Acerca del alma oscura, mestiza y ojival de Praga, una esposa con poca memoria y cierto desahogo, y cómo usar el gambito de rey para urdir el crimen perfecto.
Sostengo la ridícula teoría de que hay ciudades con alma y ciudades sin ella. No tiene nada que ver con la gente que las habita: pues es precisamente cuando propios y extraños desertan de sus calles, en el tiempo del crepúsculo, cuando se nos permite sentir la vibración de su espíritu. Córdoba y Santiago tienen alma, Madrid carece de ella; París late, Londres yace; y sobre todas las demás, se alza el alma oscura, mestiza y ojival de Praga, la más imprescindible de todas las ciudades del mundo. No hay guía de viajes capaz de mostrarnos los arcanos y recovecos de esa alma, o mejor dicho, sí la hay: El Golem, de Gustav Meyrink.
Lo primero que debéis saber de El Golem es que es un libro extraño de narices. Decía Jorge Luis Borges que hasta los monosílabos del índice lo son: Prag, Punsch, Nacht, Spuk, Licht. Onírico, oblicuo, preñado de símbolos teosóficos y ocultistas, nunca progresa del modo que esperas y nada es del todo lo que parece. Cabría hasta decir que anticipa las enfermizas pesadillas del más universal, y raro, de los escritores praguenses: hay una metamorfosis, un castillo y un proceso. Acaso lo más extraño de todo sea el exitazo a nivel popular que cosechó cuando se publicó en 1915 (vendió doscientos mil ejemplares); supongo que los alemanes necesitaban una fábula potente tras la que parapetarse de los horrores de la Gran Guerra.
Del protagonista y narrador en primera persona de la historia, el amnésico tallador de gemas Athanasius Pernath, no es que no sepamos que esperar, es que él anda todavía más perplejo que nosotros. Lo más probable es que ni siquiera se llame así, tan solo es un nombre en un sombrero que una vez cogió por error. No tardaremos en descubrir que estuvo recluido en un manicomio, y que le borraron la memoria mediante hipnosis por su propio bien. Y así comienza su sonámbula ordalía por los callejones del gueto de Praga, sobrepasado por un cóctel de odios atroces, damas por redimir, criminales virtuosos y pasadizos ocultos que parece importado del más rancio de los folletines decimonónicos. (Aquí hay un problema objetivo. El uso —algunos dirían que el abuso— de la imaginería gótica es tan ostensible que un lector apresurado podría creer que esto es de hecho un folletín decimonónico, perder interés, y abandonar las gradas antes del minuto noventa. No cometáis ese error).
Y a todo esto con el Golem suelto, o quizá no, por ahí, que tampoco es el descerebrado monstruo de arcilla que cabría suponer (ese al que, según la leyenda, un rabí versado en los secretos de la Cábala insufló vida poniendo en su boca un papel con uno de los nombres de Dios) sino la materialización del inconsciente colectivo de la judería que, al igual que la electricidad se acumula en la atmósfera hasta que el rayo descarga, se aparece cada 33 años (¡la edad de Cristo!) tras la ventana inaccesible de un cuarto sin puertas.
Al cabo el verdadero protagonista de la obra no es otro que Josefov, el barrio judío de Praga, un caos decadente de buhardillas torcidas y alcantarillas podridas gobernado por (o tal vez que gobierna a) un escuadrón de furcias, sordomudos, músicos y pillos. Si la frágil propuesta argumental de esta novela resiste, es porque reposa sobre un lecho de tabernas y picaderos tan sólido como una roca. Muy apropiadamente, el desenlace se precipita con el inicio del saneamiento del gueto, al igual que un castillo de naipes se derrumba ante una súbita corriente de aire. Un desenlace, por cierto, extraordinariamente eficaz, porque Meyrink logra el imposible de explicarlo todo sin aclarar nada en realidad.
El “saneamiento” (eufemismo por “demolición”) de Josefov es histórico: el 25 de marzo de 1885 el ayuntamiento de Praga promulgó un edicto autorizándolo, justificándose en la alta mortalidad, la proliferación de infecciones y las pésimas condiciones higiénicas. Apenas quedan ya vestigios de aquel barrio, pero la ciudad aún conserva esquinas reacias a desvelar sus secretos. Contad a partir de 1885 y descubriréis que hay un ciclo de 33 años a punto de cerrarse. Por tanto, cuidado si paseáis por las calles de Praga a la hora de las brujas; no sea que, en algún charco de sucia nieve derretida, el contorno del Golem se conjure de vuestro mismo reflejo.
El Golem
Der Golem (original en alemán)
Aunque Gustav Mahler (1860-1911) no nació en la ratonera de Josefov sino en Kaliště, una diminuta aldea bohemia a unos cien kilómetros de la capital, a efectos prácticos viene a ser lo mismo porque el estigma de su sangre le persiguió siempre. Como solía decir: “Soy tres veces extranjero: un bohemio entre austriacos, un austriaco entre alemanes y un judío ante el mundo”. A pesar de ello, fue capaz de labrarse una extraordinaria reputación como director de orquesta, primero en la Ópera de la Corte de Viena, más adelante en la Metropolitan Opera y la Filarmónica de Nueva York.
Su prestigio como compositor tardó bastante más en consolidarse (ya supondréis que no era un habitual en las salas de conciertos nazis), pero hace tiempo que la crítica bendice sus sinfonías (amén de algunos lieder, esencialmente lo único que compuso) como el cénit y la culminación de todo un género. No estoy en condiciones de discutirlo, aunque confieso sin ambages que sus rascacielos sonoros, alguno de hora y media de altura, me parecen inescalables. Pero es indudable que hasta sus sinfonías más trebemundas, como la sexta, apodada la “Trágica”, contienen pasajes de una belleza inmensa. (Lo de “trágica” es porque se supone que presagia un montón de catástrofes que estaban a punto de ocurrirle: su cese en la Ópera de Viena, la muerte de una hija, el diagnóstico de una fatal dolencia cardiaca. Al menos esa es la especie que vendió su esposa Alma, cuya “caprichosa” memoria —ríete tú de Athanasius Pernath— ha puesto en bastantes aprietos a los biógrafos del compositor. En realidad, lo que acabó de hundir a Mahler fue el peso de los cuernos que la moza le puso con un joven arquitecto llamado Walter Gropius).
Sinfonie Nr. 6 – Andante moderato / Gustav Mahler
Sinfonie Nr. 6 – Andante moderato / Gustav Mahler
Orquesta: Chicago Symphony Orchestra; dirección: Sir Georg Solti
A lo largo del cuarto de hora que dura el andante moderato de la Sexta pasan muchas cosas, todas buenas, pero ojo con el tema principal porque tiene una similitud más que llamativa con “Pavane pour une infante défunte”, la composición estrella (“Bolero” aparte) de Maurice Ravel, publicada por el músico francés pocos años antes de que Mahler escribiera su sinfonía. Pero quién sabe, a lo mejor es casualidad. (Interesados en el apartado “coincidencias improbables” pinchad aquí).
Pavane pour une infante défunte / Maurice Ravel
Pavane pour une infante défunte / Maurice Ravel
Piano: Jean-Efflam Bavouzet
De todos los secundarios de El Golem, el más desfasado es de largo Innozenz Charousek, un estudiante de medicina muerto de hambre y medio tísico. Charousek urde una refinada y espantosa venganza contra el buhonero Wassertrum, una especie de reyezuelo en la sombra del gueto, y se la explica a Pernath recurriendo a una analogía: un ajedrecista que plantea un gambito de rey a su adversario y lo desarbola con una combinación impecablemente ejecutada. Lo notable es que a finales del XIX existió un gran jugador, praguense, judío, pobre como una rata y de fragilísima salud, que dominaba como nadie los resortes del citado gambito y lo empleaba en cuanto tenía ocasión. Su nombre: Rudolf… ¡¡Charousek!! (Interesados en el apartado “coincidencias improbables”: el Berliner Zeitung publicó el 5 de abril de 1997 un artículo sobre este ajedrecista donde se afirma, sin más explicaciones, que Meyrick se inspiró en él para su personaje).
Por su destreza táctica a Charousek se le bautizó enseguida como “el nuevo Morphy”, cliché que más o menos ha sobrevivido hasta nuestros días. No es tan simple porque, aunque su predilección por el gambito de rey parece emparentarlo con los maestros de la escuela romántica, rara vez ganaba sus partidas a la brava; de hecho, si a algo apuntan sus aportaciones concretas en esta apertura (la introducción de motivos estratégicos y de finales —era un consumado experto en este segundo apartado) es a las nuevas corrientes postuladas por Steinitz y Tarrasch. También se le ha bautizado como “el cometa Charousek”, y por desgracia esa sí es una comparación atinada porque tras su primera aparición internacional en Nuremberg 1896 (¡había aprendido a mover las piezas solo 7 años antes!), y hasta su muerte por tuberculosis en 1900, con apenas 26 años, ganó o quedó segundo en todas las competiciones que disputó, derrotando en el camino a oponentes tan significados como Chigorin, Pillsbury, Maróczy, Janowski, Schlechter o el campeón mundial Lasker.
Es precisamente su victoria frente al todopoderoso Lasker la que hoy compartiré con vosotros. Habrá quien arguya que era la última ronda del torneo, y que Lasker jugó relajado porque con dos puntos de ventaja el primer premio era ya suyo. Dudo que el campeón lo viera así, o no hubiera dicho tras inclinar su rey: “Algún día tendré que jugar un match por el campeonato del mundo con este hombre”.
Me ha encantado su comentario, magistral; deja poco que añadir. La lectura de Borges lleva sin remedio a El Golem; el argentino decía que en esa novela (snob, gótica, teosófica, siniestra, expresionista y esotérica) hay sueños dentro de sueños ¿Estará basado el personaje de Athanasius Pernath en Athanasius Kircher? No fue la única vez que Meyrink (o Meyer) describió Praga con genialidad; en El ángel de la ventana de occidente John Dee visita el Castillo de Praga (en el que se han fijado usted y Kafka) para enseñarle al emperador Rodolfo los objetos mágicos que aún se conservan en el Museo Británico; pero eso es otra historia. El Golem es un libro de culto del que la modernidad está empeñada en prescindir. Usted saca aquí del olvido una obra que ya sólo recuerdan los iniciados. Si continúa así acabará recomendándonos leer el Manuscrito Voychni (¡jajaja!). Cuídese, profesor.
No descarte lo del manuscrito, siempre que encontremos a un valiente que lo descifre… En cuanto a si Pernath está inspirado en el jesuita Kircher no termino de verlo: mucha mística y tal, pero a la hora de la verdad se refocila con la Rosina a la primera ocasión…
P.D. Le he suprimido un comentario anterior porque me ha dado la sensación de que era un borrador del actual que había enviado por error. Si no es así dígamelo y se lo reactivo.
En cuanto al postdatado (P.D.), agradezco mucho la amabilidad de su ofrecimiento, pero como su sensación es certera, declino la reactivación sugerida. No se preocupe, que ya demostrado usted bastante paciencia tolerando los comentarios que hasta ahora me ha tolerado.
Volviendo al asunto de El Golem, anotaré también la coincidencia iconográfica y semántica entre los granos místicos que la criatura ofrece a Pernath en la novela y las pastillas de colores que Morpheo ofrece a Neo en Matrix; en ambos casos se reedita la idea del grano sagrado facilitado por Deméter eleusina a los mortales, objeto cuya aceptación proporciona la iluminación o despertar a la vida auténtica. Pero la inspiración esotérica de la novela es menos interesante que la histórica; la iconografía del Golem proviene de la Praga del emperador Rodolfo, sobrino de Carlos I de España, en una época de archimboldos, apariciones, gnosticismo y brujería; un ambiente, en fin, apasionante.