La semana pasada estuve de faena en la legendaria Atenas. Lo comento para poneros los dientes largos, más que nada, aunque os advierto de que poco más encuentras que ruinas y esculturas mancas y descabezadas. Por ejemplo: tres pedruscos del pedestal, tres exactamente, es lo que queda de los colosales 11 metros de marfil y oro de la estatua de Atenea que presidía el Partenón. (Por cierto, la principal responsable del destrozo del templo, por encima de terremotos, incendios y otros desastres más o menos imprecedibles, ha sido la Cristiandad, que en cuestiones de terrorismo arqueológico deja a los atunes del Estado Islámico al nivel de meros gamberretes con petardos). Curiosamente, lo que sí ha sobrevivido en cantidades ingentes, quizá para ponernos los dientes largos, es información. No os imaginaríais en qué se invirtió el 60% del desorbitado presupuesto de la Acrópolis: en pagar a dueños de mulas y bueyes por transportar el mármol desde el monte Pentélico, a unos 16 kilómetros al noreste de Atenas. Como veis, lo de la factura energética lleva milenios dando disgustos.
Tiene guasa que, en contraste, todavía ignoremos una cuestión fundamental del mundial que disputaron Lasker y Schlechter en 1910, anteayer como aquel que dice: qué debía hacer el segundo para arrebatar la corona al campeón (el contrato nunca se hizo público). Fue un duelo al mejor de 10 partidas, y toda la vida se ha dado por sentado que Schlechter tenía que sacar al menos dos puntos de ventaja, por un par de razones de peso. En el primer acuerdo que firmaron, que sí se conoce, tal claúsula existía (posteriormente Lasker también intentó colársela a Capablanca), pero por problemas financieros hubo que renegociar las condiciones rebajando el número de partidas de 30 a solo 10. La otra razón es la fatídica décima y última partida del encuentro, en la que Schlechter, a pesar de llegar con ventaja de 5-4, jugó claramente a ganar, desdeñando incluso alguna línea muy clara de jaque continuo. Por otro lado, hay testimonios de la época que apuntan en la dirección contraria; Capablanca, por ejemplo, opinaba que el vienés intentaba así demostrar al mundo que su victoria no era fruto de la suerte (había ganado la quinta partida, tras tenerla perdida, merced a un garrafal error de Lasker). Parece ridículo pero no lo es tanto, ya que Schlechter, un diletante que prefería el arte, la ciencia y los paseos campestres a las opacas atmósferas de los cafés, era notorio por una deportividad rayana en lo quijotesco; ya en 1906, Lasker, aun admitiendo sus aptitudes, había puesto en cuestión sus chances por el título, con una cierta ternura incluso: “Alberga tan poca maldad que lo veo incapaz de coger algo ansiado por otro”.
Claro que también podríamos evaluar en clave metafísica el torcido sino de Schlechter (murió a los 44 años, poco después del final de la Primera Guerra Mundial, parece que de una enfermedad pulmonar agravada por la desnutrición), en concreto recurriendo a la hipótesis vienesa. En su clásico Las ideas modernas en el ajedrez, Richard Réti argumenta que Viena es la ciudad de los no reconocidos, o reconocidos demasiado tarde; pues su arte no reposa en la grandilocuencia trágica, sino que al contrario, está escondido; no se impone, ha de ser buscado. Y aunque Schlechter fue sin duda uno de los ajedrecistas punteros de las dos primeras décadas del siglo XX, es verdad que se le recuerda como un jugador ultrasólido y muy preparado teóricamente, pero sin el filo preciso para triunfos de verdadero impacto. Réti alerta con elocuencia frente a esta grosera simplificación: “Sus partidas destacan por la amplitud de su concepción, de igual modo que en un bosque los troncos y ramas de los árboles se extienden en todas direcciones hacia los espacios abiertos: así desarrolla Schlechter sus fuerzas; tenazmente y, como si de la Naturaleza se tratara, sin objetivo aparente. No hay trampas ocultas, solo saludable desarrollo. Así, sus combinaciones son bien diferentes a las rosas de invernadero, que encandilan a todo el mundo con su belleza, pero que al verdadero amante de lo natural hastían por excesivas; no, son más bien humildes y secretas flores silvestres que hay que buscar y que se aprecian más conforme se van recogiendo. De este modo se extravía uno en las partidas de Schlechter, que reflejan, al tiempo que la inmensidad y simplicidad de la Naturaleza, la ligereza del arte y la música vieneses”.
O resumiéndolo un poco, Carl Schlechter, el ajedrez hecho vals.
Schlechter-Janowski (París 1900), Schlechter-Maróczy (Montecarlo 1902) y Schlechter-Alekhine (Hamburgo 1910).