Apenas fueron, en esencia, un torneo y tres matches, disputados en un breve lapso de tiempo entre 1857 y 1859. Un magro caudal de días y partidas que, sin embargo, basta para alimentar el mito más fascinante que el ajedrez ha conocido. Una leyenda donde realidad y sueño se entrelazan y cuyo protagonista se asemeja más a un avatar que a un ser de carne y hueso. Arropado por brumas del pasado algo más densas, bien podría emparentársele con Leónidas, o con Aníbal; aunque incruentas, así de heroicas se antojan las hazañas del que tan atinadamente apodaran “el orgullo y la aflicción del ajedrez”, el norteamericano Paul Morphy.
Vale. Tal vez me he venido un poco arriba con lo de Leónidas y eso, pero es una historia increíble, como enseguida me reconoceréis. Se cuenta que Paul Charles Morphy (1837-1874) aprendió a jugar a cortísima edad, contemplando las partidas entre su padre Alonzo (fiscal general y juez de la Corte Suprema de Justicia de Luisiana) y su tío Ernest. A los nueve años no había ya quien le tosiera en Nueva Orleans, y todavía no había cumplido los trece cuando ganó por 3-0 un match informal al húngaro Löwenthal, uno de los más avezados profesionales europeos.
En el distinguido hogar de los Morphy, el ajedrez nunca se consideró otra cosa que un placentero entretenimiento para las tardes dominicales. Paul, por lo visto de la misma opinión, se olvidó del juego en ese punto y se concentró en sus estudios. El éxito fue indiscutible: antes de la veintena ya se había graduado en leyes con honores y superado todos los exámenes exigidos para el desempeño de la abogacía. Tal precocidad no estaba prevista en la normativa, que solo permitía ejercer a partir de los veintiuno, así que el joven Morphy, de repente, se encontró con tiempo libre y retomó su vieja afición. Bendecido con una memoria prodigiosa, seguramente fotográfica (podía recitar de memoria el Código de Leyes de Luisiana), poco le costó asimilar la escasa bibliografía ajedrecística disponible y convencerse de su miserable calidad. Su arrasador debut en el First American Chess Congress de 1957, entonces el equivalente al Campeonato de Estados Unidos, pudo sorprender a algunos, pero él ya se sabía a años luz del resto. Luego viajó a Europa, machacó a los mejores ajedrecistas del continente (Löwenthal de nuevo, Harrwitz y finalmente el gran Anderssen) y, hastiado, anunció que solo competiría con las negras y dando un peón de ventaja al rival. Nadie osó recoger el guante. De regreso a Norteamérica, se le aclamó como si viniera de la Luna: se organizaron desfiles, se celebraron banquetes, se le erigieron estatuas…; nunca un estadounidense había demostrado tal superioridad ante el mundo en ámbito alguno de la cultura, el arte o la ciencia. Entretanto, el más difícil todavía: victoria en un match a 9 partidas frente a Thompson, uno de sus rivales en el American Chess Congress, jugando con caballo de menos. Luego se retiró definitivamente.
No os entretendré demasiado con el funesto epílogo. Enseguida estalla la guerra civil; algún cínico dirá que una bala perdida en el campo de batalla hubiera puesto perfecto y dramático punto y final a la aventura. Lo cierto es que no combatió, extraviado en tierra en nadie; se oponía frontamente a la secesión, pero siempre hubo esclavos en la señorial mansión familiar. Aquello, junto con su obstinada renuncia a reanudar su carrera ajedrecística, le condenó al ostracismo. Algún intento hizo de trabajar en un bufete, pero los clientes parecían más interesados en el personaje que en sus propios casos. Al cuidado de su madre y una hermana, su mente se oscureció gradualmente; padeció delirios y manía persecutoria. Una calurosísima tarde de julio de 1874, tras un sofocante paseo, tuvo el capricho de darse un baño de agua helada; una hora más tarde lo hallaron muerto en la bañera, víctima de un colapso. El avatar resultó tener el corazón tan débil como los meros mortales.
Apurados los hechos, el mito sobrevive. ¿Qué aficionado no se ha emborrado con las combinaciones de Morphy? Hay algo especial en ellas: cartesiano, fluido, tan puras e incontenibles como una catarata. A menudo sus oponentes parecen hipnotizados, como esos ninjas de las películas de chinos que aguardan en perfecto estado de revista a que el Jackie Chan de turno los deslome de un varazo. Aunque cuidado: Morphy combinaba de maravilla, sí, al nivel del mejor Anderssen, pero no más; la clave debe buscarse en los preliminares. Sin esfuerzo, de algún modo mágico y misterioso, Morphy acuñó los principios posicionales del juego abierto: el desarrollo armónico de las piezas, el dominio de las columnas abiertas, la posesión del centro, el sacrificio de peones para abrir líneas. Tras eso, lo demás venía rodado. Primero la estrategia, luego la táctica; en eso se resume su gran secreto. Ninguno de sus contemporáneos lo entendió y así les fue.
La cuarta partida de su match con el alemán Daniel Harrwitz, un correoso rival reputado en la época como el mejor profesional de Francia (era el jugador residente del famoso Café de la Régence), evidencia el abismo de percepción que le separaba de sus rivales. Mientras Harrwitz, a tientas todo el rato, se pierde en los detalles tácticos, Morphy explota la debilidad de las casillas blancas con la pericia de un Capablanca o un Botvinnik; es una partida, os lo aseguro, medio siglo adelantada a su tiempo. ¿Percibo, a pesar de todo, un cierto desencanto? Ya. Poca pirotecnia. Pues que no se diga: como extra os dejaré disfrutar viéndolo masacrar al desventurado NN, el ajedrecista más apalizado de todos los tiempos. (La abreviatura “NN”, del latín nomen nescio, se usa para referirse a un jugador, usualmente amateur, de cuya identidad no ha quedado constancia). Se disputó en una simultánea de seis partidas a a ciegas, es decir, a Morphy no se le permitía ver ninguno de los tableros; tenedlo en cuenta cuando se os descuelgue la mandíbula por el asombro, porque así se os dislocará el doble. Notad, por otro lado, la similitud de fondo entre las dos partidas: si el avance …f7-f6 es el origen de todos los problemas de Harrwitz, NN se busca la perdición con la simétrica …c7-c6.
Caissa, la diosa del ajedrez, siempre fue una amante fría e inconstante. Tarde o temprano hasta sus favoritos, Capablanca, Kasparov, sufrieron su desprecio. Fischer rompió con ella en plena luna de miel, es verdad, pero antes se había abrasado el alma cortejándola. Tan solo Morphy, teniéndola rendida a sus pies, tuvo el descaro de escupirle a la cara y dejarla con la palabra en la boca. ¿No son cosas así las que hacen los Leónidas y compañía?
Morphy-Harrwitz, París 1858
Morphy-NN, Nueva Orleans 1858
Marache-Morphy (Nueva York 1857, gambito Evans), Schulten-Morphy (Nueva York 1857, gambito de rey, 23 movimientos) y Lichtenhein-Morphy (Nueva York 1857, cuartos de final del First American Chess Congress, partida 1).