Ahora que caigo, casi todas mis fobias y terrores empiezan con la letra «c». Será coincidencia, que también se escribe con «c», pero veamos:
- Del reino vegetal la coliflor, más en concreto cuando se cuece. Sostengo que cualquiera, no ya que ingiera, sino que se acerque a esta nauseabunda bazofia, padece severas disfunciones en sus sistemas olfativo y gustativo.
- Y del reino animal buena parte de los cánidos, por motivos ya explicados, y absolutamente todas las cucarachas, desde que una de ellas me despertara de una siesta veraniega besándome en los mismísimos labios.
- Los centros comerciales, como metáfora de la especie humana en su versión más amasada, gregaria y asesinable. Si existe el Purgatorio debe de parecerse bastante a El Corte Inglés en víspera de Reyes.
- La enfermedad por todos conocida que empieza por la susodicha letra. Pasemos rápidamente a lo siguiente.
- Digiero el calor más o menos pasablemente, pero en su variante caldosa me mata y lo de este año rebasa todos los registros. Parece que Barack Obama, tras restablecer relaciones diplomáticas con Cuba y firmar la paz nuclear con Irán, se ha propuesto como siguiente gran reto planetario frenar el cambio climático. ¿Cómo, majete, repartiendo abanicos a granel por los cinco continentes?
- Conducir. Si alguna vez veis a una tartana arrastrarse por la autovía a noventa y pocos es probable que vaya yo al volante, y a mucha honra. Hace unos años, viajando por la planicie conquense, me salté un stop; aunque mi ángel de la guarda gritó providencialmente y frené casi al instante, fue suficiente para que el coche que venía en perpendicular por la carretera se llevara puesto todo el morro de mi vehículo. Que nadie de los implicados en el siniestro saliera malparado es cosa que todavía no me explico.
Pero si hay algo que me provoca auténtico pavor es el azar. En sí la palabra es bonita, y quizá porque suena casi igual que «azahar» inspira sensaciones aventureras y románticas; y además empieza por «a». Pero no os engañéis, no es más que la marca blanca con que se disfraza el temible caos, ese cíclope ciego e imbécil que se trompica sin ton ni son por los caminos del mundo, descuajeringando en el proceso cuanto se encuentra a su paso.
El aborrecimiento que le profeso es fácil de entender. Hay cosas que más o menos protegen de mis terrores menores (no comer, bozales e insecticidas, el comercio on line, la quimio, el aire acondicionado y el transporte público), pero ¿cómo te defiendes de lo que está por venir? Me considero una persona monstruosamente afortunada, no solo por lo de mi accidente manchego, y ahí es justo donde radica el problema. La razón nos dice que cada momento que pasa el contador de la fortuna se pone a cero: no importa que las diez veces anteriores haya salido cara, la probabilidad de una cruz en la siguiente tirada seguirá siendo solo de un medio. Pero mis tripas me alertan de lo contrario, y sé que si lanzo de nuevo la moneda mutará fatalmente y cuando caiga llevará impresa una cruz por ambos lados. En cuanto el raciocinio deserta nos aferramos a la superstición; tal vez por ello mantengo clasificadísimos en casa mis miles de libros, discos y cómics, como intentando prevenir que el cíclope ciego pueda husmear el desorden y me visite, y experimento una curiosa paz al contemplarlos. Y albergo una demencial esperanza, mezquina e incluso abominable: que existan pararrayos del mal fario, cenizos natos en los que convergen las desgracias para que el resto de la humanidad podamos disfrutar de la vida con relativa tranquilidad.
No descartaría yo que Jeff Buckley fuera uno de esos gafes genéticamente predispuestos, ya que su padre, Tim Buckley, también cantautor, murió por sobredosis a los veintiocho. Magnético y sexy, con la voz de un arcángel y el talento de un demonio, el folk casi gótico y ribeteado en jazz after hours de Grace, el único disco que Jeff publicó en vida, ha inspirado a una asombrosa pléyade de músicos, algunos de la verdadera crème de la crème: Radiohead, Coldplay, Muse, Rufus Wainwright o PJ Harvey, entre otros. Pero una nefasta tarde de mayo de 1997 Jeff tuvo una típica ocurrencia de artista (la autopsia demostró que no estaba bebido ni drogado) y se lanzó vestido al Mississippi al son de un estribillo de Led Zeppelin; con tan mala fortuna que las turbulencias de un remolcador que pasó junto a él lo arrastraron y se ahogó. Que una de las escasas canciones que compuso se titule justo «Last goodbye» suena a chiste macabro, pero no la he elegido por eso: es descomunal, no hay más.
No hay muchas conclusiones que extraer de la historia, salvo la obvia de que conviene meterse al agua en bañador y donde se hace pie. Así que preparaos un combinado no demasiado nocivo y brindemos, ya que no por la salud del pobre Jeff Buckley (y menos por la de los tarados que siembran el pánico y la peste a gasoil por nuestras playas con sus lanchas), sí al menos por la nuestra. Y no me corráis por las carreteras, que os conozco.
Last goodbye / Jeff Buckley
Last goodbye / Jeff Buckley letra y traducción
«Grace» y «Lover, you should’ve come over» (Grace, 1994) y «Everybody here wants you» (Sketches for my sweetheart the drunk, 1998).
9 de febrero de 2025:
No creo que David Lynch, en las tierras del Otro Lado donde quiera que habite ahora, tenga la menor queja de mí: al fin y al cabo, le dediqué en su día nada menos que cuatro canciones. Pero soy demasiado fan suyo como para no aprovechar su reciente fallecimiento y homenajearlo de nuevo aquí. Ya, una dislocación espacio-temporal no menor, aunque no del alcance de la transmutación de Fred Madison en Pete Dayton, a las puertas de su ejecución, en Carretera perdida. A cambio, como iréis viendo, bastante más explicable. Ya os dije en su momento que el universo sonoro lynchiano tiene su big bang en «Mysteries of love», pero me faltó añadir que si así ocurrió fue porque no hubo otro remedio. Lynch tenía en mente otra canción como tema estrella para Terciopelo azul, pero, en libertad creativa vigilada tras el fiasco de Dune, no pudo pagar los derechos de autor y tuvo que conformarse con diseñar junto a Badalamenti una de similar factura. Esa otra canción a la que me refiero es «Song to the siren» de This Mortal Coil.
Más que un grupo propiamente dicho, This Mortal Coil fue un proyecto musical liderado por Ivo Watts-Russell, presidente de la discográfica 4AD. Con la ayuda del ingeniero de sonido John Fryer, Watts-Russell produjo en los ochenta tres álbumes, donde se versionaban temas folk-rock medio olvidados en el idiosincrático estilo dream pop de la compañía. En su single debut, «Song to the siren» (1983), resucitaron una canción compuesta por Tim Buckley en 1967, reclutando para la causa a dos de los miembros de su buque insignia, el trío Cocteau Twins. Si la balada ya era un tanto lisérgica de por sí, imaginaos con los ultraterrenos arpegios de Robin Guthrie y la voz, no menos mareante, de Liz Fraser. Consagrada por los años como la canción definitoria de esta corriente musical, Lynch terminó de poner orden en el asunto en 1997, usándola de cortina para el turbio duelo erótico entre Alice y Pete en Carretera perdida.
Song to the siren / This Mortal Coil
Song to the siren / This Mortal Coil letra y traducción
Y si la conexión con Jeff Buckley por parte de padre os parece insuficiente, es porque todavía no he terminado. Fascinados con la voz del otro, Liz Fraser y Jeff se enamoraron y mantuvieron un breve pero intensísimo romance hacia 1995-96. Liz acababa de romper con Guthrie, con quien tenía una hija, y Cocteau Twins se derrumbaba. «Cuando me encontré con Jeffrie fue como si volviera el color a mi vida», relataría muchos años después. De su relación no han trascendido fotos, pero sí dos datos que revelan la temperatura a que debió de arder aquello: intercambiaron sus diarios y grabaron una maqueta privada con una nueva canción, «All flowers in time bend towards the sun».
Lo normal es que un amorío se averíe por defecto; esta vez fue por lo contrario. Buckley andaba por entonces en la cresta de la ola y Liz, en medio del torbellino, se sentía como una groupie. (En una rara entrevista concedida a The Guardian en 2009, la cantante confesó el complejo de culpa que todavía arrastraba por no haber sabido valorar lo vital que su carrera era para él). Cuando se produjo el fatal accidente ya se habían separado, o, para ser más precisos, separado físicamente; pues Fraser estaba grabando con Massive Attack el que a la postre sería su último gran éxito, «Teardrop», cuya letra había escrito pensando en él. Tras aquello Liz se ha dejado ver con cuentagotas, y aunque se rehízo sentimentalmente con Damon Reece, el batería de Massive Attack, con quien todavía convive, es imposible no conectar su enclaustramiento personal y artístico con la tragedia. ¿Sucede, por tanto, que cuando dos personas se desnudan el alma de secretos, se forjan lazos tan irrompibles que ni siquiera el tiempo, o la feroz Encapuchada, pueden disolverlos? Qué aterrador si es así, y qué maravilloso.
En sus declaraciones a The Guardian, Fraser mostraba asimismo su profundo malestar por la filtración de la maqueta, nunca publicada de modo oficial pero fácilmente accesible en Internet. Eso se entiende muy bien: hay documentos íntimos, sagrados para los amantes, que expuestos a miradas ajenas parecen ridículos u obscenos. No es el caso de esta canción, hermosísima a pesar de las imperfecciones obvias de una obra a medio acabar. Ruby Weapon y Hannah Telle, dos intérpretes poco conocidos, la pulieron con un respeto absoluto en 2014 (hasta sus voces recuerdan las de ellos); y así, sin invadir la privacidad de Liz y Jeff, es como me parece lícito escucharla.
All flowers in time bend towards the sun / Ruby Weapon y Hannah Telle
All flowers in time bend towards the sun / Ruby Weapon y Hannah Telle letra y traducción