La trayectoria vital de los grandes personajes es rara vez rectilínea. La de Alexander Alekhine (1892-1946), el cuarto de los campeones mundiales, es tan esquinada y contradictoria como la famosa curva que inventó Peano, capaz por sí sola de rellenar un cuadrado entero.
Así, durante la Primera Guerra Mundial fue condecorado por su valor en el frente, pero en la Francia ocupada por los nazis publicó unos nauseabundos artículos antisemitas que todavía dan más asco cuando se sabe que fueron los buenos oficios de un ajedrecista judío, Yakov Vilner, los que le libraron del paredón tras la revolución bolchevique (Alekhine era vástago de un adinerado aristócrata moscovita). Está probado que Alekhine publicó, a su mayor gloria y lucimiento, análisis caseros como si fueran partidas verdaderas (el ejemplo más conocido es la célebre “partida de las cinco damas”), y alteró otras en sus libros reemplazando movimientos reales por algunos más vistosos. Esto sería censurable en cualquier jugador, y en el caso de Alekhine es además incomprensible, porque sus combinaciones auténticas, empezando por la salvajada de 17 jugadas con que aplastó a Réti en Baden-Baden 1925, son acaso las más profundas e impresionantes que jamás ha conocido el ajedrez. Se casó cuatro veces, siempre con mujeres de buena posición y mucho mayores que él; y sin embargo la foto que le sacaron tras su extraña y controvertida muerte, solo y arruinado en un anónimo hotel de Estoril, impactó al mundo entero. Su derrota frente a Euwe en 1935 constituye seguramente el mayor chasco de la historia de los campeonatos del mundo; pero disfruta del privilegio único de haber fallecido con la corona todavía sobre sus sienes.
Aunque nada resume mejor el cúmulo de contradicciones que fue Alekhine, como ajedrecista y como persona, que su freudiana relación con José Raúl Capablanca. La mitología popular dictó sentencia hace mucho: Capablanca fue el héroe, Alekhine el villano; Capablanca fue el dios, Alekhine el demonio. Y cómo negarlo: el ruso necesitó una memoria prodigiosa y una disciplina espartana de trabajo (diez horas diarias innegociables) para doblegar el incomparable talento natural del cubano; y tras derrotarlo en Buenos Aires, no solo se excusó en mil y una historias para no concederle la revancha, sino que incluso lo boicoteó en los torneos donde participaba. Pero no es menos cierto que en Argentina Capablanca fue nítidamente inferior a su archirrival en la apertura, el medio juego y el final, y cuesta imaginárselo haciendo sombra al Alekhine desatado que sacó 3 puntos y medio a Nimzowitsch en San Remo 1930 y 5 puntos y medio a Bogoljubov en Bled 1931. Parece indiscutible que Capablanca era mejor jugador de ajedrez, pero es igualmente claro que Alekhine jugaba un ajedrez mejor, adelantado a su tiempo y que, como ya indiqué en mi entrada sobre Bronstein, proponía un nuevo y revolucionario paradigma: en la valoración de una posición son tan importantes su dinámica y cualidades estructurales como el desequilibrio material. Cabría usar el siguiente símil: Capablanca tocaba maravillosamente de oído, pero Alekhine le escribía partituras tan complejas que era imposible interpretarlas sin desafinar.
Euwe, tan respetable y cartesiano él, resumió así a nuestro personaje: “Como ser humano Alekhine fue un enigma. Estaba concentrado en su ajedrez y en sí mismo hasta tal punto que en algunos países le apodaban en broma ‘Alein-ich’ (en alemán ‘estoy solo’). Con semejante actitud era imposible que tuviera verdaderos amigos, solo admiradores y partidarios; había algo infantil en su naturaleza… Si se mira a Alekhine desde este punto de vista, puede perdonársele mucho: ante un tablero era poderoso, pero lejos del ajedrez, en contraste, parecía un niño pequeño, haciendo gamberradas y suponiendo ingenuamente que nadie iba a pillarlo”. Sin duda Euwe fue un testigo más que autorizado, pero poniendo tanto el acento en su narcisismo infantiloide omite que Alekhine padeció unas circunstancias históricas y personales complicadísimas, donde sobrevivir era cualquier cosa menos un juego de niños. Y sobre todo, se olvida del atenuante esencial: el amor desorbitado, malsano, obsesivo, histérico e incondicional que Alekhine demostró su vida entera por el ajedrez. Se dice que hay amores que matan, y en su caso el aforismo se vuelve literal; y sin embargo, fue ese mismo amor el que lo ha hecho inmortal.
Réti-Alekhine, Baden-Baden 1925
Bogoljubov-Alekhine (Hastings 1922), Alekhine-Capablanca (Campeonato del Mundo, partida 34, Buenos Aires 1927) y Alekhine-Nimzowitsch (San Remo 1930).