Donde se analizan diversas cuestiones relativas al cuarto planeta del Sistema Solar de considerable interés, como por ejemplo: los pros y contras de su colonización, la textura de sus amaneceres y, por descontado, si hay vida en Marte.
Supongo que la probabilidad de que algún adolescente siga este blog no es muy superior a la de que el proyecto SETI localice vida extraterrestre, pero si tal inconcebible cosa ocurre, hazme caso, chaval: no leas Crónicas marcianas. Porque es todo lo contrario de Star Wars, Los juegos del hambre y todas esas sagas que te gustan; no hay batallas interestelares, ni heroínas neumáticas, ni potentes efectos especiales. No hay acción, no hay argumento. No pasa nada de nada.
Bueno, quizás esté exagerando un poco. Supuestamente Crónicas marcianas narra, a través de una secuencia de viñetas precariamente conectadas que abarcan de 1999 a 2026, la conquista y colonización del planeta carmesí mientras la Tierra se encamina a una guerra de consecuencias catastróficas. El problema es que Bradbury no hace ningún esfuerzo por aparentar verosimilitud: el aire, aunque enrarecido, es respirable, los cohetes se asemejan a petardos, los marcianos a fantasmas de la noche de Halloween. De hecho hay varias historias que, con leves retoques, podrían ubicarse en algún pueblo de la Norteamérica profunda contemporáneo a los días (finales de los cuarenta) en que fueron escritas. Un detalle chocante es que el autor, en una edición revisada del libro publicada en 1997, movió las fechas 31 años adelante, como si importara lo más mínimo que los eventos trascurriesen en 2026, 2057 o 3057. Fue bastante absurdo, pues cuanto más las trasladas hacia el futuro, más incongruentes resultan; el toque tecnológico les añade encanto, sin duda, pero en absoluto credibilidad.
Así pues: ¿de qué va, en realidad, Crónicas marcianas? A los devotos de la crítica literaria se les abren las carnes con esta clase de novelas porque pueden saciar con ellas sus ansias de elucubrar. A alguno le he visto incidir sobre una segunda capa de significado; dado que se escribió cuando la histeria anticomunista empezaba a inflamar los Estados Unidos, y se denuncian el imperialismo, el racismo, la contaminación del medio ambiente, la censura y la escalada armamentística nuclear, está claro: sería un reivindicación más o menos disimulada de los ideales políticos progresistas frente al amojamado patrioterismo yanqui.
Podría valer, aunque no es muy original. De hecho es justo lo que pensaron los macarthistas cuando leyeron el libro: en 1959 el FBI mantuvo a Bradbury bajo vigilancia porque, textualmente, sus historias “están conectadas por un tema que se repite, que los terrícolas son saqueadores y los extraterrestres, no”. Podría ser, sí, pero yo no me precipitaría, porque Bradbury confesó muchos años más tarde que, mientras escribía, no tenía ni la menor idea de hacia dónde se encaminaba la narración (en principio se publicó como relatos sueltos en distintos magazines pulp). Sospecho que, a propósito o no, lo que al final le salió es una emocionante parábola sobre la soledad y cómo nos enfrentamos a ella. Dos de los cuentos más impactantes del volumen, “El marciano” y “Los largos años”, negocian desde ángulos complementarios con el dolor por la pérdida de los seres queridos. Los aborígenes desaparecerán, casi literalmente, como cenizas arrastradas por la brisa, así como los vientos del tiempo nos van despojando, muy poco a poco, de nuestros sueños. En otro momento fascinante, un colono que vende perritos calientes contempla un holocausto atómico que, silenciado y congelado por setenta millones de kilómetros de separación, se antoja irrelevante. Y cuando se recurre a la tecnología es solo para recordarnos como aísla y aliena a quien se somete a ella: en la inspiradísima “Vendrán lluvias suaves” las máquinas repiten durante años las mismas absurdas rutinas en una casa desierta.
Antes de Crónicas marcianas, Ray Bradbury ya se había abierto camino como artesano del shock con sus cuentos pulp de fantasía, horror y crimen, pero hay poesía de ley en la amabilidad casi hogareña con que gestiona este recurso. El efecto es único y memorable, lo que explica en parte el entusiasmo con que el libro fue acogido por los teóricos del mainstream, así como el rechazo que suscita en sectores del frikismo hardcore, incapaces de digerir que se proclame obra maestra del género a algo que ni siquiera es ciencia ficción “de verdad”. Por eso te decía al principio que este no es un libro para ti, chaval; pero si tienes el suficiente discernimiento para levantar los ojos del móvil por un rato, y te extravías por sus arenas azules y sus ruinas milenarias y ajedrezadas, quizá te sorprenda cuánta vida encierra el Marte muerto de Ray Bradbury.
Y sin un solo efecto especial.
Crónicas marcianas
The Martian chronicles (original en inglés)
Venga ya: si esta no la habíais visto venir a la legua, máxime con el Duque Blanco prácticamente de cuerpo presente, es que andáis más espesos de lo habitual. Pase, si acaso, que dudarais sobre qué canción de Bowie en concreto iba a escoger, porque no se conoce estrella del rock que haya saqueado los motivos y escenarios de la ciencia ficción con tan consistente avaricia como él, desde “Space oddity”, su cataclísmico primer gran éxito, hasta el guiño al 1984 de Orwell en Diamond dogs, pasando por su álbum más famoso al completo, The rise and fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars (la historia de un guitarrista alienígena y andrógino que triunfa en una Tierra preapocalíptica y acaba sucumbiendo a su propio éxito). Los que nominan al selectísimo grupo de elegidos que ingresan cada año en el Science Fiction Hall of Fame deben de pensar como yo, ya que David Bowie es, hasta la fecha, el único músico que ha pasado el corte.
Al cabo me he decantado por “Life on Mars?”, además de por lo obvio y por ser un temazo, porque tiene una historia detrás más que notable. Todo empieza con “For me”, una pieza que el compositor francés Jacques Revaux escribe a principios de 1967 e intenta colocar, sin suerte, a un puñado de estrellas de la chanson de la época. Tras algún retoque en la melodía, con el título “Comme d’habitude” y una nueva letra que recrea sombríamente el tedio del amor conyugal, Claude François (un artista ye-yé que gozaba por entonces de gran fama en Francia) accede finalmente a sacarla adelante, aunque con mucho menos éxito del que acostumbraba. Así las cosas, a alguien se le ocurre probar suerte en el mercado anglosajón y se le encarga una versión en inglés a un tal David Jones, un joven músico que intenta hacerse un nombre y se ilusiona con la posibilidad de grabar un single. A los franceses no les convence lo que ven y le pegan la patada, mientras en paralelo el cantante canadiense Paul Anka se hace con los derechos del tema. Lo que sigue es un cuento de hadas: en una fiesta en Las Vegas, Anka escucha a Frank Sinatra insinuar su retirada, harto del negocio musical, y le escribe una letra a su medida, que potencia su leyenda de gran vividor, de quien se pone el mundo por montera, y al tiempo le permite recuperar la presencia dramática que había dilapidado con sus banalidades pop. Paul Alka la tituló “My way”, Sinatra la grabó en 1969 y el resto es historia con mayúsculas de la música del siglo XX.
Entretanto, ¿qué fue del pringado aquel, el tal David Jones? Pues que no era un pringado en absoluto, y con el seudónimo “David Bowie” inició una extraordinaria carrera musical que a su debido tiempo, y “a su manera”, competiría en resonancia con la de La Voz. En 1971 ya estaba listo para ajustar cuentas, y vaya si lo hizo: pues “Life on Mars?” es una descarada parodia (en los créditos de Hunky Dory se lee “inspirada por Frankie”) de “My way”.
Parodia es, pues la secuencia de acordes en las estrofas de las dos canciones es idéntica, pero también es mucho más. Es un himno gloriosamente extraño, que combina una melodía conmovedora con una imaginería poética y poderosa, y logra así un efecto que solo el arte de la canción sabe proporcionar: una impenetrabilidad absoluta y sin embargo cuajada de significado interior. (¿Ha quedado bien eso? Debería. Se lo he fusilado a Neil McCormick, crítico musical del Daily Telegraph, que el año pasado justificaba con esas palabras su elección de “Life on Mars?” como la mejor canción jamás compuesta). Como es de sobra conocido, Bowie fue un artista impredecible que se metamorfoseó montones de veces, y no siempre con tino. En mi modesta opinión, solo Ziggy Stardust y especialmente Hunky Dory están a la verdadera altura de su talento; y qué poquísimos talentos están a la altura de “Life on Mars?”.
El único cabo que me queda por atar es que “Life on Mars?”, aparte del título, y quizá esos redobles finales a lo “2001: Así habló Zaratustra”, no tiene lo más mínimo que ver con Marte, salvo que lo entendamos como símbolo de la enajenación, el autismo social y la degradación cultural de nuestra era. Qué mas da. Como si Crónicas marcianas tuviese lo más mínimo que ver con Marte…
Life on Mars? / David Bowie
Life on Mars? / David Bowie letra y traducción
Comme d’habitude / Le Grand Baiser
Comme d’habitude / Le Grand Baiser
Hay gambitos fogosos y pintureros que anticipan partidas con el colorido de un arco iris. En cambio otras aperturas, como la catalana, son áridas y ariscas, terrosas de aspecto, tan resecas como los canales del planeta rojo. (Se me ocurre que es casi lógico que exista una línea de tales características que aluda a Cataluña, vista la cantidad de lunáticos que pululan por esa tierra maravillosa de un tiempo a esta parte).
Claro está que se han jugado partidas pirotécnicas con la catalana, como con cualquier otra apertura, pero si os suena de algo el nombre “Zoltán Ribli” ya habréis deducido que la hoy no va a ser una de ellas; no en vano acaso sea Ribli, con el permiso de Ulf Andersson, el jugador más manso y tablífero de su generación. Él se justificaba así: “Perder me afecta demasiado”. En todo caso lo de “manso” es según se mire, porque alguna partida tuvo que ganar para clasificarse dos veces para el ciclo de Candidatos, triunfar en Wijk aan Zee 1989, o arrebatarle el oro olímpico a los soviéticos, como segundo tablero del equipo húngaro, en Buenos Aires 1978. Por ejemplo, bien que empitonó este manso al formidable Anatoly Karpov, entonces en el cénit de sus poderes, en el torneo IBM de Amsterdam de 1980. Y lo hizo a su parsimoniosa y exasperante manera, liquidando de inmediato y sin rubor a un final sin riesgo pero con unas perspectivas de éxito tan tenues como el aliento de un gorrión moribundo, rechazando (¡por una vez!) la oferta de tablas de su rival, y dedicándose luego a masticar la posición con la paciencia con que un bosquimano frota dos palitos para encender un fuego.
De modo que sí, seguramente la partida de hoy os parezca aburrida, aunque depende de lo que entendáis vosotros por aburrido. ¿Os resultaría aburrido contemplar, a la sombra de sus bizcas lunas gemelas, un frío e incierto amanecer en Marte?