el pelo, estaría de acuerdo conmigo. ¿Qué mejor sintonía, con ese compás 15/8 tan insólito y atlético, para trotar de buena mañana en tu rueda? Superratón o no, la forma física hay que mantenerla.
Perpetuum mobile / Penguin Cafe Orchestra
Perpetuum mobile / Penguin Cafe Orchestra
Más de lo mismo, sin solución de continuidad. “Perpetual motion”, precisamente, es como Christian Hesse titula uno de los capítulos de su muy recomendable The joys of chess, donde recoge algunas composiciones que de un modo u otro exhiben un componente de movimiento periódico continuado. Con eso no concretamos gran cosa; por ejemplo, cualquier partida acabada en tablas por jaque continuo se incluiría en esta categoría. Así que yo seré un poco más exigente y me restringiré a posiciones en las que el jaque continuo es la única manera que tienen ambos bandos de evitar la derrota y el movimiento es verdaderamente periódico, en el sentido de que solo hay una ruta que haga posible las tablas.
De todos modos hay que seguir acotando. En el diagrama de la izquierda (es la posición tras la jugada 16 de las blancas de la fabulosa Hamppe-Meitner, vista en el blog hace ahora cuatro años), la continuación 16…Ab7+! 17.Rb5 Aa6+ 18.Rc6 Ab7+ etc. es forzada para ambos bandos, así que en rigor esto sería un “perpetuum mobile”, pero no puede decirse que el paseo del rey c6-b5-c6 sea de los que te cortan la respiración (vale: en la Hamppe-Meitler es la partida entera lo que te corta la respiración). Se deduce que la chicha de un estudio de esta clase estará en proporción directa con la del periplo del monarca, con lo que no estoy descubriendo nada nuevo porque ya los árabes, con aquel gusto tan suyo por lo intrincado, compusieron mansubat con geometrías de lo más sofisticadas. En el famoso Libro de los juegos de Alfonso X (1283) se encuentra uno donde el rey recorre una especie de amplio cuadrado de esquinas redondeadas, y hay otro en un manuscrito del siglo XII de as-Sinjari, de nuevo con un cuadrado pero esta vez perfectamente liso; una lástima que no sean correctos conforme a los estándares actuales.
Se ve que no debe de ser nada sencillo componer “perpetuum mobiles” a la vez sabrosos y correctos, porque apenas se encuentra ninguno en la completísima base de datos de Harold van der Heijden. Esto da idea del mérito de los dos que os mostraré de H. F. L. Meyer (1839-1928), un compositor y columnista alemán, posteriormente afincado en Gran Bretaña, que se significó sobre todo como problemista (firmó un millar de problemas) y cuyo libro A complete guide to the game of chess, aparecido en 1882, llama la atención por ser uno de los pocos publicados en el siglo XIX donde se usa la notación algebraica que actualmente empleamos para la transcipción de las partidas. No sé si Meyer se planteó estos estudios como un homenaje (o guiño) a los antiguos maestros, pero lo parece, ya que recupera el cuadrado de as-Sinjari y amplia el del Alfonso hasta una espectacular elipse. Como epílogo he añadido una curiosísima variante del segundo estudio, que Meyer ideó en colaboración con Otto Bláthy, donde la maquina perfecta resulta no serlo tanto: tras dos vueltas y media a la elipse los engranajes se atascan y el negro recibe mate.
Seguro que Bláthy, de cuya destreza como ingeniero e inventor ya os hablé en su día, lo tenía bien claro, tan claro como acabará teniéndolo Charlie Gordon: nada existe en la ingeniería, ni en la medicina, ni en la vida, que carezca de efectos secundarios.